La música del tercer peronismo
Reseña de Llevo en mis oídos. Música y sonido de Cámpora y Perón a Isabel y López Rega (1973-1975)
La posibilidad solo aparece cuando estás dispuesto a interrogar lo dado hasta el fin.
Liliana Herrero
En el origen de nuestro acceso a la historia está la escucha. La discriminación del sentido a partir de los sonidos. El modo de diferenciar la escucha propia nos inscribe en una trama colectiva espesa. De esto viene escribiendo hace ya años el compositor, ensayista, novelista y periodista Abel Gilbert, cuyo último libro, Llevo en mis oídos. Música y sonido de Cámpora y Perón a Isabel y López Rega (1973-1975), Gourmet musical, nos conduce al último Perón. Aquel que llamó “imberbes” a los miembros de la columna de la JP, que se retiraron de la Plaza de Mayo cantando “Aserrín, aserrán”. El conflicto en torno a la escucha alcanzó su máximo histórico. Gilbert era entonces demasiado joven para saber lo que ahora afirma: que la desinfantilización de la escucha es un aprendizaje ante el desastre. Su obra acústico-política puede ser leída como un manifiesto en favor de la intolerancia al oído puerilizado que claudica ante la palabra “padre”.
Ahí donde la autoridad filial aplaca la escucha, se cierra el doble registro constitutivo de la historia. Es el tema de la Carta al padre, en la que Kafka se diferencia como hijo por escribir más que por padecer (o por acusar). El hijo no debe comprender al padre sino para encontrar su camino propio. La escucha en Gilbert, como la escritura en Kafka, se torna terreno de contrastes, modelo de interpretación (y de interpelación). ¿Cómo escucha el “padre” (el padre familiar, el dirigente comunista Isidoro Gilbert, el padre generacional, Perón)? ¿Cómo se situó su generación ante esa escucha? ¿Qué llevaba en sus oídos el General? ¿Qué ocurrió en torno a esa escucha? Y ¿cómo dar cuenta de la propia escucha cinco décadas después, cuando la lucidez actual resultó impotente para advertir el incendio que se venía? La relación entre el pasado y el presente, dice el autor, “es un campo de energías en conflicto”.
La música como modelo de comprensión se hace posible una vez que se advierte que los antagonismos políticos son también tarareados: “Las condiciones materiales y discursivas que dieron lugar a la lucha armada se reflejaron en los cancioneros y las consignas cantadas”. No hay condiciones materiales sin discursos ni sujetos de lucha que no sean, al mismo tiempo, sujetos que cantan. Más que un estudio de las estructuras y de sus representaciones, estamos ante un estudio que sabe que las formaciones colectivas devienen inseparables del cómo de ese decir y de ese escuchar.
La búsqueda del tiempo perdido de Abel se concentra en un breve lapso que va de la masacre de Trelew de agosto del ‘72 a la de Ezeiza de junio del ‘73. Un año que resume una década. La Marina avisaba sobre el papel aniquilador que se reservaba frente a Perón, a la vez que se exhibía la incapacidad del propio peronismo para hacer otra cosa que defraudar expectativas respecto de su capacidad para enfrentar, eludir o posponer la catástrofe. Fueron unos meses decisivos en los que se pasó del entusiasmo en las propias fuerzas a lo que debiera haber sido un principio colectivo de realidad (¿lo fue?). Porque donde hubo pérdida, hay búsqueda. Algo importante que se “ha poseído/experimentado”, sin embargo, “sigue repicando”. La conciencia de una derrota política y la sensación de que “algo nos falta” lleva a Gilbert a rechazar por simplista la opción entre abandonar la política o hacer política derrotada. Se trata, en todo caso, de ir lo más lejos posible, de constatar que la derrota alcanzó a la propia contra-cultura, de la que en otras circunstancias se hubiera esperado una regeneración de otra política. El libro de Gilbert busca asumir todas las pérdidas y activar en su lugar lo que de ellas pueda nutrir una conciencia lúcida bajo la forma de una escucha disidente.
