La letra M (primera parte)

M: de mafia. M de Macrí

 

Palabra que pertenece menos a los dialectos del sur de Italia o al italiano, que al léxico globalizado. Aquí quiero contar cómo surge la categoría en tanto fenómeno social, en qué consiste el poder mafioso y cuáles son sus herramientas principales. En Italia existe bibliografía profusa sobre el tema, que estudia los sentidos comunes generales a las distintas organizaciones mafiosas y a cada una en particular. Un texto relativamente reciente y bastante omnicomprensivo es el Atlante delle mafie. Storia, economía, società, cultura, de Enzo Ciconte, Francesco Forgione e Isaias Sales. (Rubbettino, 2012.)

Estamos acostumbrados a pensar en la mafia como en un producto siciliano universalmente conocido, pero más que de mafia hay que hablar de mafias, en plural. Estas aparecieron en el sur de Italia en el período borbón, en territorios dominados por la corona española. Organizaciones criminales que no florecieron en todas las regiones meridionales por igual: se manifestaron especialmente en Sicilia con la Cosa nostra, en Calabria con la ‘Ndrangheta, en Campania con la Camorra y en Puglia con la Sacra Corona Unita. Estas organizaciones tienen un pasado común. Las cuatro nacieron bajo el mismo régimen preunitario en el sur de Italia. Me refiero al régimen político e institucional de los Borbones, que ocupaba la franja de tierra comprendida entre Nápoles y Palermo, cuyo dominio se mantuvo vigente en la península antes de la unidad italiana. Esas organizaciones tienen casi 200 años y forman parte de la historia y del presente social, político, civil, económico y religioso del Mezzogiorno, en particular, y de toda la península italiana en general. La historia de las mafias en Italia no es solo la de las clases subalternas, sino también la de los poderes territoriales que debe inscribirse en la historia de las clases dominantes.

El nombre –mafia– aparece luego de la unidad de Italia (1861), pero organizaciones criminales parecidas y con control territorial existían con otro nombre antes de esa fecha. En Sicilia, por ejemplo, estaba la Fratellanza (hermandad) y en Calabria los Spanzati (gordos). Como fenómeno social, la mafia surge con la desintegración del sistema feudal. Esa desarticulación y la caída del poder feudal determinó la emancipación de un número considerable de fuerzas económicas y sociales, entre ellas las criminales, que quedaron liberadas a sus propias potencias: desligadas de un poder superior que hasta ese momento las controlaba. Esas fuerzas criminales son nuevas clases sociales que en el Estado post-feudal –y luego en el Estado nacional– se articulan alrededor de la violencia privada. Entre un orden que se desarma y otro todavía en estado de articulación se da un vacío de sentido. Es entonces cuando la violencia privada es apropiada por un sujeto que hasta ese momento dependía de un señor noble y/o terrateniente: el actor mafioso. En un momento de transformaciones del orden general, identifica ese vacío y lo ocupa. Mientras el Estado nacional se va consolidando a lo largo del siglo XIX, las mafias, con su poder violento, inervan el poder institucional. Se politizan. Las mafias clásicas se definen como un poder de la grieta: no se encuentran al servicio del poder constituido, pero están en permanente diálogo con éste; y la violencia que ejercen no está fuera de la ley ni fuera de la vida social. La violencia es la herramienta nuclear de las mafias pero no como forma de protesta o rebelión, sino como medio para obtener beneficios imposibles de conseguir por vías legales. Además es una forma de ascenso social rápido, de acumulación de riquezas primordialmente basadas en la renta y la especulación, una forma de obtener reconocimiento por parte de los otros poderes. Ayer como hoy, en los pueblos del sur de Italia existen cuatro pilares incuestionables: el alcalde, el cura, el médico y el capobastone (el boss mafioso).

