Los daños colaterales de la dictadura, 42 años después
No debe pesar más de 40 kilos. Cuando ingresa a la sala del tribunal, con un pantalón negro y una camisa blanca muy simples, parece desorientada por el lugar, que no conoce. Con el pelo muy corto y unos anteojos de marco oscuro que le sientan bien, su paso es vacilante mientras avanza hacia el asiento que le señalan los jueces. Pero desde que comienza el ritual de las preguntas sobre su nombre, su edad, su juramento o promesa de decir la verdad y las penas con que la amenazan si no lo hiciera, emanan de ella una serenidad y una firmeza que irán en aumento a medida que progrese su testimonio, 41 años después del secuestro de sus padres, que nunca reaparecieron. Es extraño verla en ese contexto. Su hijo y uno de mis nietos nacieron el mismo día, con dos horas de diferencia. En sus juegos son dos animalitos parecidos, hermosos, salvajes, reflexivos y tiernos.
Cuando le preguntan por su profesión, responde simplemente“cineasta”. No dice, porque allí no cuadra y porque no es su estilo, que su última película, Cuatreros, es una de las obras mayores en la historia del cine argentino. No hará escuela, porque su profundidad y su poética no se transmiten con facilidad, como ocurrió con Org, filmada en el exilio romano por Fernando Birri en 1978. Cuando le dije que su película me hizo pensar en Org, sonrió y me contestó como si fuera obvio: “Es mi maestro”. Entonces, pensé, sí hizo escuela, aunque fuera 40 años después. Un proceso tan lento como el de la justicia por los crímenes de lesa humanidad, pero igualmente inexorable.
En la sala de la planta baja de los tribunales federales de Comodoro Py no hay ficción ni poesía. Durante una hora y media, Albertina Carri contó con frases cortas y precisas todo lo que sabe sobre el secuestro de su padre, el sociólogo, periodista y escritor Roberto Carri, y su madre, la licenciada en letras Ana María Caruso.
Roberto integró las Cátedras Nacionales y trabajó unos meses en el diario Noticias, donde lo conocí. Los recuerdos directos de Albertina son escasos (porque ese 24 de enero de 1977 aún no había cumplido cuatro años) pero nítidos: los autos y el camión en que venían los hombres de civil y de uniforme que se llevaron a Roberto y Ana María; el color rojo del capot de uno de esos autos sobre el que la sentaron; los disparos de armas de fuego, que recién pudo oír hace poco, porque durante muchos años veía la película muda. Ahora no recuerda haber visto las armas, pero escucha sus estampidos.
Un juicio tiene algo de teatral, pero con una intensidad que sólo en algunos casos excepcionales ocurre en el escenario del teatro. Lo sabe Analía Couceiro, la actriz de su película Los rubios, donde por primera vez Albertina contó la historia de la que va a hablar ahora, pero con una visión amarga de la que en 16 años se ha ido desprendiendo, hipercrítica entonces de la militancia de sus padres, a quienes les reprochó la soledad y el abandono en que quedaron ella y sus hermanas.
Paula tenía 11 años y está citada a declarar después de Albertina. Andrea tenía 13 y le contó muchas de las cosas que ahora sabe. Hace más de 30 años, Andrea trabajaba en una editorial que publicó uno de mis libros. Hace mucho que no sé nada de ella, salvo algún cruce casual en la calle. Recuerdo su imagen juvenil, rotunda. Quiero ver cómo está ahora. Pero ha perdido su nombre, porque se lo quedó un pianista italiano que suena como Enrico Pieranunzi después de una comida pesada. Albertina explica que ha perdido mucho más: “Tuvo tres brotes psicóticos con delirio persecutorio relacionado al hecho. Esa es la onda expansiva que continúa; por eso, no podrá declarar en el juicio”.
No hay día siguiente
Lo que sigue lo cuenta Albertina. Habla de lo sucedido, pero también reflexiona sobre sus efectos sobre la familia y sobre la sociedad. Sin proponérselo, despojada de cualquier grandilocuencia, no puede ocultar que es una gran narradora:
“Después del secuestro no hay día siguiente. Sólo devastación. No tenemos casa, no tenemos padres, no tenemos libros, no tenemos juguetes. Sólo adultos con miedo. Miedo de nosotras, miedo del miedo”. Mientras ella habla se siente en la sala el olor del miedo.
