La pobreza hace perder soberanía

¿Por qué hay sistemas para cubrir la vejez, la enfermedad y la desigualdad pero no la pobreza?

 

Entre 1880 y 1885 se desarrollaron en Alemania los llamados seguros sociales, que consistían en fondos gestionados por el Estado o por los gremios y, en algunos casos, en forma tripartita por el Estado, gremios y empresarios. La forma de administración fue heterodoxa: los recursos podían provenir de aportes del Estado o de los trabajadores exclusivamente, pero en la mayoría de los casos surgían de los trabajadores y de la contribución de los empleadores. Incluso hubo sistemas basados en la caridad pública. Pero en todos los casos el objetivo era el mismo: reemplazar el salario de un trabajador cuando alguna circunstancia le impedía ganárselo por sí mismo, ya sea por enfermedad, accidente, vejez o muerte. En este último caso, se percibía como una pensión derivada del beneficio del trabajador. En pocas palabras, era un sistema que cubría exclusivamente a los trabajadores formales adheridos al sistema, mientras el resto de la población no tenía ningún tipo de protección.

Nuestro país, contemporáneamente con el nacimiento de los seguros sociales, dictó algunas normas en ese sentido, entre ellas la ley 1.420 de educación laica, libre, gratuita y obligatoria, que incorporó un sistema muy básico para dar cobertura a los preceptores escolares. Los seguros sociales cobran protagonismo en la historia de la seguridad social argentina a partir de 1904 con el nacimiento de la caja para los trabajadores civiles del Estado. Luego de ese hecho, pulularon a lo largo y ancho de la república todo tipo de cajas jubilatorias que, operando bajo un esquema de seguro social, orientaron su cobertura a los trabajadores formales y en relación de dependencia bajo su órbita. Esta característica de “seguro” impregnó culturalmente el sistema de seguridad social, y aún perdura esta concepción de que los “únicos” con derecho son los que aportaron, mientras que el resto que accede a una prestación de la seguridad social representa “un dispendio intolerable de recursos”.

En 1942 el economista ingles Sir Willam Beveridge proporcionó una vuelta de tuerca al esquema instituido al incorporar la visión de una seguridad social universal, donde el derecho a la cobertura o a las prestaciones no está asociado a la condición laboral de una persona sino a su condición de ciudadano, y para cubrir la nueva necesidad de recursos aparece un actor de máxima trascendencia: el Estado. Conviene recordar que Sir Beveridge es considerado la pata social del pensamiento económico keynesiano. A partir de ese momento y consumada la Segunda Guerra, la mayoría de los países que actualmente consideramos “el mundo desarrollado” implementó este esquema de cobertura social para sus habitantes. Gran Bretaña aplicó y sigue aplicando el sistema Beveridge no sólo en las prestaciones de índole económica, sino también en los servicios de salud.

 

William Beveridge, la pata social del keynesianismo.

 

Este cambio de paradigma en la concepción del sistema de seguridad social fue lo que motorizó la recuperación y el crecimiento vertiginoso de Europa de posguerra, aunque lamentablemente en nuestro país aún no fue comprendido y adecuadamente sopesado.

Es probable que el origen de esta incomprensión y, por ende, la falta de aplicación concreta de un sistema que el mundo desarrollado aplicó, obedezca a la mezquindad de la oligarquía nacional, al egoísmo de los sectores del capital y a la presión desaforada de los medios concentrados de comunicación, que cercenan cualquier debate sobre este tema. No les importa que los principios de la seguridad social universal de Beveridge hayan quedado plasmados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en infinidad de convenciones dictadas en consecuencia, de las que nuestro país es parte.

