La parte maldita
Retrato de una familia empantanada, de un país y de una época
I.
La definición pedestre dice que en el Conurbano viven quienes no son porteños ni provincianos; la mítica, que acá “tirás la bomba atómica y rebota” [1]. Réplica del lomo curtido de sus habitantes, esta tierra es, además, callo endurecido y símbolo de ese país que no fue del que solo quedaron ruinas.
Al igual que Sarmiento a la sombra del Facundo, habrá que preguntarle a ella misma para entender “la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas” del país vuelto Conurbano. Hace las veces de pregunta Algo viejo, algo nuevo y algo prestado, de Hernán Rosselli, retrato de una familia empantanada en la quiniela clandestina y en el destino de quienes, como los países, se suicidan.
En el rubro, y en los problemas que conlleva la transa con el intendente y la paga del “canon” al comisario que deja hacer, los metió el padre de la familia, que heredó el negocio cuando murió “el chino”, para quien trabajaba. La labor de estos buenos muchachos de Temperley, Turdera y Llavallol, que cuidan con celo de hampones profesionales y advertencias claras a quien levante quiniela en su perímetro, conlleva pagarle al que tuvo la suerte de soñar con un número ganador, pero también obliga a apretar a los deudores, que no siempre están dispuestos a pagar.
El negocio gozó de prosperidad visible en viajes familiares, en la primera video-casetera del barrio y el cambio de colegio, de público a privado, de Maribel, la hija que cuenta esta historia. Todo iba fenómeno hasta que un día mamá contó que tomaba Valium y Alplax. “Decía que no estaba triste, que estaba preocupada”, cuenta la hija, que como es de esperar se preocupó, empezó a atar cabos y hacer preguntas.
El recuerdo siempre es en off. Nunca es otro el que recuerda, sino un yo que vuelve a lo que, cree, imagina o le contaron, pasó. El filme trae recuerdos, como el del casamiento de los padres, de donde sale el título; los trae en registros en VHS, cámara de vigilancia y scaner de aeropuerto; en pregones del tren Roca, avisos en altoparlante de avioneta y promo televisiva de la quiniela.
Toda composición del pasado es un rompecabezas hecho de registros y modos de ver de otras épocas (¿recordaremos en modo selfie alguna vez?). El cine naturalista o cualquier serie de plataformas aplanan ese choque de planetas que se da sin ton ni son en la memoria. Por el contrario, este film, vaivén entre documental y ficción como el recuerdo, retrata esa composición de lugar con una autenticidad única.
En Papirosen (2011), Solnicki mostró que una familia judía es distinta e igual a cualquier otra. Rosselli hace lo propio con una del Conurbano, singular, aunque descangayada como cualquiera. Muere papá, algo que pasa en toda familia, y vos querés saber: ¿Campeón o malandra? Querés saber. Sos antena busca-veredicto. Lleva una vida darte cuenta de que el quía fue, con suerte, las dos cosas.
Hugo se hacía querer, lo respetaban en la zona porque no se metía en la merca, aunque no era un santo, se entera la hija. Hay rastros del que cuidaba a los suyos, pero también del que podía haber terminado en cana. Pista-maladra, pista-campeón. A la huella, a la huella. Con morbo, Maribel pregunta de más: “¿No hubo un problema con este tipo, una mina y mi vieja?”. Toca la parte maldita y un empleado, que es también familia, la frena: “Eso preguntáselo a tu mamá”.
Mamá es sabia. No asienta de grupo lo importante, los números que cantan por teléfono los clientes. Escamotea pistas, sostiene a papá-campeón, que a su vez, los sostiene, pero también arrastra. Maribel, de tanto involucrarse en el negocio familiar, termina siendo su heredera. Maribel somos todos buscando el muerto en el placard de papá.
II.
Además de retrato familiar, Algo viejo, algo nuevo y algo prestado, es pintura de un país y de una época.
Azor (2021) mostraba que el lucro en mesas de dinero y la fuga a cuevas en el extranjero de los salvados, con plata y vida sacrificada de los hundidos, se inició en el ‘76. Desde los ‘90 se profundiza la timba financiera y el Conurbano, rejunte migratorio de capas geológicas de expertos en el rebusque y la supervivencia, se llenó de bingos que, en un cambio de imaginarios trágico, ocuparon el lugar muchas veces de los cines.
Con ellos va muriendo un tipo de relato, el de un arte gregario. También muere la narrativa del país industrial, que tuvo incluso la industria de cine más pujante de la región, un cine que muere de inanición por un gobierno que nuevamente apuesta el país todo, con nosotros dentro desde ya, en la timba de los salvados.
Muerto el país productivo, y solo resucitado fugazmente en la “década ganada” que va quedando más y más lejos tras este menemismo que no termina de morir, se llega a un ”cul de sac” o callejón sin salida, como se aclara en el filme. Queda pegarla y salvarse. Se timbea en el bingo, la quiniela, con el celu y “con la nuestra”. Hay una continuidad y un nudo gordiano, imposible de cortar como el del Conurbano, en esta fase del capitalismo que borra del horizonte el ascenso social y ofrece, como compensación de una vida más rota, salvarse con la timba. ¿O por qué creemos que, de un tiempo a esta parte, se fomenta la educación financiera y las apuestas en línea? “Si la pego, me salvo” es el fuera de campo, que retumba en cada número que pasan los clientes por teléfono, de una de las mejores películas del cine argentino actual.
En Un gallo para Esculapio conocimos la jerga de los piratas del asfalto. En el filme de Rosselli nos enteramos de que “visita” es el allanamiento; “postura”, los arreglos con la policía; y “oficina”, el lugar donde se asientan los números de la quiniela, la casa familiar. Este es solo uno de los códigos de los muchos submundos que habitan un Conurbano. Lo registra un primus inter pares del realismo cinematográfico argentino que nos recuerda a Pizza, birra, faso; Mundo grúa, Okupas, y otro que sabe ver y escuchar el margen como pocos, Luis Ortega.
Está la versión televisiva del suburbio, la del estereotipo de Tumberos, El marginal y la próxima serie de Netflix sobre esta infinita “ciudad de Dios” que no para de crecer a la vera de cualquier metrópoli. Y está la versión romantizada, no menos estigmatizante del guachín y los malandras, la de César González y Campusano.
En el medio de las dos, pocos suenan y hasta huelen (el cine transporta) realmente a Conurbano. Perrone y Rosselli son los únicos que te hacen ver el mundo con las patas en el barro, que es también tierra que anda, diría Atahualpa, de buscavidas como el que pasa billetes falsos en su ópera prima, Mauro (2014), uno de sus personajes que, como tantos, no encaja dentro de los vagos y mal entretenidos sobre los que machaca, desde que no existía el Conurbano incluso, la Argentina blanca.
Sin pretensión de transparencia ni juicio moral, Rosselli propone un pensar situado, un modo genuino de entender para hacerle las preguntas que valen a esa la parte maldita del país, el Conurbano. Con tan buen cine de guía, no hay excusas para no hacerlas.
La película se da en el Malba, donde también se proyecta el último filme de Mariano Llinàs, hilarante investigación sobre la tradición que, como muestra gozosa y borgeanamente, tiene algo viejo, algo nuevo y algo prestado.
[1] El mito habla en la voz de Javier Leoz, viejo lobo de mar del cine argentino.
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