“Vamos a casa de los abuelos maternos, que viven en Belgrano. No tenemos documentos, el Ejército nos aterroriza. En el colegio al que fue mi madre hay una monja que la quería y que nos permite anotarnos sin documentos. Una buena mujer”.
“Comenzamos a recibir cartas de mi madre. Ella es la que escribe, mi padre sólo agrega un saludo de despedida”.
“En junio hay una llamada de mi madre a casa de mis tías. Pide que nos lleven a las tres a la plaza de San Justo. Lo hace mi tía María Elena, en un estado de terror máximo. Es el 20 de junio, el Día de la Bandera. Baja un hombre de un Citroën. Es Mario Sandoval, nos lleva a un bar, donde vimos a mi madre”.
Mi madre dice. Sólo una vez en el testimonio se le escuchó decir mamá. En cambio, menciona a Roberto Carri como papá.
“En la mesa de al lado, bien cerca, se sientan dos hombres. El Negro y el Rubio los llamamos. De allí nos llevan a otro bar, donde está papa. Le mostramos las fotos de las últimas vacaciones. Papá pide una ginebra. Desde la otra mesa le dijeron: ‘No te hagás el vivo, Coco’. Una vez trajeron a mamá a casa de los abuelos. La requisaron varias veces, el Negro y el Rubio”.
“Las cartas las dejaban en casa de una tía. Ellos pedían alimentos y medicinas. Mi madre era asmática, siempre pedía Ventolín. En sus cartas intenta un diálogo cotidiano, pregunta por la escuela, los amigos, si me porto bien. La última carta es en la Navidad del '77. Después dejan de pasar a retirar las nuestras”.
“De allí nos llevan a un campo de la familia en Norberto de la Riestra [un pueblo de 5.000 habitantes en la provincia de Buenos Aires, a unos 200 kilómetros de la Capital], con unos tíos. Por la buena voluntad de las maestras pudimos hacer todo el secundario sin documentos”.
“En febrero de 1978 llama Sandoval y dice que preparen una suma de dinero porque nos van a sacar del país junto con nuestros padres. Mi familia juntó el dinero, pero no volvieron a llamar”. [Churrasco Sandoval es un agente de Inteligencia de la Policía Federal, que actuó en los campos de concentración de esa fuerza y en la ESMA y luego se recicló como profesor de contraterrorismo en Francia. La Cámara de Apelaciones de Versailles concedió su extradición, que este mes debe decidir la Cámara de Casación de París.]
“El párroco de la iglesia de Norberto de la Riestra es Christian von Wernich, muy querido por la comunidad, que da clases de inglés en el secundario del pueblo. En la sacristía, Andrea ve cuadros de militares y una foto con Camps. Le pregunta por mis padres pero dice que no sabe nada”.
“Volvimos a Buenos Aires y vivimos en un departamento del Barrio Norte, solas las tres. Andrea tenía 21 años, Paula 19, yo 11 y en estado de shock. Recién en ese momento pudimos sacar el DNI”.
“Después me mandaron a Lobos, a casa de un tío. Su esposa tenía fama de ser de mano dura, que es lo que parece que yo necesitaba”.
“El Terrorismo de Estado habilitaba la violencia doméstica. Nos maltrataban, nos silenciaban, por miedo. Nos castigaban. Les daba pánico que nos pasara lo mismo que a nuestros padres”.
El relato, sin énfasis ni adjetivos, se interna en terrenos más resbaladizos que la mera enumeración de los crímenes de la dictadura. Mi botella de agua ha rodado debajo de los bancos. La necesitaría. Albertina no levanta la voz, prosigue con un tono que hasta podría llamarse monocorde. Pero la tensión va en aumento. Nadie tose ni se mueve en su asiento. Todos estamos pendientes de cada palabra. Han pasado 16 años de Los Rubios. Albertina ya no juzga, sólo habla bien de algunas personas, la monja, las maestras. Cuenta cosas terribles con una actitud hasta comprensiva, que las hace más insoportables.
A mi lado llora en silencio Analía Couceiro, que en 2002 hizo el papel de Albertina adulta rememorando el sufrimiento de Albertina niña. Yo tampoco puedo contenerme. Esa dimensión de la crueldad es la más difícil de aguantar.