Con la desarticulación del sistema feudal emerge una forma de violencia vinculada con el mercado de la propiedad de la tierra y sus productos. Dicho de otro modo: esta violencia organizada (estratégicamente alrededor de la famiglia) se articula como una forma de poder social. Ese es el poder mafioso, violento, de gobierno de la sociedad. Poder paralelo al del Estado. Es una forma de estatalidad violenta que funciona simultáneamente con otras. El poder mafioso es una de las subjetividades que articula el orden del Estado unitario y pone en crisis el monopolio de la violencia del Estado nacional. Comparte autoridad (fundada en la violencia privada organizada) y ley con el Estado liberal. Para entender su importancia es necesario imaginar un poder que durante mucho tiempo, en Italia al menos, va en paralelo al del Estado. No contraestatal sino complementario al del Estado. Ni antiestatal ni antisistema: las mafias no son fenómenos de rebeldía en contra de las miserias y las injusticias sociales; eso, en general, se llama brigantaggio. Salvo el modelo corleonese (Sicilia) comandado por Totó Riina, que arma en Italia una especie de “mafia terrorista”, la malavida organizada de tipo mafioso no se enfrenta abiertamente con el Estado (pues de enfrentarlo, lo obligaría a activar su brazo represivo); prefiere infiltrarlo. Las mafias clásicas han preferido desde siempre desgastar la ley, las instituciones, el Estado, desde adentro. Este es su rasgo distintivo respecto de otras formas de criminalidad de la historia moderna y contemporánea de Italia: la convivencia dentro de la sociedad, dentro de las instituciones, dentro del Estado. Dentro: siempre dentro. Se trata entonces de poderes territoriales que funcionan junto al poder estatal. Ese poder supone el control de personas, actividades y cosas, frente a la inercia o a la lentitud de las fuerzas coactivas del Estado y de la autoridad judicial. Por paradójico que parezca, la violencia no le sirve a las mafias para horadar las relaciones con el Estado, sino para mejorarlas. La idea no es hacer una guerra frontal con el Estado sino con algunos de sus representantes, los que se oponen a su integración.

Las mafias pueden y deben ser pensadas bajo el signo de un modelo exitoso de violencia: privada, de tipo continuado. Sobre personas, actividades y cosas, situadas en un territorio específico y que en este momento de su historia tiene impacto en la economía globalizada. ¿Qué mejor para lograr un control eficaz sobre este entramado espeso (personas, actividades y cosas) que dejar de ser un poder paralelo para transformase en un poder consustanciado con el Estado? Un poder integrado con la sociedad y con las fuerzas políticas de un país, que pueda volverse una forma de regulación. Se trata del crecimiento de las ambiciones de un poder, de un aumento de escala: del terruño –regiones relativamente lejanas, en el sistema peninsular, relativamente relegadas, en general campesinas y paupérrimas, semicoloniales– al mundo. En Italia, por lo general, los mafiosos no tenían ambiciones de gobernar ni de sustituir a la clase política, sino de establecer acuerdos con ella. Pero con la crisis de los partidos tradicionales decidieron entrar a formar parte de la política: integrarla en tanto cuadros de primera línea. Esto se hizo visible especialmente en Calabria y Campania, pero también a nivel nacional con un personaje que militaba en la Democracia Cristiana y que llegó a ser nada menos que alcalde de Palermo: Vito Ciancimino. En ese caso, el modelo de violencia privada se volvió público y se enquistó en el Estado. Llegados a este punto, nada nos impide pensar una mafia dispuesta a disputar el gobierno de un Estado, desbordada de su retícula propia de relaciones sociales y económicas.

Las experiencias de las mafias se ampliaron en el territorio nacional, europeo y mundial gracias a las emigraciones económicas y políticas del siglo XX. Quiero decir: las mafias siguieron las rutas de la emigración, como un nuevo caballo de Troya. Algunos gobiernos americanos se preocuparon por reprimir los sitios libertarios de propaganda, agitación y militancia donde circulaban Radowitzky, Di Giovanni, los hermanos Scarfó, Francesco Barbieri, Sacco, Vanzetti. Al lado de estos apellidos, llegaron otros –menos estruendosos–, que con el correr del siglo XX empezaron a figurar en la primera plana de la vida social y luego, ya a principios del XXI, en la de la vida política.

Las mafias representan el éxito de la violencia privada como fuente de poder social y como mecanismo exitoso para amasar riquezas dentro de un Estado moderno. Son un factor extremadamente potente que condiciona la libertad y la democracia, pero también el progreso social y la justicia. Son fenómenos que, aprovechando las características de la contemporaneidad, alcanzan éxitos de tipo social, económico y político. De esto desciende que las mafias no son lo contrario de la democracia contemporánea sino su complemento.

