Radicalidad ética de la pandemia

Los derechos son fruto de las luchas por su reconocimiento en los plexos normativos del Estado

 

La vertiginosa expansión del Covid-19 a escala global, la incapacidad de los sistemas asistenciales preexistentes para atender la emergencia y los crecientes impactos sobre la actividad productiva y financiera debidos a las diversas medidas de aislamiento social, han suscitado un debate también global acerca de la ineludible opción de los gobiernos entre priorizar la protección de la salud de las poblaciones y mantener los parámetros convencionales de la actividad económica. Dos características fundamentales de esta controversia internacional —que básicamente remite a la problemática relación entre derechos humanos y procesos económicos— se destacan desde un inicio. En primer lugar, que se trata de la principal cuestión de debate público en todo el orbe y que está protagonizado por los representantes de las distintas estructuras de poder existentes y de la sociedad civil (jefes de Estado, organismos internacionales, sectores económicos, intelectuales, movimientos sociales, medios de comunicación, fuerzas de seguridad, etc.).

En segundo, que desde un primer momento ambas alternativas se presentan como antagónicas de modo absoluto, lo cual ha permitido ver negro sobre blanco el fondo sistémico de esta problemática sin las mediaciones de  coyuntura que la propia emergencia impide.

El variopinto espectro de posiciones va desde un darwinismo social recalcitrante encarnado en figuras como Donald Trump, Boris Johnson y Jair Bolsonaro, para quienes los muertos —que se proyectan por cientos de miles— son el costo necesario de mantener a la economía en actividad normal, hasta la centralidad de la política estatal en la salud de la población y la secundarización de la economía como camino elegido por Alberto Fernández y su gabinete, constituyendo la expresión más acabada de un amplio arco humanístico a nivel internacional.

Resulta notablemente difícil encontrar en la historia moderna un antecedente de igual dimensión e intensidad en el debate público. El período que se extiende desde el primer New Deal de 1933 hasta la crisis de 1970 es una referencia ineludible. Pero el desarrollo de los sistemas de bienestar social, de legislaciones laborales progresivas, la agenda internacional de los derechos económicos, sociales y culturales (DESC), los posicionamientos eclesiales como el Concilio Vaticano II, o las tensiones ideológicas propias de la Guerra Fría, se daban en el pujante escenario del keynesianismo, su tendencia al pleno empleo y las pujas distributivas basadas en gestiones macroeconómicas anticíclicas. En otros términos, la crisis de 1930 y la segunda posguerra habían dado a luz un tipo particular de regulación social en la cual economía y política establecían un tenso y recíproco diálogo de resultado contingente.

La aparición del Covid-19 y su modo de propagación nos enfrenta a un escenario sustancialmente distinto, cuya interpretación puede ayudar a comprender la centralidad del debate y sus posibles consecuencias.

 

 

La velocidad de la metáfora

El virus tiene la capacidad de propagarse a través de los canales y a la velocidad en que se producen las relaciones básicas de producción e intercambio del sistema económico: compraventa de bienes y servicios, cooperación en el desarrollo de actividades y relaciones de subordinación y control. A este nivel, la mecánica biológica que gobierna la replicación acelerada del Covid-19 utilizando como huésped terminal a las células humanas, se torna metáfora de lo que sucede a nivel de su impacto en la economía. Cada unidad de interrelación social productiva se vuelve potencial huésped de la reproducción viral, en un sistema social que basa su lógica de expansión en crecientes grados de interrelación. Es por ello que, más allá de la impericia, el pataleo o las bravuconadas de algunos gobernantes de turno, las medidas de aislamiento se van instalando. Las dilaciones en esta materia sólo acarrean escenas dantescas como las que pueden verse en lugares tan disímiles como Nueva York o Guayaquil.

El sistema económico jamás estuvo expuesto a una amenaza semejante, capaz de ubicarse a nivel de la unidad misma de sus fundamentos de reproducción. Como parte de su despliegue histórico, vale recordarlo, se abundó en los intentos por naturalizar y patologizar las tensiones sociales ligadas al reclamo de derechos. Resulta irónico hoy considerar los argumentos biologicistas —la extirpación del “cáncer del comunismo” o el “virus de la subversión”— con los que tanto liberales como conservadores justificaron procesos represivos o genocidas de disciplinamiento social que incluían objetivos claramente económicos en un pasado no muy lejano.

Además, la actual emergencia pone en crisis el individualismo sobre el que se funda a nivel ideológico la economía actual. Tanto el liberalismo clásico como el intervencionismo que encarna Donald Trump se basan en una lábil idea de totalidad social que es tributaria y estricto reflejo del accionar individual de jugadores indiferenciados en la búsqueda de su propio beneficio. El mercado —que librado a su lógica ha generado 10 millones de desempleados en tan sólo dos semanas en Estados Unidos— evidencia su incapacidad para resolver la crisis o sobreponerse a ella, convirtiéndose incluso en un elemento de su propagación.

La pandemia ha expuesto de manera inesperada, a través de este mecanismo, un temido espectro: la unidad social que se esconde tras las relaciones mercantiles descentralizadas. ¿Qué significa esto? Que en el debate entre la acumulación económica y el derecho a la vida, y en su particular intensidad, se perfila otra cuestión: el interrogante acerca de qué es una sociedad y cómo se estructuran sus fundamentos y sus modos de regulación. Aquí reside la radicalidad simbólica de la pandemia, con implicancias materiales de extrema influencia, dado que implican una discusión sobre prácticas sociales y regulaciones públicas sobre el accionar colectivo.

