La pandemia no tiene cara de puta

La Casa Roja de Constitución y la ayuda sindical al vecindario

 

Son las 10:35. En la esquina de Santiago de Estero y Constitución, un grupo de ochenta personas hacen fila frente a la Casa Roja. El día anterior, los bomberos y algunos policías habían hecho correr la voz de que en el local pintado con colores llamativos se repartirían bolsones de comida. Una vecina de más de 70 años vio la situación desde su balcón. No dudó en asomarse y preguntar si a ella también le podrían dar algo. Vive sola y, por razones obvias, no puede exponerse a salir a la calle. Las chicas del local aceptaron, y también le ofrecieron ir a hacerle las compras en caso de que necesite. Solo pusieron una condición: “La próxima, no nos mandes a la yuta. Acordate que somos las putas quienes te estamos ayudando”.

 

 

 

 

 

El paradigma feminista implica entender que todos los conflictos históricos están atravesados por la cuestión de género. La violencia está inscripta en el cuerpo de las mujeres. Existe un doble juego: por un lado, la agresión física y verbal; y, por el otro, la deslegitimación de su rol en las situaciones de crisis. En la Segunda Guerra Mundial, los soldados no se cansaban de afirmar que “la guerra no tiene rostro de mujer”. Sin embargo, omitían que tan solo en el Ejército Rojo de la Unión Soviética, combatieron y se alistaron casi un millón de mujeres, la mayoría de no más de 25 años. En el caso de las putas, rara vez son concebidas como algo más que un botín de guerra, cuando la realidad demuestra que son actores políticos fundamentales.

En su libro La Patagonia Rebelde, Osvaldo Bayer reconstruye un episodio ocurrido luego del fusilamiento de los obreros en el sur argentino. Después de la matanza, los oficiales del ejército quisieron premiar a los soldados. Habían arreglado con varios prostíbulos para que se preparasen y recibieran a hombres de varios regimientos. Pero en “La Catalana”, un lupanar que regenteaba Paulina Rovira, las cinco trabajadoras sexuales se negaron a ofrecer sus servicios. “¡Con asesinos no nos acostamos!”, expresaron todas. Sus únicas armas eran escobas. Todas terminaron detenidas en un calabozo, y el suceso no pasó a mayores porque, en palabras del teniente a cargo de la guarnición, David Aguirre, “se trataba solo de la opinión de cinco putas”. Para el autor del libro, este hecho posee un simbolismo elemental. Es la única flor —simbólica, claro— que crece en las tumbas de los miles de obreros asesinados en febrero de 1921.

 

 

 

 

Georgina Orellano descansa dentro del local que hoy, después de idas y venidas, luce el letrero de Casa Roja. Lleva las uñas esculpidas y pintadas de rojo. En su brazo se lee tatuado en mayúscula la palabra “PUTA”. Rondan las 12.30 y es la primera vez que una de las principales referentes de AMMAR puede descansar cinco minutos. Al día de hoy, el trabajo realizado por el sindicato de las trabajadoras sexuales de Argentina es fundamental, y mucha gente puede comer gracias a ellas. Todos los viernes, desde que comenzó a regir la cuarentena obligatoria, se encargan de distribuir un paquete que contiene arroz, harina, fideos, mate y leche, entre otros productos esenciales. “Nosotras no podemos ocuparnos de lo que el Estado no hace. Somos el sindicato de las putas, y nuestra idea era que los bolsones fueran para ellas. Pero si viene una madre con hijxs, ¿le voy a decir que no?”, comenta, mientras contesta su celular.

