Finalmente se decretó la defunción del sello “Frente de Todos”, que tantas ilusiones generó hace 4 años, y que tan pobremente funcionó en la realidad. El “todos” se transformó en una imprecisión tan grande, que llegaron a habitarlo personajes con un alto grado de incompatibilidad interna y con visiones muy diferentes de cómo hacer política y de a dónde había que llevar al país.
El nombre de la coalición que convoca esta vez al voto popular es Unión por la Patria.
Sugiere la idea de unirse por un objetivo superior, nada menos que la Patria.
En términos políticos prácticos, unirse, presentar una oferta electoral atractiva, y formular un programa viable que proteja los intereses populares es la condición básica para impedir que nuevamente la derecha local acceda al Estado a fin de este año.
Por todo lo que Juntos y Milei ya han expresado sobre sus planes de gobierno, las formaciones de derecha apuntan a objetivos incompatibles con cualquier sentido de pertenencia a una misma comunidad nacional: pretenden consolidar una sociedad desigual y fracturada, preparando el escenario institucional para que la futura expansión productiva del país sea embolsada por una minoría local asociada con el capital extranjero.
Por eso reiteran la alusión a que tendrán que desplegar una violencia estatal inusitada, no sólo para acallar protestas concretas frente al plan de shock, sino para disuadir a amplias franjas populares para que se olviden de reclamar alguna mejora en su actual status social, y un pequeño lugar bajo el sol.
Unión por la Patria, por lo tanto, es un nombre desafiante, que se separa en el contenido semántico de una mera aspiración democratizante como Unidad Ciudadana –que se asocia a defender las libertades democráticas frente al avance de las pretensiones corporativas—, y de lo que fue un sello con poquísima potencia política como el del Frente de Todos.
El derecho al patriotismo, perseguido
Desde que el proceso de la globalización desplegó sus innovaciones productivas, tecnológicas, comerciales y financieras, al servicio de la expansión ilimitada de las grandes corporaciones multinacionales por el planeta, se difundió en paralelo tanto desde el mundo académico como del comunicacional, un conjunto de ideas y conceptos que apuntaban a “explicar” que ya el concepto de naciones estaba perimido, que todos los territorios formaban parte de un mismo tejido productivo mundial, y que los gobiernos locales no eran más que gestores de un proceso mundial incontrolable, que unificaba al planeta y volvía obsoletas las viejas culturas y tradiciones locales.
En la periferia latinoamericana, esos supuestos análisis sobre los cambios culturales e ideológicos, con gran poder performativo, llegaron como anillo al dedo para consumo de las elites locales que ya habían abandonado –Consenso de Washington mediante— la idea de sostener proyectos nacionales autónomos y de disputar soberanamente un espacio en el orden internacional. El embate contra el Estado nacional, contra el nacionalismo económico, contra las pretensiones desarrollistas, contra cualquier afirmación de soberanía o de defensa de intereses locales fue ridiculizada por arcaica, sugiriéndose que lo nuevo, lo moderno, era la adaptación incondicional y pasiva al orden que construían las firmas multinacionales apoyadas por la fuerza hegemónica del Estado norteamericano y sus aliados occidentales.
Si adherir a la globalización, presentada como un futuro de prosperidad garantizada, era sinónimo de inteligencia y actualización, rechazar aspectos de la misma en nombre de los intereses de la Patria era una demostración de necedad e ignorancia. Un romanticismo rancio, que condenaba al atraso.
Sería metodológicamente incorrecto juzgar a un fenómeno mundial por lo que ocurrió en nuestro país en los '90. Pero que aquí se presentaron las formas más nefastas de la globalización, constituyendo un verdadero desmantelamiento de las capacidades nacionales para comandar nuestro destino, en función del avance del capital extranjero, no quedan dudas. El país se hizo más débil políticamente y más pobre, la sociedad se fracturó, y lo que era una Patria en la cual creían peronistas, radicales, militares e izquierdistas, se convirtió en un territorio sin dirección, disponible para los negocios corporativos.