“Los dos abuelos quedaron postrados. El paterno era médico, estaba sano hasta que lo volteó un ACV hermorrágico. Pasó diez años sentado en una silla sin hacer otra cosa que escribir nombres, obsesionado por no olvidar”.
“El abuelo materno tuvo el primer infarto el mismo año '77. Él sólo duró cinco años, fumando en una silla, hundido en la depresión hasta que muere”.
Casa tomada
Las preguntas comienzan por las querellas. Luz Palmás Zaldúa, del CELS, quiere saber qué ocurrió con la casita de barrio donde ocurrió el secuestro, qué hicieron sus familiares, si los hombres volvieron a la casa, si tiene alguna documentación relevante. En la misma línea están sentados Luis Zamora, que fue el primer abogado de Albertina, y Pablo Llonto, cuya larga melena encaneció en las salas de los distintos tribunales del país donde fue querellante en las causas contra los genocidas. Son dos de los imprescindibles que nunca pidieron dinero ni reconocimiento pero que siempre están. Albertina responde:
“Volvieron y se llevaron todo en camiones. No quedó nada. Casa tomada. La ocuparon sucesivamente distintas personas, policías o vinculadas con la policía o el Ejército".
"Las dos abuelas hicieron todo tipo de gestiones. Los obispos católicos les dijeron que esas cosas no pasaban en la Argentina, que rezaran, que ya volverían. La asistente social que nos visitó en el departamento donde vivíamos las tres solas escribió que estamos muy bien, que nos sentimos felices, porque ya no hablamos de mis padres, que el barrio es muy lindo y que yo voy al colegio del sagrado corazón, en Ríobamba y Juncal, que el diagnóstico es muy favorable. Da escalofríos leer en el legajo que estamos muy bien”.
Uno piensa en abuelas y asocia con las arrugas en el bello rostro de Laura Conte, el bastón empecinado de Rosa Roisinblit, la silla de ruedas de Carmen Lapacó, los tobillos fatigados de Estela Carlotto. Pero las abuelas de Albertina acababan de pasar los 60 años.
“Ambas murieron sin revelar dónde estaba la comisaría a la que nos llevaron. El tío sólo dice que ellas lloraban. Por miedo. Andrea recuerda que había pasto, Paula un pasillo largo y yo nada. El lugar fue reformado varias veces. Le llamaban Sheraton, era la subcomisaría de Villa Tessei y fue reconocida por varios testigos. Cuando tramité un permiso para filmar, la policía de la provincia de Buenos Aires decía que nunca hubo allí un campo de concentración. Gestioné el permiso en 2002 por medio de la Secretaría de Derechos Humanos. La policía de Buenos Aires me citó en un destacamento. Pero no fui, por miedo. En las cartas mi madre menciona a dos personas que estaban allí. El Viejo Héctor Oesterheld y El cura Soler. También estuvo en El Sheraton Pablo Szir, quien en 1971 había filmado la película Los Velázquez, sobre el libro de mi padre Isidro Velázquez, formas prerrevolucionarias de la violencia. Busqué la película pero no pude encontrarla. Está desaparecida, como Pablo Szir”. [Esa historia es uno de los ejes argumentales de Los Cuatreros, que a partir de hoy podrán ver los lectores de El Cohete a la Luna. Aquí un anticipo, en palabras de la directora.]
Después preguntan las defensas. Uno de los procesados es un comisario, bajo, de pelo sospechosamente negro. Está sentado junto a los defensores. No habla, casi no se mueve. Al terminar la audiencia se va, en libertad. Otro procesado está detenido, no alcanzo a escuchar si en Ezeiza o Marcos Paz. Su imagen se ve en el monitor de la videoconferencia, canoso, excedido de peso, se desparrama en una silla de jardín. No se alcanza a divisar su rostro, pero su actitud corporal es de abatimiento. Un defensor oficial quiere saber cuál era la militancia de Roberto y Ana María. Albertina dice que en organizaciones peronistas. El defensor repregunta en cuáles. Esa fue la estrategia principal de los ex comandantes en el juicio de 1985. Cada pregunta sobre la militancia o los datos de inteligencia que las avalaban era una conmoción. Hoy Albertina se lo sacude como a un insecto en el hombro de su camisa. No lo sé, dice, apenas, sin mirarlo.