 

 

 

Relaciones y derechos

En otros términos, existe un conjunto de relaciones y derechos que se ubican por encima de las dinámicas mercantiles, así como de los actores y las prácticas que en tanto tales las constituyen, debiendo ser subordinados a un bien mayor a proteger: la vida humana en términos colectivos. Esto remite no necesariamente a una cuestión de afectación de las tasas de ganancia o de rendimientos financieros —cuestión no menor, por supuesto— sino al establecimiento de parámetros éticos y horizontes sociales que puedan legitimarse para regular amplios órdenes de la vida comunitaria con el objetivo de la preservación de derechos frente al accionar mercantil. Desde esta perspectiva, la decisión de despedir a cientos o miles de trabajadores por parte de las compañías Techint o Mirgor —por mencionar recientes casos locales— no remite exclusivamente a una ecuación de beneficio, sino también a una imagen de lo social que se verifica en la potestad individual de tal decisión y en la deslegitimación del actor colectivo que sí está capacitado para gestionar la crisis pandémica y asegurar las condiciones de subsistencia a través de mecanismos de transferencia de excedentes: el Estado.

Se trata de una cuestión de primer orden ideológico a la que se dedicaron ingentes recursos y la formación de relevantes intelectuales, desde la temprana publicación de la denominada síntesis neoclásica que John Hicks ensayó, sólo un año después de la publicación de la Teoría General, en 1937, a través de la cual intentó reducir los cáusticos argumentos de Keynes contra el liberalismo a apenas un caso particular dentro de la economía ortodoxa. La reducción de la soberanía política de los sujetos y los Estados a meras relaciones de intercambio y gestión de condiciones de acumulación es una prerrogativa básica del mantenimiento del orden predominante desde el giro neoliberal de mediados de los años '70 del siglo pasado.

Mientras mandatarios de tan disímiles orígenes, como Nayib Bukele, Emannuel Macron y Alberto Fernández ensayan mecanismos de intervención para paliar la embestida del Covid-19 sobre sus poblaciones y el gobernador del Estado de Nueva York, Andrew Cuomo, exige al gobierno federal asistencia urgente, destacados representantes de la economía ortodoxa parecen ajustarse a los cánones que aplicaban sus pares ante la hecatombe económica de 1930: “Laissez faire, laissez passer”. Por ejemplo, John B. Taylor, Subsecretario del Tesoro para Asuntos Internacionales bajo la presidencia de George W. Bush y actual presidente de la Asociación Mont Pelerin —fundada por Friedrich von Hayek y Milton Friedman— desestimaba en un reciente artículo titulado “Hacia una estrategia económica coherente para la Covid-19” la aplicación de incentivos directos a las familias y proponía la ampliación de la oferta crediticia, la promoción de la salud privada, las ventas online de bicicletas fijas de U$D 2.000, la flexibilización de uso de drones para distribución comercial y la eliminación de restricciones de transporte mercante con bandera norteamericana.

 

 

El perro de Pavlov

Sin embargo, ante lo que parece inexorable, los más lúcidos comunicadores o intelectuales del establishment han destacado la capacidad de China o Corea del Sur para contener la situación pandémica, capacidad que deviene fundamentalmente de su sistema de planificación, agregando más elementos para los debates actuales y sus perspectivas. Grandes y otrora agresivos empresarios que hoy desarrollan actividades filantrópicas, como el caso de Bill Gates, destacan la necesidad de salvar vidas irrecuperables frente al crecimiento económico, que puede alcanzarse una vez superada la crisis.

Quizás porque la historia se repite siempre como farsa, resuene en ellos la célebre frase que Tancredi Falconeri pronunciara a su tío el Príncipe de Salina, Fabrizio Corbera, en la novela Il Gatopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, y llevada magistralmente al cine por Luchino Visconti: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”.

La gravedad del escenario pandémico deja traslucir la emergencia de transformaciones regulatorias que estaban apenas sugeridas por la inconclusa resolución de la crisis internacional de 2008 y el incremento de la competencia entre bloques económicos encabezados por Estados Unidos y China. La radicalidad de estas nuevas formas regulatorias dependerá de la extensión de la crisis y de las tensiones intersectoriales a distintos niveles del sistema económico y social. O, puesto en otros términos, en las capacidades colectivas de establecer parámetros de cuidado social y derechos humanos básicos que deben estar más allá de las lógicas de acumulación. Los derechos, como afirma el historicismo jurídico, no son portados por los sujetos independientemente de su historia, sino que son fruto de las luchas por su reconocimiento y establecimiento en los plexos normativos del Estado. En ese mismo movimiento se establecen transformaciones en las relaciones entre mercado y soberanía política colectiva. Entre un homo economicus solitario reducido a capacidades cuantitativas de consumo y gestión de factores, como un perro de Pavlov, o a la intervención activa de sujetos colectivos en la gestión de su tiempo. Esta es quizás la posibilidad que nos da este estado de emergencia.

 

 

 

 

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