Decir Patria compromete, pero puede ser una banalización
Lo patriótico tiene múltiples significados, pero seguro refiere a un conjunto que trasciende al individuo y a su inmediatez. Remite a una historia, a un presente y un futuro colectivos. Por lo tanto, nombrar la Patria no puede ser sino apelar a elevarse por sobre la estrechez de lo pequeño, de lo privado de cada uno.
No casualmente Macri no juró por la Patria al recibir el mando presidencial de la Nación Argentina. Fue raramente sincero, lo que se agradece. En el caso del líder de Juntos, fue poner de manifiesto que para él y su espacio el concepto de Patria no es un valor relevante, porque son finalmente agentes locales de la globalización. Para los que creemos que la palabra Patria tiene sentido, la abstención de Macri constituye una sorprendente señal de respeto.
Es imposible no recordar que la palabra fue usada largamente durante la dictadura cívico-militar, atribuyéndole un valor falsamente nacionalista –la lucha contra el imperialismo rojo— al tiempo que se implementaba una ataque despiadado a las capacidades productivas y culturales del país. El Proceso fue un proyecto antinacional que utilizó las instituciones y manipuló elementos de la tradición nacional, para socavar precisamente la idea de una Patria para todos y debilitar las bases sobre las que se asienta realmente la soberanía.
Lamentablemente en el periodo post-dictatorial se impuso una interpretación liberal y recortada sobre lo que fue “el Proceso”, tratando de asociar desde los crímenes de lesa humanidad hasta la guerra de Malvinas con el uso completamente equívoco que hicieron los dictadores del espíritu patriótico. Mientras se combatía en Malvinas, el Ministerio de Economía era ocupado por un representante de la banca suiza.
Recientemente en Brasil, un personaje despreciable como Bolsonaro, que llegó a evaluar la destrucción del Mercosur para firmar un tratado de libre comercio con Estados Unidos, usó abundantemente la memorabilia militar y los colores de la bandera de Brasil para cubrir de supuesto patriotismo lo que no era sino la continuidad de la lógica neoliberal apoyada ahora en métodos violentos para acallar la crítica a la extranjerización del país, y el ataque a los derechos básicos del pueblo brasileño.
Por eso, la palabra Patria es también un terreno de disputa.
En el día en que se presentó en sociedad el nuevo nombre, tuvimos un anticipo de la dificultad política que puede presentarse para traducir la apelación patriótica en hechos concretos.
La unidad, que tanto le cuesta a una parte del peronismo, enredado en mil proyectos personales de poco vuelo, pareció puesta en juego desde el primer día, con la escaramuza en torno a los pisos en las PASO para poder colocar aspirantes en las listas de candidatos.
Si es cierto que la Patria está en peligro, es inadmisible todo lo que pasó el mismo día en que se anunció el nombre: tiene que haber reglas transparentes y razonables, para no excluir a nadie de los que deberían apoyar a este proyecto patriótico. Si Cristina no se cansa de convocar a sectores con una trayectoria hostil a cualquier proyecto nacional a una convergencia patriótica para defender cuestiones nacionales básicas, no puede ser que eso no se extienda al interior del espacio político más cercano.
El armado de UP, si es fiel al espíritu que intenta transmitir, tendría que apuntar a que todos se sientan incluidos en un armado que será sometido a enormes tensiones en el período electoral.
Si no, se corre el riesgo de banalizar la palabra y someterla a un nuevo vaciamiento. Esa tarea de demoler todo valor colectivo y profundo es la metodología predilecta de la derecha local, que ya ha bastardeado suficientemente la idea de Democracia y de República.
¿Cuál es el valor supremo de la sociedad?
Empecemos mirando otra realidad, para entender a qué nos referimos.
El valor supremo de la sociedad norteamericana es la Seguridad Nacional, y a él se subordinan todos los otros valores, incluidos los religiosos, morales, los principios económicos y las libertades civiles. Ese valor supremo, capaz de anular al resto al ser invocado, refleja el lugar que el poder hegemónico interno se reserva en el escenario internacional.