La fiscalía pregunta por detalles menores. Son Ángeles Ramos, que nació pocos meses después del secuestro de los Carri, y otras cuatro mujeres aún más jóvenes, sentadas frente al estrado de los cuatro jueces. Sólo uno de ellos pregunta, Adrian Grunberg, presidente del TOF 1. Albertina terminó, ¿quiere decir algo más antes de retirarse? Si, quiere, y sus últimas palabras paralizan a la audiencia. Se nota que las ha madurado a lo largo de muchos años. Su testimonio es de los más impresionantes que oí en tres décadas de juicios, como el de Víctor Basterra o el de Claudio Tamburrini, pero concentrado en menos de dos horas.
"Antes de venir pensé en lo injusto que es tener que contar esto, después de 41 años reteniendo cada detalle. Es injusto para mi cuerpo, pero también es un acto de justicia. No para mí, no me va a cambiar la vida. La vida ya me la cambié yo gracias al afecto de los compañeros de mis padres, de mis amigos, de mi pareja, de mi hijo, a pesar del horror, de la crueldad, de la perversidad del espanto. No estoy por mí. Las cosas no son buenas o malas, nos damos cuenta cuando somos adultos. Estoy por los afectos, por la memoria, por la ética. Esto no me pasó sólo a mí, nos pasó a todos en este país devastado. Estoy por ese colectivo y por esa ética”.
La pequeña parte de ese colectivo que está allí no oculta las lágrimas en los ojos mientras abraza y le agradece a la testigo, ¿o hay que decir testiga? Para salir de la sala, tenemos que pasar al lado de Albertina que se besa furiosamente con una pendejita que es su nueva pareja. A dos pasos está Alcira Argumedo, mi amiga de adolescencia con quien llevamos años peléandonos ni me acuerdo por qué. Alcira me abraza y me dice: “Vení, hacete amigo”.
Pese a todo
En vísperas del 24 de marzo el secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, se jactó de que en 2017 hubo más sentencias y condenas que en años anteriores. El dato provenía de la rigurosa investigación de la Procuraduría de Crímenes de Lesa Humanidad, que periódicamente actualiza la información de todo el país.
Son datos oficiales, recopilados por el ministerio público fiscal. Pero Avruj intentó utilizarlos como demostración de que "superamos los estándares y los resultados de lo hecho por la gestión anterior". En realidad el Poder Ejecutivo no tiene arte ni parte en esas cifras. En su informe anual de 2017 la Procuraduría de Crímenes de Lesa Humanidad destacó la "profundización de obstáculos procesales que conllevan enormes demoras en la tramitación de las causas", en los cuales sí tiene su parte el Ejecutivo. Los juicios tramitan en los tribunales y el impulso a la acción depende de la fiscalía, de las querellas impulsadas por los familiares de las víctimas y de los organismos defensores de los derechos humanos, que ayer colmaron calles y plazas en protesta por el intento oficial de paralizar los juicios y conceder libertades anticipadas por medio del 2x1 y prisiones domiciliarias enviando listas de posibles beneficiarios a los jueces. Como dijo Macrì la decisión es de los jueces, pero la política oficial es señalarles el camino a seguir.
Según los datos oficiales al 15 de marzo hay en trámite 599 causas con 2985 imputados. el 47% de esas causas aún están en instrucción, el 37 % ya tuvo sentencia, el 17% ha sido elevado a juicio y apenas el 2% está en juicio ahora.
De las 203 sentencias ya dictadas, el 67 % está en alguna instancia de revisión. Hay más imputados en libertad (1293) que detenidos (1034) pero de esos detenidos más de la mitad (580) están bajo arresto domiciliario y sólo 411 en alguna unidad penitenciaria y 43 personas en dependencias militares o de fuerzas de seguridad.