Para las mafias la violencia es un factor ordenador, de regulación social. Pero es también el elemento central sobre el cual se monta su ideología, para la cual no todos son iguales. Aquellos capaces de ejercer violencia, de dominarla, refinarla y convertirla en un método confiable de poder (de orden, de regulación de la sociedad) integran una élite. Más allá de los límites de esa élite –interclasista– se encuentran los débiles (i molluschi, como dijo alguna vez Luciano Liggio). En este sistema ideológico, apropiarse de bienes ajenos o de bienes públicos no constituye un crimen. El homicidio no es un delito, sino la aplicación de una pena para reconstituir un orden que ha sido alterado. En un contexto en el que ha comenzado a funcionar una racionalidad con estas características, hace sentido la recepción –con honores– en Casa Rosada de Luis Chocobar, el policía que ejecutó a Pablo Kukoc, de 18 años.

Las mafias pueden ser pensadas como relaciones sociales de violencia entre el poder estatal y los poderes territoriales que ejercen el uso de la violencia privada. La violencia es ahí un articulador social que traba relaciones más o menos duraderas entre esos dos poderes teóricamente antitéticos. Una criminalidad de tipo mafioso es tal sólo si quienes gobiernan y quienes se ocupan de la represión estatal tienen vínculos o relaciones con ella. Podemos reconocer a un mafioso en aquel que establece relaciones (de cualquier índole que sea) con los poderes que deberían reprimirlo, separarlo de la sociedad, enjuiciarlo, mantenerlo a distancia (jueces, policías, funcionarios públicos, abogados, etc.).

De esto desciende que sobre la palabra violencia no hay que situar necesariamente sus formas más descarnadas, brutales o rudas, a las que nos acostumbró la maquinaria estetizante del cine de Hollywood. La violencia mafiosa tiene un valor económico y de poder. Articula un finísimo equilibrio entre la violencia en potencia (la minaccia: amenaza) y la violencia descarnada, en acto. El rol que tiene el mafioso en el mundo de los negocios o en el de la política no depende sólo de sus capacidades intelectuales o empresariales, sino más bien del uso (posible: amenazador) de la violencia. En la Argentina actual es imposible no reconocer semejanzas con esta racionalidad de la violencia (que eventualmente se suma a otras expresiones violentas propias de la historia política del país) en la teoría del Estado que despliega la Alianza Cambiemos desde el gobierno. La política que lleva a cabo el Ministerio de (in)Seguridad tiene por lo menos tres grados crecientes y progresivos: amenaza, violencia, represión. Bajo ese signo, el gobierno se define como un modelo exitoso de violencia. El Ministerio de (in)Seguridad nos ha acostumbrado a un finísimo equilibrio que se balancea entre la violencia en potencia, es decir, la amenaza (el respaldo incondicional del accionar policial por parte de la ministra Bullrich, que por ejemplo defendió a los oficiales que mataron a un chico de 12 años, Facundo Ferreira, es una amenaza con reverberaciones en el presente y proyección hacia el futuro; a la que se suma el trolleo activo en las redes sociales) y la violencia en acto, los golpes y los palos (que vimos en acción en la Plaza o por las redes, cuando se discutió la Reforma previsional o antes con las razzias policiales de 2017 luego de la Marcha de Mujeres) y la represión sin mediaciones (Santiago Maldonado, Rafael Nahuel, Milagro Sala).

Último. La violencia también tiene su economía, vinculada en gran parte con el tráfico de drogas, tal como se vio en el programa ADN Periodismo Federal hace tres semanas, el pasado domingo 11 de marzo. Contrariamente a lo que se piensa, la producción y el tráfico de droga son actividades productivas, pues transforman los productos de la tierra, los elaboran y los insertan en el mercado: crean valor agregado. Esto no obsta para que tenga, simultáneamente, una inflexión ilegal parasitaria: robos, extorsiones, secuestros, sobornos, prostitución. Y otra legal, a menudo ligada con la obra pública y al abastecimiento de la administración pública. En todas estas articulaciones se compite a partir del uso de la violencia o de la amenaza. Éstas: las características y las consideraciones generales. Quedan otras especificidades, para la mirada militante, académica e intelectual: los modos propios del andragathos. 

 

(CONTINUARÁ).

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