A diferencia de Satisfaction en la Esma —del cual es una precuela: hay una continuidad entre la consigna “El silencio es salud” y la prescriptiva higienista de la derecha peronista y la escucha en la dictadura—, Llevo en mis oídos es una meditación bergsoniana sobre ese tipo de imágenes cuya marca de pasado las convierte en recuerdos: “una historia con protagonistas observados/escuchados en la lejanía”. La escena de la revolución contada por un testigo interseccional, que vivió como adolescente (protagonista sin proponérselo) aquellos años de enfrentamiento que ahora necesitan ser comprendidos para constituir una adultez disidente (el único coraje al que aspira Gilbert es el de la disidencia). Su propia biografía es la de un adolescente que habitaba “en el seno de una familia que no era peronista, aunque sí muy politizada, hasta en la sopa, una casa donde el “murmullo” de los dramas no cesaban”. Una historia de comunistas que desconfiaban de esa revolución que entusiasmaba a la juventud. Revolución que, por ilusoria (carente de perspectivas), asumía los rasgos atractivos y peligrosos de una aventura de la que solo cabía esperar consecuencias trágicas. Gilbert no encuentra palabras para entender a aquel adolescente que “no era un observador ni un protagonista”. Será mediante el análisis de decenas de canciones y hasta de óperas, de artículos de la revista Pelo y de la crítica literaria de Ricardo Piglia, que emprenderá la indagación de aquel “ni ni” cuyo enigma no será descifrado sin que el narrador se desdoble en nombres propios que no cuesta identificar: Walter Benjamin y León Rozitchner, dos grandes judíos marxistas disidentes de su biblioteca.
De El libro de Manuel a la Cantata Montonera se juegan —como un núcleo central de cualquier aspiración revolucionaria— los modos de combinar “lo nuevo y lo viejo” en la escucha de los argentinos. Cierta impresión de fraude en la manera en que lo viejo late “en” lo nuevo. La presencia de lo falso (que en sí misma podría ser interesante) se hace presente como lo fijo en lo fluido y de lo cristalizado en lo creativo. Todo esto se jugaba en el cruce entre contra-cultura y guerrilla. Algo de esto se puede leer también en el reciente libro Conocer a Perón, en el que Juan Manuel Abal Medina (padre) arroja hipótesis más menos coincidentes con las de Gilbert sobre el tipo de inspiración del nombre Montoneros: un intento de pensar lo nuevo con lo viejo. Un eco antiguo con el que se aspiraba a disponer elementos conservadores —lo tradicional y lo católico— al servicio de una revolución juvenil; de recoger lo que los argentinos llevaban en los oídos, con el fin de intervenir en otros oídos: los de Perón. Los títulos mismos, Conocer a Perón y Llevo en los oídos, rondan la misma pregunta: ¿era determinable por la juventud militante la escucha de Perón? ¿El sólo hecho de creerla determinable no suponía desautorizar uno de los principios de la conducción que postula la condición de “padre eterno” nunca comprometido con ninguna de las fracciones que aspiran a parcializarlo?
La búsqueda pasa por hacerse uno mismo un diapasón: “Escucho en 2021 a La Pesada y me asalta la duda de si estoy reemplazando su Perfidia por una “Perfidia” de mis propios significados. Correré en más de una oportunidad el riesgo cuando el objeto flote en las recurrentes aguas de la opacidad”. Es el método de Gilbert similar al kafkiano, consistente en escribir para entender las fuerzas que actúan en una época entendiéndose a sí mismo (averiguar lo que se es cuando se escucha).
“El descamisado no pensaba en la lucha de clases. Su modo de obrar en aquel presente, de configurar su imaginario, remitía a otro mito, en parte sonoro: el Cabildo Abierto que se celebró el 22 de agosto de 1951. Montoneros parecía querer extraer un impulso y una expectativa: que esta vez el coro tuviera la fuerza dialógica y el número suficiente como para enderezar el entuerto. Los oídos que parecían taparse con las manos detrás del vidrio no escucharían lo que los otros querían escuchar. Oídos de padres e hijos”. El razonamiento es poderoso, provocador: el coro del ‘51 (que pedía que Eva fuera Vicepresidenta) era un canto popular que Perón (que le pedía a Eva que renuncie a la candidatura) decidía no escuchar, a pesar de los deseos de Eva. Perón evitaba escuchar porque escuchaba otras voces peligrosas (la de los militares) que amenazaban con dar un golpe si se confirmaba la fórmula matrimonial. ¿La amenaza de las armas podía más que la mediación que Eva hacía con el pueblo trabajador? Aquel renunciamiento eludió el enfrentamiento armado. Retroactivamente, habría que decir que lo pospuso. Una juventud sublevada retomaría dos décadas más tarde una mediación armada que el líder no podría sino agradecer. La lucha armada como condición de una escucha plena que el viejo líder le debía a su pueblo. Unos hijos venidos del antiperonismo se ofrecían forzando la escucha del padre. La escena encandila, no deja ver lo que se viene. Abel busca su contracara —el discurso del padre— en un tema Sui Géneris, “Instituciones”: “Una radio en mi cuarto me lo dice todo: no preguntes más”. Jorge Álvarez cuenta en sus memorias cómo le presentó a Charly García a David Viñas, uno de los más importantes intelectuales de izquierda, para que lo politizara (el vínculo entre Luis Alberto Spinetta y León Rozitchner podría sumarse a una historia de las relaciones entre el Grupo Contorno y el rock). García cuenta lo mismo de otro modo: “Durante un mes milité en el Partido Comunista Revolucionario. El líder del grupete era David Viñas. Me hablaba de cosas que me aburrían. Pero me quedó el germen de la revolución. Yo viví el ‘73 de un modo paranoico”. Observa Gilbert: ahí donde las imágenes míticas enceguecen, las canciones —la contra-cultura— ofrecen una escucha capaz de decodificarlas.
