La próxima oleada
La incertidumbre política no pasa por Milei, sino por el rol de las fuerzas progresistas
El 18 de octubre de 2019 estalló en Chile la mayor protesta social desde el retorno a la democracia en 1990. La misma se inició en Santiago, pero rápidamente se diseminó por los principales centros urbanos del país. Si bien el detonante fue el aumento de la tarifa del transporte público en la Región Metropolitana y el rechazo a pagarlo por parte de los estudiantes secundarios, que llamaron a la evasión masiva, pronto se sumaron otros reclamos. “No son 30 pesos, son 30 años” repetían los manifestantes, en referencia al aumento de la tarifa del transporte y a los 30 años transcurridos desde el final de la dictadura de Augusto Pinochet. Los reclamos hacían referencia al sistema privado de jubilaciones (AFP), al deficiente sistema de salud y educación públicas y, de forma genérica, a la inequidad crónica de un modelo heredado de Pinochet, sin grandes cambios estructurales.
El gobierno de Sebastián Piñera, desbordado por la masividad de un reclamo que nunca tuvo en el radar, sólo atinó a reprimirlo violentamente con las fuerzas de seguridad. Tres días después de iniciados los disturbios y ya con una decena de muertos, el Presidente declaró: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite”.
Apenas dos semanas más tarde, y luego de que más de un millón de personas saliera a la calle en apoyo a los reclamos y en repudio a la represión, Piñera cambió el discurso bélico por un llamado al diálogo: “Estamos dispuestos a conversarlo todo, incluyendo una reforma a la Constitución”.
Dos años después, el 4 de julio del 2021, 155 convencionales eligieron como presidenta de la Convención Constitucional a Elisa Loncón, académica y activista mapuche, en un gesto cargado de simbolismo. Su tarea consistía en acordar una nueva Carta Magna que sería luego refrendada por la ciudadanía a través de un plebiscito.
La contundente victoria del candidato de centro izquierda Gabriel Boric sobre su rival de extrema derecha José Antonio Kast en las elecciones presidenciales de diciembre de ese año consolidó la idea de una nueva oleada progresista.
Sin embargo, el oficialismo no logró imponer el proyecto de una nueva Constitución presentada como progresista y destinada a reemplazar la de Pinochet, lo que dio lugar a la elección de nuevos consejeros constitucionales. El Partido Republicano de Kast fue el ganador de esa elección, lo que constituyó no sólo una derrota para Boric sino también para las reivindicaciones que tiñeron la revuelta del 2019. El nuevo proyecto de Constitución, aún menos progresista que la vigente, deberá ser validado este domingo por los ciudadanos chilenos, que deberán elegir entre el legado de Pinochet o la propuesta de Kast. Un triste final para los sueños generados a partir del estallido social del 2019 y la primera Convención Constitucional presidida por una activista mapuche.
Muchas son las razones que explican el fracaso de la centro-izquierda chilena a la hora de capitalizar el descontento ciudadano, pero sin duda el gobierno de Boric se encuentra en primera línea. Más preocupado por el equilibrio de las cuentas públicas que por corregir la enorme inequidad chilena, combatir la pobreza o reformar un sistema tributario injusto, el oficialismo no conforma a propios sin por ello dejar de enfurecer a extraños.
Algo similar ocurrió en la Argentina. El gobierno de Alberto Fernández no supo capitalizar el descontento popular generado por las políticas de Mauricio Macri, ni pudo consolidar la enorme legitimidad de la victoria del Frente de Todos en primera vuelta en 2019. El “volver mejores” se tradujo en propuestas unilaterales de diálogo, en candorosos anuncios sobre el final del “periodismo de guerra”, en la creación de instancias de reflexión y de amplias mesas para debatir acuerdos imaginarios destinados a evitar el rechazo de cualquier factor de poder. Esa propensión al consenso antes que a la acción –presentada como un cambio virtuoso frente a la supuesta confrontación kirchnerista– logró desincentivar a los propios sin conseguir seducir a los extraños.
Pese a la prudencia de Fernández, la oposición de Juntos por el Cambio siguió su derrotero hacia la extrema derecha y lo trató tanto de marioneta de CFK como de dictador, sin ruborizarse ante la contradicción. La condena judicial extravagante a la Vicepresidenta y el intento de magnicidio no son ajenos a la deriva extremista opositora y, de algún modo, prefiguraron el fenómeno de Javier Milei y su motosierra. Así como el éxito de Kast no se explica sin el gobierno de Boric; sin el gobierno de Fernández no se entendería la victoria de Milei.
Álvaro García Linera, ex Vicepresidente de Evo Morales en Bolivia, afirma que los ciclos políticos son cada vez más cortos. La hegemonía de la convertibilidad duró diez años, entre Carlos Menem y Fernando De la Rúa; la de los gobiernos kirchneristas un poco más: doce. Mauricio Macri, en cambio, perdió su reelección en primera vuelta y Alberto Fernández ni siquiera se presentó a esa instancia. Para García Linera, los gobiernos progresistas de la región “están obligados a asumir retos más audaces (...) El tiempo que estamos viviendo es un momento liminar. Por una parte, se han manifestado un conjunto de límites, de contradicciones, de desgarramientos del orden mundial planetario vigente. Pero a la vez no se han abierto, con ímpetu radiante, opciones, alternativas, a esto que viene ya agotándose”. Frente a la crisis política actual, reflexiona: “Nosotros propusimos el concepto de oleadas (...) Van y vienen, vuelven a ir y a venir. La primera oleada tuvo el mayor momento de irradiación entre 2005 y 2006, hasta el año 2014: el continente avanzó mucho, sacamos a 70 millones de latinoamericanos de la pobreza. Y luego hubo una contraoleada, un regreso de las fuerzas conservadoras (...) Pero ese regreso de las fuerzas conservadoras, más endurecidas, más reaccionarias –el caso de Bolivia es el ejemplo paradigmático de este endurecimiento ‘fascistoide’ del neoliberalismo– duró poco”.
La oleada de Milei no parece contradecir la teoría de los ciclos cortos de García Linera ni tampoco la del endurecimiento “fascistoide” del neoliberalismo. La violencia política explícita, las contradicciones manifiestas entre integrantes del gobierno y un nuevo plan ortodoxo de ajuste sobre el ingreso de las mayorías para combatir la inflación con recesión –que acaba de ser aplaudido por Fondo Monetario Internacional– no apuntan al largo plazo. No hace falta ser vidente para imaginar que sólo empeorará la crisis recibida: alcanza con recordar qué pasó en nuestro país cada vez que tuvimos la desgracia de padecer programas de este tenor.
En ese sentido, la incertidumbre política no está dada por la oleada de Milei, cuyas cartas son claras, sino por el rol que cumplirán las fuerzas progresistas, que en nuestro país forman parte del peronismo. ¿Asumirán “retos más audaces” para ofrecer alternativas diferentes o intentarán, otra vez, no confrontar con los factores de poder y pedir con candor lo que sólo se obtiene con el ejercicio pleno e impaciente del poder? De la resolución exitosa de ese dilema dependerá el bienestar de las mayorías en los próximos años.
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