Cuando se le pregunta a Georgina qué cambió de su día a día desde la cuarentena, la primera respuesta es que ni ella ni sus compañeras duermen demasiado. Hace dos semanas que reciben más de 400 mensajes de WhatsApp de forma diaria. No todos son de trabajadoras sexuales, pero aun así hay una problemática que persiste, además de la cuestión alimentaria: los desalojos. Matías Busso, abogado del sindicato, explica que ellxs apuestan siempre por un manejo anti punitivista: “Lo ideal es evitar una confrontación con el dueño o la dueña del lugar. Tratamos siempre de llegar a un acuerdo, y de evitar hacer la denuncia. En la mayoría de los casos el protocolo funciona bien”. Como ya narró Agustina Paz Frontera en este medio, hace pocos días, por un Decreto de Necesidad y Urgencia, el gobierno nacional prohibió los desalojos hasta septiembre y congeló los precios de alquileres. Uno de los grandes problemas de la Ciudad de Buenos Aires es la crisis habitacional. En este contexto, la problemática se agrava para lxs trabajadorxs de la economía popular. El caso de las putas pone de manifiesto el nivel de precariedad y desamparo que enfrenta de forma constante el rubro.

 

 

 

 

 

Además de Georgina y su compañera de militancia Valeria Del Mar, en La Casa Roja descansan dos chicas. El jueves, la imagen de ellas se viralizó en las redes porque se encontraban en situación de calle. De fondo, suena un reggaetón suave, y la dirigente de AMMAR le avisa a las pibas: “Les encontramos un hotel, pero van a tener que compartir cuarto”. Ellas responden, casi al unísono, que no les importa porque son como hermanas. Con su típico humor ácido, Valeria retruca: “Sí, hermanas de leche”. Todas ríen y se olvidan, aunque sea por un momento, de la crisis mundial. Mientras tanto, otra compañera prepara lo que serán las bolsas de alimento para que puedan llevarse al hotel. En la actualidad, AMMAR cuenta con más de 6.500 afiliadas en todo el país. Su tarea no se limita al accionar en Capital Federal, sino que además se mantienen en contacto con trabajadoras sexuales de otras provincias. En los lugares que no tienen demasiada presencia, apelan a conocidxs para hacer llegar las donaciones, o a la Central de Trabajadores de la Argentina.

Valeria Del Mar sonríe cuando otrxs la llaman “La Evita de Constitución”. Un apodo que, sin dudas, es digno de su historia. Además de ser querellante en la causa por delitos de Lesa Humanidad conocida como el Pozo de Banfield, fue la primera mujer trans beneficiada por la ley de identidad de género. En 2012, Cristina Fernández de Kirchner le entregó su nuevo DNI. Valeria tiene 63 años y, a pesar de que es población de riesgo, dice que no le preocupa si se contagia, porque lo más importante es ayudar a otras. Medio en broma y un poco en serio, comenta que “el barbudo no me quiere arriba, porque sabe que le haría demasiado quilombo”. Junto con Georgina, es una de las principales referentes de la militancia por el trabajo sexual.

En marzo se cumplieron 25 años de la creación de AMMAR. Para muchas mujeres, no solo se trató de un lugar de amparo, militancia y concientización política y sanitaria, sino que también implicó el inicio de la reconversión de la palabra “puta”. Hasta hace un tiempo, muchas chicas le ocultaban a sus familias y amigxs el oficio. Hoy, sus madres las defienden en las redes sociales. Lo que para muchxs aún hoy es un insulto, las militantes de AMMAR lo tomaron y apropiaron como bandera. La receta para las trabajadoras sexuales es bastante simple: a la violencia simbólica se le responde con feminismo.

 

 

 

 

 

El viernes pasado, cuando repartieron los bolsones por primera vez, unas vecinas intentaron denunciar —de nuevo— a La Casa Roja. Acusan a las chicas de vender cocaína y de que el local sindical es un prostíbulo. La policía le explicó a Mirta y Mabel que no podía detenerlas: es la casa de “las trolas” y están ayudando a los vecinos. Desde la otra esquina, una de las chicas aclaró a los gritos: “¡Putas! ¡Somos las putas!”. A más de una semana, la cantidad de gente que se acercó a recibir donaciones la segunda vez casi duplica el número de la primera. Una mezcla de gente mayor, familias con hijos y trabajadoras sexuales formaron una fila que desde las 8 de la mañana. La semana que viene harán lo mismo, y seguirán haciéndolo hasta que la situación mejore, hasta que el contacto humano vuelva a ser moneda corriente y las putas puedan volver a trabajar.

 

 

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