El Perón retornado asimilaba lo visual a la escucha: veía a la multitud y la conservaba “en sus oídos”. Recibía al pueblo como una “música”. Ricardo Piglia decía que el peronismo era un movimiento espiritista, que actuaba invocando la palabra del líder fallecido. Esa comunicación espiritual alcanza su punto más degradado y reaccionario en un capítulo dedicado a la figura insólitamente musical de López Rega, Josesito o Daniel, el Brujo que permanecía adherido a Isabel y que explicó a Abal Medina que el General había muerto hace ya tiempo, pero que él lo mantenía con vida comunicándole sus ideas. Recuerdo el agotamiento que pesaba sobre Abel los días en que buscaba darle una escritura final al libro. Lo aturdía tanta inmersión en el pasado y se preguntaba: “¿Encontramos allí las claves de nuestro presente?”. Y quizá también la impresión de un combate subyacente a la historia argentina que se reiteraba sin poder ser nunca planteado en términos del todo convincentes. Para decirlo en términos teológicos, es como si desconfiara del paso del mesías por estas tierras, de la escena de su muerte y resurrección y del tiempo de liberación definido por el anuncio de su retorno.
El agobio se concentra en la oscuridad del ‘75. Un recuerdo de ese año: “Al atravesar la plaza me encontré con un manojo de panfletos del PRT-ERP (¿los había arrojado el mismo muchacho de la pintada?). ‘¡Argentinos, a las armas!’, se exhortaba. Ahí se detuvo mi lectura y curiosidad. Solté el volante como un acto reflejo, y lo hice acicateado por el recuerdo de aquellos Torinos que nos habían sacado de las orejas de las hamacas. Tuvieron que pasar muchos años para enterarme del contenido de ese mensaje. ‘La dictadura militar fracasará completamente desde el comienzo en sus objetivos de aniquilar las fuerzas revolucionarias y estabilizar el capitalismo. Por el contrario, las fuerzas revolucionarias crecerán más que nunca’, sostenía una guerrilla que ya estaba completamente derrotada en todos los planos, incluso el perceptual (y a esto quisiera llegar)”.
Gilbert busca un nuevo punto de partida. ¿Cómo escribir sobre aquellos años sin haber sido un protagonista, un guerrero? Lo que tiene para contar carece de heroísmo: “todo sujeto bajo terror es un narrador comprimido, anulado, reprimido”. Si se ha atrevido a poner su palabra sobre el papel —“la pertinente impropiedad de escribir”— no es en nombre de una persecución que no sufrió ni para redimir el “internalizado miedo paterno” que lo llevo a refugiarse y fugarse en su “pequeña discoteca privada”. El único coraje que invoca es el que quiere forjar para sí mismo en la escritura: el del disidente.
“Tango del desamparo” es la pieza que actúa como contraposición e ideal de comprensión. Compuesto por Luis Naón doce años después de que en 1975 un grupo parapolicial asesinara a su hermano sin militancia alguna, adquiere para Abel el sentido de una reconstitución perceptual frente a la amenaza genérica del terror. Naón le refirió a Abel que su tango trata de “un nosotros destruido en la intersección del ‘75 y el ‘76”. En el minuto 26 se escucha “porque cuando pibe, éramos dos hermanos, éramos dos, se lo llevaron, (…) nos dejaron con el corazón hecho pedazo”. Abel da vueltas sobre esta pieza: “No esconde su doble carácter: obra de arte, de una honda dimensión poética, retórica y performática, y, a la vez, testimonio a través del cual accedemos conceptualmente a un momento de la historia por aquello que la música niega: una pretensión de comprenderlo de manera total”. Comprender lo incomprensible: el dolor allí alojado que resiste a toda comprensión. Llegar a tocar por medio de la escritura ese núcleo herido cuya sensibilidad protege un saber de otro orden. Forjar desde ahí, de nuevo, un desacuerdo.
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