La inmensa movilización popular contra el fallo Muiña explica que Avruj lo encomiara a la mañana y lo objetara a la noche y que el Congreso sancionara una ley interpretativa menos de 24 horas después, afirmando que el cómputo reducido a la mitad no era aplicable en causas de lesa humanidad. La protesta de los vecinos del bosque de Mar del Plata y la presentación de testigos y abogados de las causas del circuito Camps de La Plata, consiguió que el máximo tribunal penal del país revocara la prisión domiciliaria concedida al ex comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz, cuya descendiente Mariana Dopazo se identifica como ex hija y ayer marchó hacia la Plaza de Mayo contra la impunidad.
En 2017 concluyeron las causas Operativo Independencia I, Juicios a los Jueces en Mendoza y en Córdoba y ESMA, todas ellas megacausas tanto por la cantidad de víctimas e imputados involucrados como por el tiempo que llevaron los debates.
Este año hay 15 causas, 12 en la etapa de debate oral y 3 de plenario (por escrito, bajo la modalidad del viejo Código Procesal Penal). Todas esas causas empezaron muchos años antes de que Macrì y Avruj llegaran al gobierno. El promedio entre la instrucción y el inicio del debate es de cuatro años, con lo cual cualquier atribución es falaz.
En marzo del año pasado, Avruj pidió a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que recibiera a familiares de militares y policías detenidos por crímenes de lesa humanidad, en un intento de equiparación que la CIDH rehusó. En junio, durante una visita a la EXMA de la entonces decana de la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard, Martha Minow, Avruj y sus colaboradores Alfredo Vítolo (n), Sergio Kutschevatsky y José Brian Schapira acusaron a los organismos defensores de los Derechos Humanos de tácticas intimidatorias contra quienquiera apartarse de la visión que sostienen sobre lo sucedido en las décadas de 1970 y 1980.
Antes de comenzar la visita al museo, Avruj entregó a la visitante un par de folletos explicativos. Pero lejos de ponderar su contenido, afirmó sin dudar:
–Todo lo que leerá aquí es la versión parcial de un bando. Lo mismo comprobará en la visita al Museo, pero lo vamos a cambiar.
En público, Avruj siempre se ha expresado en forma respetuosa a las víctimas del terrorismo de Estado. Pero en el diálogo con la jurista estadounidense invirtió los términos: llegó a llamar terroristas a las víctimas de la dictadura y víctimas a los familiares de los detenidos por crímenes de lesa humanidad. Minow quiso saber si se enseñaba a los jóvenes el periodo de la dictadura.
–Si, pero en forma sesgada. Sólo la versión de un bando. Pero vamos a cambiar eso. Hemos formado un equipo conjunto con el Ministerio de Educación que está trabajando en los nuevos programas– respondió Avruj.
Agregó que “si queremos contar la verdad, eso es considerado criminal”. Puso como ejemplo la ley de la provincia de Buenos Aires que obligaba a su gobierno a mencionar a la dictadura como cívico-militar y a cifrar en 30.000 el número de detenidos desaparecidos, que luego fue invalidada por la justicia. Dijo que le parecía aberrante. Se indignó por la comparación con el Holocausto (sin reparar que también en ese caso existe un negacionismo que comienza por cuestionar el número de víctimas).
–Tenemos los datos precisos, no pasaron de 9.000, pero los organismos de Derechos Humanos hacen tanto escándalo que nos obligan a repetir la mentira de los 30.000.
Añadió que el gobierno tenía encuestas según las cuales la sociedad lo apoya y quiere “que se cuenten las dos partes de la historia”. Ante un gesto de Minow, Avruj agregó que comprendía el valor simbólico de los 30.000, “pero hay que hablar en serio, no se puede vivir en la mentira”.
Añadió que “la sociedad quiere mirar hacia adelante, pero un grupo pequeño que grita mucho, tira hacia atrás”. Luego de una pausa, anunció:
–Pero los vamos a silenciar.
En aquella reunión Avruj y su equipo enuncó un plan que según dijo se pondría en ejecución después de las elecciones de octubre y que incluye cambios en los programas educativos y la apertura de juicios por crímenes de lesa humanidad contra los sobrevivientes de la dictadura. El jueves 22 esa última cuestión fue tratada por la Cámara Federal de Rosario, cuya conformación modificó el gobierno con un par de nuevos jueces. En un mes habrá resolución en esa instancia. Como ocurre desde hace muchos años, la multitud en la calle definirá qué caminos están abiertos y cuáles cerrados sin remedio.
La música que escuché mientras escribía esta nota
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