En este punto me gustaría reflexionar sobre un comentario que a diario se escucha en los medios de comunicación, en los bares, en la calle, y que forma parte de cualquier conversación: los argentinos estamos mal, es cierto, pero no es menos cierto es que no todos estamos mal, es más, quien más se queja por lo general es quien mejor está. Claro está que algunos habremos perdido algún privilegio del que gozábamos, pero los que están verdaderamente mal son siempre los mismos: los pobres. Curiosamente esos pobres son el justificativo ideal para defender derechos corporativos, donde quizás el mejor ejemplo sea el agro, que ha ganado más plata de la imaginable este año pero vive amenazando con las más cruentas reacciones si alguien les toca un peso, y se indignan efusivamente con los “planeros” que cobran unos pocos pesos al mes. En consecuencia, los que están mal, verdaderamente mal, son los pobres y aquellos nuevos pobres que dejaron primero el macrismo y luego la pandemia. Los pobres son el pretexto para reclamar beneficios extraordinarios y luego les pagan con estigmatización y olvido.

La definición clásica indica que “la seguridad social es el conjunto de recursos de distinta naturaleza organizados y sistematizados por el Estado, tendientes a satisfacer las necesidades esenciales generadas a las personas que conviven en una sociedad en función de una serie de contingencias sociales que las afectan, creadas por la desigualdad, la pobreza, la enfermedad y la vejez”. Es decir, el objetivo central de la seguridad social es “satisfacer las necesidades esenciales generadas en las personas”, y las causas que producen esas necesidades básicas son la desigualdad, la pobreza, la enfermedad y la vejez. La vejez está cubierta por el régimen de jubilaciones y pensiones, la enfermedad por el sistema de salud y la desigualdad por el régimen de pensiones no contributivas y distintas medidas de inclusión desarrolladas por el Estado.

Entonces surge con toda su crueldad una pregunta: ¿quién se hace cargo de la pobreza? ¿Qué Ministerio? ¿Qué programa? ¿Quién? Sencillamente nadie y todos, nadie en forma específica y todas las esferas del gobierno en lo que pueden con sus presupuestos, y lo mismo pasa con las gobernaciones y municipios. Y ya sabemos que, cuando todos se ocupan, en verdad nadie se ocupa, porque ninguno es responsable. Lo que ocurre es que los pobres, aunque son mayoría, no tienen un ministerio y ni siquiera una coordinación estratégica. Para ocuparse de ellos no hay técnicos, ni maestrías ni nada que se les parezca. Es decir, no sólo son pobres en términos económicos sino que son parias funcionales de los gobiernos.

Ahora bien, si nuestro país ha suscrito cuanta convención existe en materia de seguridad social, si la Declaración Universal de los Derechos Humanos declara que la seguridad social es un derecho humano, si uno de los objetos de la seguridad es revertir la pobreza y esta representa el único de los objetos cuya eliminación el Estado nunca reguló, ¿alguien puede pensar que esto es una distracción inocente? Creo que no, en principio porque allí entran en juego tantos factores de poder que lastima el solo hecho de nombrarlos:

