La rabia

Dios los cría y las redes los amontonan

Segunda entrega del trabajo del pensador italo-suizo Guliano da Empoli, que El Cohete publicará en tres partes, y que coteja el mundo del siglo XX con las transformaciones producidas en el siglo XXI. Da Empoli cuestiona la visión de las nuevas derechas como una vuelta del fascismo. La primera parte del artículo puede leerse aquí.

 

 

Para comprender la rabia contemporánea, es necesario alejarse de la perspectiva puramente política y entrar en una lógica distinta. La rabia, dicen los psicólogos, es el “efecto narcisista por excelencia”, que surge de un sentimiento de soledad e impotencia y que caracteriza la figura del adolescente, un individuo ansioso que busca en todo momento la aprobación de sus compañeros, siempre temeroso de la idea de su propia inadecuación.

El problema es que hoy, en las redes sociales, todos somos adolescentes enclaustrados en nuestras habitaciones, donde aumenta nuestra frustración debido a la creciente brecha entre la mediocridad de nuestras vidas y todas las posibilidades virtualmente a nuestro alcance.

Y, como un adolescente —dicen los psicólogos—, tenemos altas probabilidades de terminar en dos tipos de sitios web que alimentan aún más nuestra frustración: los sitios pornográficos y los sitios de teorías conspirativas, que ejercen un intenso poder de satisfacción porque ofrecen, al fin y al cabo, una explicación plausible a las dificultades en que nos encontramos. “La culpa es de otros —nos dicen— que no hacen más que manipularnos para lograr sus perversos objetivos. Te revelamos la verdad —prosiguen estos— para que puedas aliarte con otros que, como tú, ¡al fin han abierto los ojos!”

El teórico de la conspiración siempre ofrece un mensaje halagador. Entiende al indignado, conoce su ira y la justifica: no es culpa suya, es de los demás, pero todavía puede redimirse convirtiéndose en un actor de la batalla por la verdadera justicia. Se empieza por las cosas más insignificantes para llegar a las más grandes. En un hermoso libro, Simone Lenzi ha relatado la epidemia de resentimiento y rabia que se ha apoderado de los italianos a partir de un episodio aparentemente insignificante.

Recuerdo que un día había aflorado, en el blog, una discusión sobre los vueltos en metálico. Y especialmente sobre quienes se equivocan cuando devuelven calderilla. Todo el mundo se refería a su propia experiencia: con el estanquero, con el kioskero, con el farmacéutico y con el camarero que se equivoca al darte el cambio. Todos los participantes en la discusión habían sido víctimas de una devolución de dinero errónea; pero, claro, en sentido inverso, nadie había cometido jamás el error de devolver dinero de más. Alguien había tratado de timar dos euros a fulano, diez euros a mengano. Estanqueros, farmacéuticos, camareros, taxistas: todos se habían equivocado deliberadamente para timarlos. Pero, finalmente, había llegado el momento de decir basta. No volverían a aceptar ser estafados. Habían dejado de estar solos, ya no eran átomos perdidos en el universo: se habían convertido en legión.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Jesús. —Mi nombre es Legión, pues somos muchos [1].

La historia de la devolución de dinero es sin duda un ejemplo trivial, pero ilustra bien la dinámica paranoica subyacente a la miríada de conspiraciones que florecen en la web.

Las redes sociales no son, por naturaleza, propensas a la conspiración. Sean Parker y Mark Zuckerberg no están particularmente interesados en la cuestión de la devolución de cambio, ni —supongo— creen que las vacunas causen autismo o que George Soros planeara una invasión de migrantes musulmanes a Europa. No obstante, las conspiraciones funcionan en las redes sociales porque invitan a las emociones intensas, a la indignación, a la rabia. Y estas emociones generan clics y mantienen a los usuarios pegados a la pantalla. Un reciente estudio del Instituto Tecnológico de Massachussetts (MIT) mostraba que una información falsa tiene, en promedio, 70% más de probabilidades de ser compartida en Internet, porque es generalmente más peculiar que una verdadera. Según los investigadores, en las redes sociales, la verdad tarda seis veces más que las fake news en llegar a 1.500 personas. ¡Al fin nos llega la confirmación científica de la frase de Mark Twain de que “una mentira puede dar la vuelta a la Tierra mientras la verdad se está todavía calzando”!

Los nuevos empleados que entran en Facebook aprenden de inmediato que el parámetro crucial para la empresa se llama l6/7 —un índice que mide el porcentaje de usuarios intoxicados hasta tal punto por la plataforma que la utilizan seis días a la semana—. Para aumentar esta cifra, la información fehaciente y la efusividad entre antiguos compañeros de clase no son suficientes.

