LA MADRE DE TODAS LAS LOCURAS
Manicomio fascista y oscurantismo católico en la última novela de Almudena Grandes
Hildegart Rodríguez Carballeira nació en Madrid en diciembre de 1914. No fue a la escuela porque de ello se hizo cargo su madre, con el pretexto de evitar contagiarla de la mediocridad infantil reinante. En correlato, apenas conoció a su padre. A los tres años sabía leer y escribir. Ingresó a la Universidad a los trece, se recibió de abogada a los dieciocho. Se transformó en la líder juvenil más influyente de la izquierda española. Feminista y eugenista (impulsaba la supremacía de los más aptos, como ella), el 9 de junio de 1933 anunció su decisión de abandonar el hogar y viajar al Reino Unido. Esa misma noche, mientras dormía, la madre, Aurora Rodríguez Caballeira, le descerrajó cuatro tiros de revólver en la cabeza.
Rica, culta, aristócrata, feminista, Aurora reivindico el filicidio en su derecho a sacrificarla “igual que un escultor destruye un boceto que no le satisface, con la intención de empezar uno nuevo”. El argumento estuvo lejos de convencer a la Justicia, que la condenó a reclusión perpetua; los dos primeros años en la cárcel de Ventas y luego en el hospicio de Ciempozuelos, hasta el fin de sus días. Allí comenzó a tejer sendos muñecos sexuados con el fin de lograr mejores versiones de su imperfecta, finada hija, pero el personal del manicomio se lo impidió. Antes de que cobraran vida. El 17 de julio de 1936 comenzó la sangrienta Guerra Civil Española que se extendió hasta el 1° de abril de 1939. Nadie resultó ajeno, o casi.
Tal uno de los núcleos argumentales de La madre de Frankenstein, quinta y penúltima entrega de la saga “Episodios de una Guerra Interminable” con la que Almudena Grandes (Madrid, 1960) se zambulle en los efectos de cuarenta años del “furioso torbellino del fascismo español, un movimiento peculiar que se alimentaba a partes iguales de la fanática exaltación del macho y la lacrimosa devoción por los altares”. El otro pivote del relato gira en torno a un joven médico que se exilia al comienzo de la Guerra Civil, retorna especializado en psiquiatría, toma a su cargo el caso de la filicida, vence y fracasa con la implementación de un medicamento antipsicótico, la clorpromacina; procura equilibrar su vida afectiva; va y viene con una auxiliar de enfermería, nieta del jardinero. Son quinientas sesenta páginas en que la autora de El corazón helado (2007) relanza su personal estilo de escritura sin temor a aproximarse —por fin— al de su admirado Benito Pérez Galdós, reciclado.
A un intenso usufructo de los subjuntivos que reitera sin cansar, le agrega una no menos notable referencia a la primera persona del singular, con la que el relato cambia de voz aún dentro de un mismo párrafo. Con la singular maestría de lograr que el lector persiga la trama sin contratiempos. Logro en el que coadyuvan diminutos modismos que individualizan a cada locutor, una puntuación precisa, tanto como la sutil variación del rumbo impreso al sentido dentro de esa Rosa de los Vientos tan cabal como generosa que es la lengua castellana: “Yo la quiero, siempre la he querido, eso fue lo primero que le conté al doctor Velázquez, que ya sabía yo que no iba a entenderlo, porque nadie lo entiende. Pero él me dijo que me creía, fíjate, es la primera vez que me pasa. Me dijo que no me extraña y me preguntó por qué. ¡Uf!, le dije, eso es muy largo de contar. Inténtelo, por favor, para mí es muy importante saberlo…”.
En el transcurso de un atrapante tejido para nada lineal pero en absoluto rebuscado, Almudena Grandes recobra un sendero literario brevemente alicaído en las dos últimas entregas de la saga. Enfrascado en una trama pródiga del erotismo propio del folletín, género que profundiza y reivindica, emerge una España que “convertía el sexo en un artículo de estraperlo, el placer en una actividad clandestina, el cuerpo en un objeto de delito”. Una nación pretendida “reserva espiritual de Occidente, el país escogido por Dios, la más católica de las naciones, la hija predilecta del Espíritu Santo, de la Virgen María y del Papa de Roma”. Continuación de una guerra perdida en la que la supervivencia obligaba a que muchos españoles “que ni siquiera habían sido bautizados comulgaban religiosamente todos los domingos. Que por las mañanas, cuando los abrigaban para ir al colegio, las madres recordaban a sus hijos pequeños que no tenían que contar a sus amigos ni una palabra de lo que hubieran oído en casa. Que por las noches, aunque las persianas estuvieran bajadas, pedían a sus hijos, y especialmente a sus hijas, mayores que apagaran la luz, no fuera a verla alguien desde la calle y descubriera que les gustaba leer en la cama”. Subproductos del terrorismo de Estado que ahora se reconocen tan bien -en su mal— por estas playas.
Por sobre todo, La madre de Frankenstein aspira y logra pintar un fresco acerca de muchísimas mujeres capaces de reflejarse en aquellas sometidas bajo el fascismo por la “alianza entre el Estado y a Iglesia” que desató “una represión íntima, invisible en apariencia, que las encarceló por dentro e intervino en su vida privada, que coartó ferozmente su libertad para impedir que fueran felices mientras trabajaban como mulas a cambio de salarios de hambre y sin derechos de ninguna clase, que las indujo a avergonzarse de su propio cuerpo hasta el punto de convertir la manga corta en un pecado”. Perduran en los rincones más recónditos las heridas perpetradas por las dictaduras, marcando siempre con sus esquirlas muchas veces imperceptibles, las cicatrices que el tiempo disimula sin borrar. La literatura, otra vez, se torna ejercicio de la memoria.
FICHA TÉCNICA
La Madre de Frankenstein
Almudena Grandes
Buenos Aires, 2020
560 págs.
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