La seguridad nacional se traduce en la vía libre para intervenir en cualquier lugar del globo en donde se puedan afectar “intereses” estadounidenses, pero también para espiar a los ciudadanos y países aliados, matar gente sin juicio, hacer proteccionismo contra terceras economías, o desestabilizar democracias si hiciera falta. Por supuesto que hay sectores sociales internos, muy valiosos, que impugnan tal orden de prioridades. Pero en el último siglo y medio, el actual orden de valores se ha impuesto en el sistema político, y a través de este sobre toda la sociedad.
Pero veamos: ¿cuál es el valor supremo de la sociedad argentina? ¿Existe algo así?
¿La Patria no debería ser ese valor fundamental?
Según la prédica del conservadorismo argentino, el valor supremo imperante en nuestro país sería la Libertad, entendida como el ejercicio irrestricto de la propiedad privada. La Libertad, concebida como derecho de propiedad, es tan importante para la elite argentina que su defensa puede implicar suspender las libertades y garantías constitucionales, y aplastar los derechos civiles básicos, como el derecho a la vida, por ejemplo.
A diferencia de la burguesía norteamericana, que tiene un proyecto global indiscutible, la burguesía local se ha ido replegando hasta aceptar un rol tan subordinado en el orden internacional, que sólo aspira a que la dejen asociarse con el capital extranjero para hacer negocios. Esa es la Argentina que incubó la última dictadura, que se exhibió impúdicamente en los '90 y que sigue hasta hoy tratando de predominar. Su propuesta internacional sería que la dejen participar –aunque sea “un poquito”— en el gran plato de la globalización neoliberal.
En la re-traducción periférica de la ideología de la globalización que realiza la elite local, entiende que la asiste al derecho a desvincularse de los territorios en los que acumula su riqueza. Que de la administración de esos territorios se ocupen los “políticos” debidamente entrenados en la resignación a ser gestores/fusibles del devenir de esa libertad de los grandes empresarios.
Para ese horizonte ideológico, la palabra Patria es completamente extemporánea.
Por lo tanto, su uso queda restringido a quienes no participan de esa visión del mundo y del país. Lo que significa que la apelación a la Patria convoca sólo a quienes entienden que todavía existen colectivos que nos incluyen y que dan sentido a parte de nuestro propio hacer.
Pero para las elites latinoamericanas, “patria” es una rémora de un pasado sin significación alguna en el período de globalización, donde todo rincón del planeta es un lugar de oportunidades de negocios para alguna multinacional que esté interesada. Para ellos, Patria sólo puede ser admitida como un arcaísmo, útil para ilustrar actos escolares o sacar del arcón del lenguaje perteneciente a generaciones pasadas. Patria sería una convicción tan pasada de moda como el mal de ojo, o la peligrosidad de la sandía mezclada con vino.
La Patria como programa económico
Ya se sabrán los nombres del armado electoral.
Pero si se sigue creyendo que hay intereses nacionales y populares para defender y promover, ya están en circulación y disponibles una gran cantidad de ideas notables, producto de la elaboración de agrupaciones políticas y de especialistas en las diversas áreas de la vida del país, capaces de cambiar rápidamente este escenario de resignación y falta de expectativas.
No casualmente, estas ideas convergen en la perspectiva de un proyecto común, y de largo plazo. En la construcción de un país posible, en el que se pueda vivir bien. En un programa que priorice la resolución de necesidades colectivas imperiosas, pero que también siente las bases para un progreso permanente del país.
Las propuestas transformadoras están. Son viables y asombrosas al mismo tiempo.
Están esperando la convicción y la vocación política para su ejecución. Necesitan la determinación y la audacia de una dirigencia convencida, para convertirlas en banderas de las mayorías.
Ese movimiento colectivo, por el bien común, puede llenar de contenido la palabra Patria.
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