La mera contemplación de la realidad no ocupa tanto tiempo —escribe Jaron Lanier—. Para mantener a sus usuarios conectados, una red social debe más bien lograr que se enojen, que se sientan inseguros y asustadizos. La situación más favorable es esa en la que los usuarios entran en extrañas espirales de consenso desmedido o, por el contrario, de conflicto con otros usuarios. La situación perdura indefinidamente, y esa es la intención. Las empresas no planifican ni organizan ninguno de estos modelos de uso. En cambio, se alienta a terceros a que se ocupen del trabajo sucio. Como, por ejemplo, los jóvenes macedonios que completan su sueldo mensual publicando noticias falsas envilecidas. O incluso los estadounidenses que quieren ganar algo de dinero extra [2].

Las implicaciones de un modelo de negocio de este tipo, aplicado a un tercio de la humanidad —2.200 millones de personas— que utiliza Facebook al menos una vez al mes, aún deben analizarse en toda su extensión. Pero queda claro que uno de los efectos de la propagación de las redes sociales ha sido elevar estructuralmente el nivel de ira ya presente en nuestra sociedad. Todos los estudios muestran que las redes sociales tienden a exacerbar conflictos, al radicalizar los discursos hasta puntos que, en algunos casos, derivan en un verdadero factor de violencia.

En Birmania, las ONG han denunciado durante años el papel desempeñado por las comunicaciones a través de Facebook en la persecución de la minoría musulmana rohinyá. En 2014, un budista fundamentalista provocó una serie de linchamientos al compartir en la plataforma la información falsa de una violación. Las autoridades se vieron obligadas a bloquear el acceso a Facebook para detener el estallido de violencia. Un estudio de miles de entradas ha perfilado los contornos de una verdadera campaña para deshumanizar a los rohinyás y promover el uso de la violencia contra ellos hasta llegar al genocidio.

En Brasil, varias investigaciones revelaban el papel de YouTube en la propagación del virus del zika. A partir de 2015, mientras las autoridades médicas trataban de distribuir vacunas y larvicidas que matan a los mosquitos responsables de la propagación del virus, los primeros videos con teorías conspirativas aparecían en la red. Algunos revelaban la existencia de una conspiración de las ONG para exterminar a las poblaciones más pobres, mientras que otros atribuían la propagación del virus a las propias vacunas y larvicidas. La popularidad de estos videos había creado un clima de desconfianza que llevó a muchos padres a rechazar procedimientos médicos esenciales para la supervivencia de sus hijos. “Estamos luchando contra el doctor YouTube todos los días y estamos perdiendo”, declaraba un médico a la prensa brasileña.

Guillaume Chaslot, ex-empleado de YouTube, ha explicado con detalle cómo el algoritmo de la plataforma, responsable de 70% de los videos visionados, fue diseñado para encauzar a su audiencia hacia un contenido cada vez más extremo y garantizar así el máximo nivel de afinidad. De este modo, a cualquiera que busque información sobre el sistema solar en YouTube se le ofrecerán videos que sostienen la idea de que la Tierra es plana, mientras que quienes estén interesados en temas de salud serán rápidamente reorientados hacia tesis antivacunas y conspiracionistas. El mismo mecanismo entra de nuevo en juego en el terreno político. En los últimos años, los brasileños han sido testigos de la creciente popularidad de una nueva generación de youtubers de extrema derecha, los cuales han sabido explotar el algoritmo de la plataforma para multiplicar su visibilidad (e ingresos). Es el caso de Nando Moura, un guitarrista aficionado con más de tres millones de suscriptores en un canal de YouTube donde alterna tonadillas, tutoriales de videojuegos y, sobre todo, una extraordinaria variedad de teorías conspirativas. O el de Carlos Jordy, un culturista recubierto de tatuajes que debe su popularidad, y su escaño en el Parlamento, a una serie de videos que denuncian una trama de maestros de izquierda para difundir el comunismo en las escuelas. O incluso el caso del Movimiento Brasil Libre (MBL), una organización fundada con motivo de la campaña a favor de procesar a la ex-Presidenta Dilma Rousseff, que creó una auténtica factoría de producción de videos para YouTube gracias al uso de jóvenes profesionales dedicados a combatir lo que consideraban “la dictadura de la corrección política”. En octubre de 2018, uno de los miembros más activos del movimiento, Kim Kataguiri, se convertía, a los 22 años, en el postulante más joven jamás elegido para el Congreso. Al mismo tiempo, otros cinco candidatos del MBL entraban también en el Parlamento nacional. Estos personajes, acompañados de innumerables figuras de perfil similar, contribuyeron a crear el clima que posibilitó la elección de un ex militar de extrema derecha, muy popular en las redes sociales, a la Presidencia de la República. El video de los partidarios de Jair Bolsonaro reunidos en Brasilia el día de su toma de posesión mientras entonaban al unísono los nombres de Facebook y YouTube dio también la vuelta al mundo.