  • Los primeros de la lista son siempre los organismos internacionales, en particular el FMI y el Banco Mundial, ya que uno de los modos de dominación es justamente empobrecer a los pueblos periféricos. Cabría hacer un ejercicio de imaginación y tratar de identificar lo que sucedería si se incorporara al mercado de consumo a la mitad de los compatriotas que hoy no acceden al mismo. ¿Habría que pedir a los inversores y empresarios, internos y externos, que inviertan en el país? Me parece que no, por el contrario deberíamos generar algún tipo de control para que no se choquen al querer entrar al país e invertir en más de un rubro. Cualquier empresario quieren invertir donde vende, y vende donde hay mercado, y hay mercado cuando la población tiene capacidad de consumo. Es decir, si la gente posee dinero el que resuelve quién entra y quién sale de los negocios del país es el gobierno, libremente y sin condicionamientos, en base a una política económica y de desarrollo definida. Si, por el contrario, un país padece necesidades básicas y no tiene recursos para proveer la satisfacción de las mismas a su población, acepta cualquier condicionamiento de los dueños del capital y ese es el modo de dominación. La pobreza hace perder soberanía.
  • Los organismos periféricos de ayuda social. Para nombrar sólo los dos más populares, la Cruz Roja o la UNICEF. ¿Qué tendrían que hacer en un país sin pobres? ¿Podrían encarar esas impactantes campañas de recaudación de fondos? Lo mismo ocurre con otros organismos, menos conocidos por cierto pero que comparten un accionar basado en  proverbios chinos tales como “regala un pescado a un hombre y le darás alimentos para un día, enséñale a pescar y lo alimentaras para el resto de su vida”, cosa que en realidad nunca encaran seriamente porque eso atenta contra su propia existencia como organización, además de finiquitar un interesante negocio cuyo materia prima fundamental es la pobreza.
  • La oligarquía nacional y racista, que no quiere ni imaginar la posibilidad de sentarse en un restaurante al lado de un pobre. Como testigo brutal de esta afrenta inaceptable quedaron grabadas las palabras de Robustiano Patrón Costa cuando dijo: “Lo que nunca le voy a perdonar a Perón es que durante su gobierno y, luego también, el negrito que venía a pelear por su salario se atreviera a mirarnos a los ojos. ¡Ya no pedía! ¡Discutía!”
  • Los empresarios que lucran con la pobreza mediante salarios de hambre o condiciones laborales inhumanas, o los contratan de manera informal, o los esclavizan en talleres clandestinos. Los que lucran con la trata de blancas y la prostitución. Los que se benefician del trabajo infantil. Los que reciclan lo que los “cartoneros” recogen por unos magros centavos y unos cuantos etcéteras más.
  • Hasta las entidades caritativas que verían que su trabajo ya no serviría más.
  • Los medios concentrados de comunicación, que defienden los intereses de los mezquinos, de los poderosos y no se avergüenzan de ser el “brazo armado” de la impiedad.

En definitiva, las presiones externas e internas han sido y siguen siendo los factores de poder que no han permitido que países como el nuestro se desarrollen armónicamente, con una justa distribución de la riqueza. Tampoco los gobiernos populares han logrado construir una estrategia que tienda a la erradicación de este flagelo. Sólo se han implementado, con mayor o menor énfasis, políticas de índole paliativa.

La pobreza ha alcanzado niveles de tal envergadura que se hace imprescindible librar una batalla frontal contra ella, no sólo por un imperativo ético y moral sino porque en ello está inmerso el verdadero sentido de defender a la Patria. No hay Patria sin soberanía, y no hay soberanía en un país en el que la mitad de su población tiene vulnerada su voluntad producto de los padecimientos que acarrea la pobreza. Y, sobre todo, no hay futuro en un país social, y económicamente, desigual.

Cuando en los pocos ámbitos donde se discuten estos temas y tengo oportunidad de participar, planteo la necesidad imperiosa de distribuir dinero físico a quienes padecen necesidades básicas insatisfechas, siempre encuentro alguien que se indigna y plantea que es una irresponsabilidad. Entonces le pido que me diga qué país occidental se desarrolló sin distribuir dinero entre los pobres, reclamo un solo ejemplo. La respuesta es siempre la misma: primero el silencio y luego reiterar la indignación. Ello ocurre siempre que alguien contesta con prejuicios en vez de un análisis racional. Invito a quien acepte el desafío a que responda la misma pregunta: ¿qué país del mundo occidental se desarrolló adecuadamente sin repartir dinero entre los pobres?

Si la Argentina lograra organizar las distintas estrategias de ataque a la pobreza juntando los recursos del Estado nacional, provincial y municipal, organizando las ONG y el inmenso voluntariado que existe, en especial en los sectores urbanos, podríamos dar un gran paso en el objetivo de erradicar la pobreza. Si a ello le agregamos organizar la infinidad de subsidios directos o encubiertos, el potencial sería mayor aún. Y si rompemos con los privilegios impositivos del capital, estaríamos en condiciones de erradicar la pobreza y construir una Argentina solidaria, equitativa y sobre todo feliz, en un tiempo no muy lejano.

 

 

 

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