La pantomima del ajuste
El modelo neoliberal de teatralización y la calamidad de ver a los mercados como único interlocutor
El 6 de octubre del 2000, menos de diez meses después de haber asumido junto a Fernando De la Rúa, Carlos Chacho Álvarez renunció a la vicepresidencia de la Nación. Desde el Hotel Castelar dio una conferencia de prensa para explicar los motivos de su renuncia indeclinable y comenzó con una aclaración peculiar: “No quise que se confunda esto con un acto político”.
En realidad, es difícil imaginar un acto más político que la renuncia de un gobernante, pero esa premura por despolitizar una decisión tan trascendente habla mucho del clima de época de aquel momento y de la antipolítica imperante. El final catastrófico del gobierno de Raúl Alfonsín, que luego de haber generado tantas expectativas tuvo que entregar el poder cinco meses antes del final de su mandato en medio de la hiperinflación, generó descreimiento en la política a la vez que logró fortalecer la idea de un ajuste inevitable. El candidato oficialista Eduardo Angeloz prometía usar un “lápiz rojo” para recortar el gasto público y mencionaba la posible privatización de empresas estatales “ineficientes”. Medidas que llevaría a cabo su rival, Carlos Menem, pese a haber prometido en campaña otro horizonte conceptual, de “revolución productiva” y “salariazo”.
La década menemista logró consolidar el sueño húmedo de nuestro establishment: un modelo económico inmune a los vaivenes políticos. Casi un sistema a la peruana, país en el que en los últimos 18 años han desfilado ocho Presidentes de la república sin poder real, con mandatos acortados y persecución judicial, mientras que en ese mismo período hubo un solo titular del Banco Central, Julio Velarde, funcionario todopoderoso con mandato hasta el año 2026.
Es por eso que las críticas opositoras al gobierno de Menem se centraban en la supuesta corrupción imperante, no en los resultados catastróficos de la Convertibilidad hacia los asalariados y los jubilados, las pymes y la industria en general, o la política de endeudamiento insostenible. La corrupción fue en realidad apenas la componente instrumental del modelo, el aceite que permitía que la rueda girara sin rechinar. Luego, las denuncias de corrupción se transformaron en el ariete con el cual una parte del establishment que había apoyado a Menem durante una década buscó desgastarlo para impulsar a De la Rúa, un Presidente a la peruana que propuso la continuidad del “uno a uno” y, accesoriamente, el combate contra la corrupción como único programa de gobierno.
La renuncia de Chacho Álvarez estuvo relacionada con la ley 22.250, que el Congreso sancionó el 11 de mayo de 2000 y luego fue conocida como Ley Banelco. La misma suspendía la negociación colectiva y aumentaba el período de prueba de tres a seis meses, entre otros tópicos clásicos del manual neoliberal. Con cruel ironía, De la Rúa la promulgó el 29 de mayo, aniversario del Cordobazo. Pero el Vicepresidente no renunció por el contenido de la ley, en las antípodas de las ideas defendidas por el FREPASO, su espacio político. Álvarez renunció por considerar que el Presidente no lo había apoyado en su denuncia contra la supuesta corrupción de algunos senadores. Quién sabe, tal vez el entonces Vicepresidente esperaba que los senadores, incluso opositores, aceptaran cercenar los derechos de sus representados pero de forma gratuita.
El gobierno de la Alianza fue la culminación del modelo neoliberal que podríamos llamar de teatralización. El gobierno defendía sus iniciativas no por creer que fueran buenas políticas hacia la ciudadanía, sino por considerar que eran buenas señales hacia los mercados. Nuestro destino no dependía de lo que hiciéramos los argentinos, sino de lo que otros comprendieran de las pantomimas de nuestros representantes.
Con el gobierno de Cambiemos volvimos a padecer el mismo sistema de teatralización hacia el mismo interlocutor único: los mercados. Cuando ese único espectador dejó de creer en las pantomimas de Luis Caputo –el Toto de la Champions, el Timbero con la Tuya– y exigió los dólares que ya no tenía el Banco Central, el mejor equipo de los últimos 50 años tuvo que recurrir al ruinoso acuerdo con el FMI.
Hoy, el Presidente de los Pies de Ninfa nos condena a la misma calamidad al elegir de nuevo un solo interlocutor: los mercados. El resto no importa, ni siquiera su electorado duro de las PASO. Toda la política económica se reduce a las pantomimas supuestamente necesarias para seducir a ese interlocutor volátil, y la crueldad, además de ser compensatoria, es una de las formas de comunicarlo. El gobierno de la motosierra quiere dejar bien en claro que no le temblará el pulso a la hora de recortar jubilaciones o inversión en salud o educación, para salvaguardar lo prioritario: el pago de la deuda. Eso, según el credo neoliberal, asegurará una caída del riesgo país, la vuelta de la confianza y la llegada de esa lluvia de inversiones que Fernando De la Rúa y Mauricio Macri esperaron sin éxito. Si para demostrar firmeza es necesario sacarle el biberón a un bebe por cadena nacional, el Presidente de los Pies de Ninfa lo hará.
Durante el debate sobre el veto presidencial a la Ley de Financiamiento Universitario, el diputado Alejandro Finocchiaro, opositor amable y ex ministro de Educación del gobierno de Cambiemos, tuvo la cortesía de explicitar el mencionado sistema de teatralización y pantomima. Como el resto de la bancada del PRO, votó a favor del veto y agregó con énfasis que preferiría cortarse “una mano antes que votar con el kirchnerismo”.
Frente a esa contundente declaración de principios, es razonable preguntarse qué hubiera hecho el ex funcionario macrista si la bancada de Unión por la Patria hubiera respaldado el veto presidencial, en lugar de rechazarlo. Pero lo más importante fue la razón profunda de su voto: “Acá estamos hablando de una disputa de poder y del mensaje que este recinto va a dar a los mercados internacionales, a los inversores que tanto necesitamos y a las calificadoras de riesgo”, concluyó con honestidad brutal. Al parecer, sus representados dejaron de ser los ciudadanos que lo votaron o el conjunto de los argentinos, para ser las calificadoras de riesgo. Standard & Poor's o Moody's tienen una ventaja notable por sobre los electores argentinos: no hace falta que se tomen el trabajo de votarlo para beneficiarse del apoyo entusiasta del ex ministro.
“De esto no se vuelve” es una expresión exagerada. Se vuelve de muchas cosas, pero la historia reciente enseña que cuando un gobierno elige como único interlocutor a esa entelequia llamada los mercados y como única política el ajuste eterno, suele quedarse sin base de apoyo.
Y que eso ocurra apenas diez meses después de asumir parece un poco veloz.
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