La quimera de las derechas humanas

Juntos por el Cambio alineado a favor de la represión

 

 

En septiembre de 1979 llegó a la Argentina una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), órgano consultivo de la Organización de los Estados Americanos (OEA). Su propósito era constatar las denuncias referidas a secuestros, desapariciones forzadas y asesinatos clandestinos llevados a cabo por la dictadura cívico-eclesiástica-militar. El miedo y los negocios compartidos con los accionistas de los grandes medios habían logrado mantener al terrorismo de Estado en las sombras de las primeras planas.

Las noticias que llegaban desde el exterior eran presentadas desde el oficialismo como el resultado de una temible “campaña anti-argentina”, un colectivo de bordes laxos que podía incluir tanto a los integrantes de Montoneros exiliados como al titular del Partido Socialista francés François Mitterrand o incluso a Olof Palme, líder del Partido Socialdemócrata Sueco. Ya en 1977, el dictador Jorge Rafael Videla había declarado: “Es evidente y somos conscientes que se ha generado una imagen exterior de la Argentina que nos es desfavorable, es una realidad (...). Se ha montado una campaña internacional que tiende, mediante la exageración de los hechos, a aislar a la Argentina del resto del mundo”.

El general Carlos Caro, presidente del Círculo Militar, fue un poco más explícito al considerar que quienes denunciaban las desapariciones forzadas buscaban, en realidad, “dominar Occidente, bajo la esclavitud bolchevique”. Una declaración peculiar si tenemos en cuenta —como escribió Mario Rapoport, economista y especialista en relaciones internacionales— que la dictadura hizo de la Unión Soviética “el principal mercado de los productos agrícolas argentinos” y se negó “a participar en el embargo cerealero que Estados Unidos estableció contra Moscú por la invasión a Afganistán”.

En una nota publicada el 20 de abril de 1980 bajo el título “Enérgico rechazo del informe de la CIDH”, La Nación consideró la visita de la Comisión como “una intromisión en los asuntos internos del Estado”. Unos días después, el 22 de abril, Clarín criticó en el editorial “Los derechos humanos y la OEA” la falta de comprensión de la coyuntura por parte de la CIDH: “Los miembros de la OEA que visitaron Buenos Aires no lograron, por lo visto, comprender la necesidad de autodefensa”. La amable revista Para Ti publicó una de sus famosas encuestas, en la que una supuesta lectora se preguntaba en relación con la CIDH: “¿Por qué no investigan a los países comunistas?”

El oficialismo lanzó una recordada campaña publicitaria afirmando que “los argentinos somos derechos y humanos”, un slogan repetido por los medios e incluso repartido masivamente en forma de calcomanía para revertir aquella injusta “campaña anti-argentina”.

La misión de la CIDH fue posible por un conjunto de factores, desde las presiones del gobierno del demócrata Jimmy Carter, hasta la acción conjunta emprendida por las distintas organizaciones de exiliados argentinos en el exterior junto a organismos de derechos humanos. El informe final de la visita fue publicado en 1980, pero en la Argentina, el texto completo sólo se conoció públicamente en 1984, ya en democracia.

Como sostuvo el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), “la solidez de las pruebas acercadas por los familiares le permitieron (a la CIDH) demostrar la centralidad de la desaparición forzada en el funcionamiento represivo de la dictadura, las torturas, los enterramientos clandestinos, las apropiaciones de niños y las detenciones arbitrarias”.

La reacción del canciller, el brigadier Carlos W. Pastor, fue representativa del estado de ánimo de la dictadura en su conjunto: “No aceptaremos jamás que venga ninguna otra comisión a investigar nada, porque nada tienen que investigar aquí”.

Hace apenas unos días, la CIDH declaró observar “con preocupación las acciones que se llevan a cabo para disolver a las protestas en la provincia de Jujuy en Argentina, una de las provincias con mayor población indígena auto reconocida”. Y agregó: “La CIDH llama al Estado a respetar el derecho a la libertad de expresión, los estándares interamericanos del uso de la fuerza, y a llevar a cabo un proceso de diálogo efectivo, inclusivo e intercultural, en que se respete los derechos sindicales y de los pueblos originarios”.

La reacción de la plana mayor de Juntos por el Cambio fue respaldar a Gerardo Morales, el Visir de la Puna, quien luego fue ungido como compañero de fórmula presidencial por Horacio Rodríguez Larreta.

En una conferencia de prensa asombrosa, aun para el estándar generoso de Juntos por el Cambio, las palomas imaginarias estuvieron codo a codo con los orcos reales, como José Luis Espert, quien, para solucionar la crisis jujeña, propuso “cárcel o bala”. A su lado, el mesurado Martín Lousteau saludó “la consagración del derecho a manifestarse” conseguida en Jujuy con balazos de goma y gases lacrimógenos, mientras Patricia Bullrich —la ex ministra Pum Pum y actual precandidata presidencial— fue casi tan contundente como el brigadier Carlos W. Pastor: “La CIDH siempre actúa en la Argentina en contra de los derechos humanos”.

El ex senador Pichetto afirmó por su lado que en Jujuy “ha habido un acto insurreccional” y, con el detector de nacionalidad en mano, denunció “el ingreso de ciudadanos bolivianos”.  No consideró, sin embargo, que esos infiltrados busquen “dominar Occidente, bajo la esclavitud bolchevique”. Un olvido, tal vez.

Los auto-percibidos herederos de Raúl Alfonsín y del juicio a las Juntas Militares no se sintieron incómodos por el accionar de grupos de tareas de la policía del Visir, que allanaron domicilios sin orden judicial, se pasearon con impunidad en vehículos sin identificación y reprimieron brutalmente marchas pacíficas. Con fino humo radical, la vicepresidenta de la UCR escribió en su cuenta de Twitter "Somos la vida", uno de los eslóganes de la campaña alfonsinista de 1983. La defensa de los derechos humanos siempre se conjuga en pasado.

Como ocurrió con el gobierno de Mauricio Macri luego de las elecciones de medio término del 2017, el Visir de la Puna tomó la victoria electoral de su delfín como un cheque en blanco. Siguió la lógica aplicada en Jujuy después de su propia victoria en 2015, cuando entre gallos y medianoches, amplió el Superior Tribunal de Justicia con diputados amigos que votaron sin chistar y ordenó la detención de Milagro Sala, su principal opositora, por “incitación al acampe”. Una detención que su amigo, el radical Ernesto Sanz, consideró irregular, pero necesaria desde el punto de vista de la “realpolitik”, es decir, para garantizar la gobernabilidad.

 

 

 

Si algo nos dejó en claro la violencia sistemática del Estado durante el gobierno de Mauricio Macri, en alianza con el radicalismo, y este nuevo alineamiento frente a la represión en Jujuy es que la posibilidad de una opción política de “centro”, antiperonista y progresista, es una quimera. Nuestra derecha vuelve a transitar una obsesión tenaz: el desprecio hacia cualquier forma de resistencia popular. Con honestidad brutal, nos explica que los orcos se comieron a los halcones que se morfaron a las palomas.

 

 

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