En Europa se manifestaban las mismas dinámicas. Una investigación de The New York Times documentó la relación entre el uso de Facebook y la violencia contra los refugiados en Alemania. Al examinar los 3.000 casos de agresiones registrados en los últimos dos años, los investigadores descubrieron que el número de incidentes está directamente relacionado con el índice de penetración de Facebook. Cuando el uso de la plataforma está por encima de la media, la frecuencia de los asaltos también aumenta, con una relación directa que se reproduce en todos los ámbitos, desde la aldea rural a la gran ciudad. De la sobreexcitación digital a la ascensión política no hay más que un paso, algo que el partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AFD, por sus siglas en alemán) se ha ocupado de explorar en los últimos años. No es casual que algunos observadores lo hayan apodado “el principal grupo de Facebook” de Alemania. “El funcionamiento de AFD —afirma Martin Fuchs [3]— gira en torno de Facebook, realidad que lo aparta fundamentalmente de los otros actores políticos”.

En Cataluña, el movimiento independentista nunca habría podido desarrollarse como lo ha hecho en los últimos años sin la infraestructura digital que le ha permitido, por un lado, construir un espacio de información alternativo, dentro del cual los argumentos populistas del nuevo nacionalismo catalán fueron capaces de echar raíces; y, por el otro, armar una auténtica organización clandestina, capaz de garantizar la realización de un referéndum en desafío a las prohibiciones oficiales. En este respecto, los activistas catalanes pudieron beneficiarse del consejo de un ingeniero del caos excepcional, el fundador de WikiLeaks, Julian Assange. Este último no se limitó a convertirse en uno de los principales apoyos internacionales de los independentistas, mientras componía tuits que tildaban al Estado español de “república bananera”, sino que también enseñó a los militantes catalanistas a anular la vigilancia de las fuerzas del orden gracias al uso de servicios de mensajería encriptados. El día del referéndum, cada mesa electoral clandestina había sido equipada con su propio grupo de WhatsApp para informar a los votantes sobre los procedimientos para participar en la consulta y, a medida que las fuerzas del orden lograban infiltrarse en estos grupos, las comunicaciones se desplazaban a otras aplicaciones de mensajería más seguras, como Signal y Telegram.

En Francia, el movimiento de los “chalecos amarillos” (gilets jaunes) se nutrió desde el inicio de dos ingredientes: la rabia de ciertos círculos de las clases populares y el algoritmo de Facebook, desde los primeros grupos indignados que empezaron a aparecer en la plataforma a principios de 2018, hasta peticiones en línea contra el precio de los carburantes que obtuvieron millones de apoyos, pasando por grupos tales como La France en Colère!!! (Francia indignada) convertidos en los órganos de información y lugares de coordinación de la protesta. En ausencia de una organización formal, los creadores de las páginas de Facebook más seguidas se transformaron al instante en los líderes del movimiento, recibidos por las autoridades y cortejados por los medios de comunicación. La idea misma del uso del chaleco de seguridad como signo de identidad había surgido, por cierto, de un video publicado en Facebook por un joven mecánico, Ghislain Coutard, que fue visto más de cinco millones de veces en cuestión de pocos días. De nuevo, lo que llama la atención es la rapidez del fenómeno: el video había aparecido en línea el 24 de octubre y, tres semanas después, el 17 de noviembre, 300.000 “chalecos amarillos” se movilizaban en todo el territorio francés, en una protesta autogestionada que causó una muerte y 585 heridos.

Una vez más, Facebook había funcionado como un multiplicador formidable, al absorber los ingredientes más dispares para alimentar una epidemia de ira que se contagió desde la dimensión virtual a la realidad. En el germen de la protesta estaban las quejas legítimas de los contestatarios que se oponían al aumento de los impuestos sobre el carburante y a medidas análogas del gobierno. Pero, desde el primer día, el algoritmo desenfrenado de la red social californiana combinó estos temas con llamadas a la revuelta de la extrema derecha y la extrema izquierda, noticias falsas y teorías conspirativas procedentes de una amplia variedad de fuentes. Circularon, asimismo, una carta falsa del Presidente de la República en la que se invitaba a las fuerzas de la ley y el orden a utilizar toda la fuerza contra los manifestantes, los detalles de un complot masónico para subyugar a Francia y el análisis de un supuesto constitucionalista que explicaba que la elección de Emmanuel Macron había sido ilegítima. También se compartió ampliamente otra tesis: que el Pacto Mundial sobre Migración promovido por la Organización de las Naciones Unidas [4](ONU) sería de hecho una conspiración para someter a la clase media blanca. Según esta teoría, Macron habría “vendido Francia” al firmar el pacto en Marrakech poco tiempo antes de dimitir. Para hacerse una idea de la naturaleza del cóctel explosivo que avivó la furia de los manifestantes, bastaba con echar un vistazo durante los días de protesta a la página de Facebook La France en colère!!!, principal lugar de coordinación del movimiento con decenas de millones de clics en su haber. Los argumentos más sensatos y testimonios reales de “chalecos amarillos” con dificultades se alternaban continuamente con ataques contra los diputados excesivamente remunerados y los medios de comunicación supeditados al poder establecido, pasando por noticias falsas de procedencia rusa e invitaciones a asaltar el Palacio del Elíseo.

En su plasticidad, capaz de combinar todo y, sobre todo, lo contrario de todo, el movimiento de los “chalecos amarillos” ha demostrado por enésima vez que la rabia contemporánea no nace solo de causas objetivas, ya sean de naturaleza económica o social. Esta rabia también nace del reencuentro entre dos grandes tendencias ya mencionadas. En materia de oferta política, el debilitamiento de las organizaciones que canalizan tradicionalmente la rabia popular, los “bancos de la ira” de Sloterdijk: la Iglesia y los partidos de masas. Y, en términos de demanda, la irrupción de nuevos medios que parecen creados a medida —en realidad, lo son— para exacerbar las pasiones más extremas, los “fight clubs de los cobardes” [5], tal y como los define Marylin Maeso [6]. El auténtico talento de los ingenieros del caos reside en su capacidad de posicionarse en el vértice de esta intersección. Uno de ellos, el gran asesor de Viktor Orbán, Arthur Finkelstein, describía la situación en los siguientes términos ya en la primavera de 2011:

"Viajo mucho por todo el mundo y observo una gran cantidad de rabia por todas partes. En Hungría, Jobbik [Movimiento por una Hungría Mejor] ganó 17% de los votos con el mensaje 'es culpa de los romaníes'. Lo mismo está ocurriendo en Francia, Suecia, Finlandia. En Estados Unidos, la rabia se centra en los mexicanos, en los musulmanes. Hay un grito al unísono: nos quitan nuestro trabajo, cambian nuestra forma de vida. Todo esto producirá una demanda de gobiernos más firmes y hombres más fuertes, que 'detengan a esa gente', sea cual sea 'esa gente'. Hablarán de la economía, pero el corazón de su asunto es muy distinto: es la rabia. Es una gran fuente de energía que se está acumulando por todas partes" [7].

 

 

[1] S. Lenzi: In esilio, Rizzoli, Milán, 2018.
[2] J. Lanier: Dawn of the New Everything: Encounters with Reality and Virtual Reality, Henry Holt and Co., Nueva York, 2017.
[3] Bloguero y comentarista político con gran difusión en el mundo germanoparlante.
[4] La conferencia intergubernamental para adoptar el Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular se llevó a cabo —a petición de la Asamblea General de la ONU— en Marrakech, Marruecos, el 10 y 11 de diciembre de 2018. Se trata del inicio de las negociaciones formales y no de la firma de un pacto vinculante de ningún tipo.
[5] Alusión a Fight Club [El club de la pelea], filme de 1999 dirigido por David Fincher y protagonizado por Brad Pitt, Edward Norton y Helena Bonham Carter, adaptación de la novela homónima de Chuck Palahniuk (1996).
[6] M. Maeso: Les conspirateurs du silence, L’Observatoire, París, 2018.
[7] Conferencia en el Instituto Cevro, Praga, 16/5/2011.

 

*Giuliano da Empoli es un escritor italiano, dirige el think tank Volta. Fue vicealcalde de Cultura de Florencia y asesor político del Primer Ministro italiano Matteo Renzi. Es autor de El mago del Kremlin (Seix Barral, Barcelona, 2023). Reside en París.
**Este artículo es un fragmento del libro Los ingenieros del caos (Oberon, Madrid, 2020).

 

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