La justicia vecinal y la justicia mediática

La nueva transformación de la agresividad

 

La semana pasada en un barrio de la periferia de la ciudad de Comodoro Rivadavia, un grupo desaforado de vecinos linchó al padre de un joven acusado de haber violado a un niño de 12 años. Más aún, le quemó la casa donde vivía con su familia. La noticia circuló rápidamente por los medios nacionales a la par de la indignación del mainstream periodístico porque no solo la víctima del linchamiento era inocente sino porque su hijo no fue reconocido como el autor del hecho. Pero lo que sucedió en la Patagonia no es un caso excepcional sino una práctica regular en distintas barriadas del país. No me refiero a los linchamientos, que suelen ser protagonizados por distintos sectores sociales, sino sobre todo al incendio de viviendas intencionado y colectivo.

Estás formas de protesta judicial hay que leerlas al lado de otras formas de justicia ostentosa y emotiva que se han venido extendiendo en las últimas décadas, y para eso apelo a la memoria del lector. Me refiero a las vindicaciones o casos de justicia por mano propia; los escraches públicos; los escraches en las redes sociales o lugares de trabajo, en los comercios o en los pasillos de los edificios; las tomas de comisarías, la lapidación de policías y el incendio de patrulleros; los saqueos masivos a comercios del barrio protagonizados por vecinos; los leading cases protagonizados por la justicia mediática; los comentarios del lector a las noticias o los separadores radiales de la opinión pública; las opiniones o declaraciones que vierte la “gente” a los movileros. Efectivamente, en las últimas décadas hemos asistido, a veces con asombro y cierto pesimismo, a la proliferación de formas alternativas de encarar conflictos que nos conmovieron, experiencias estas que tienen la capacidad de conmocionarnos también.

 

Muchas preguntas se han escuchado durante la semana: ¿estamos ante otro caso de justicia popular? ¿Son la expresión de la ausencia de Estado? ¿Tendrá que ver con la imposibilidad que tienen determinados sectores de la sociedad para acceder a la justicia? ¿Son eventos que hay que leerlos al lado de la crisis de representación que atraviesa la justicia? Por mi parte sumaría las siguientes cuestiones: ¿son actos de venganza privada? ¿Estamos ante una violencia difamatoria o una violencia sacrificial? ¿Nos están informando de la ausencia policial o de frustración de las expectativas vecinales sobre el accionar policial? ¿Existe alguna relación entre el linchamiento vecinal y el gatillo policial? ¿Forman parte de procesos de violencia más amplios en la vida social? ¿Constituyen la expresión del deterioro de los niveles de convivencia al interior de la comunidad, de la fragmentación social? ¿Están impugnando o recargando el punitivismo del Estado?

Las respuestas a estas preguntas no son sencillas, pero no estamos solos frente a ellas, porque tampoco se trata de prácticas novedosas. Sin ir más lejos fue la forma que los supremacistas blancos de las zonas rurales en el sur de los Estados Unidos ensayaron para sacarse de encima a los negros libertos, remarcando de paso los límites que el Estado estaba corriendo; una manera que tenía el völkisch alemán para ejercer la vigilancia y la denuncia de todas aquellas personas del vecindario que tenían otras formas de vida, otros valores y otras maneras de pensar (judío, marxista, gitano, internacionalista, artista, etc.). Pero no hay que ir tan lejos para encontrarlas. Hay formas de justicia muy extendida en las favelas urbanas en las grandes ciudades de Brasil, pero también en ciudades y zonas rurales de Perú, Bolivia, Colombia, Ecuador, Guatemala y México. Al lector que le interese estos temas puede consultar las investigaciones de Carlos Vilas, Leandro Gamallo, José de Souza Martins, Gema Santamaría Balmaceda y Eduardo Castillo Claudett; el libro que hace unos años compilaron Adrián Cangi y Ariel Pennisi, Linchamientos, la policía que llevamos adentro, o el libro de mi autoría que saldrá en las próximas semanas: Vecinocracia: olfato social y linchamientos. También pueden ver los films de Alfred Hitchcock, Un incidente en la esquina (1960); de Fritz Lang, Furia (1936); y de Thomas Vinterberg, La cacería (2012).

Permitan detenerme ahora en los linchamientos, toda vez que se trata de una práctica hecha con muchas prácticas. Porque el linchamiento está hecho con linchamientos simbólicos o escraches en las redes sociales, los lugares de trabajo o en el barrio donde vive la víctima propiciatoria, porque algunas veces son acompañadas con ataques a la comisaría donde se encuentra detenida la persona identificada como monstruo, y porque cuando estas acciones colectivas tienen lugar en el barrio donde vive la persona linchada, pueden llevar también a la quema de su vivienda, a la expulsión del barrio de todo el grupo familiar y a la ocupación del terreno por otros vecinos del barrio. La furia que desatan los linchamientos es la consecuencia de procesos de estigmatización exitosa, de la degradación moral que se fue cocinado a fuego lento al interior de los rumores vecinales.

Cuando hablamos de linchamientos no estamos haciendo referencia solamente al linchamiento propiamente dicho, sino también a las tentativas y amenazas de linchamiento. No siempre los linchamientos culminan con la muerte del linchado. De hecho, eso sucede sólo en una minoría de casos. Y eso no implica que hayan fracasado en su cometido. La mayoría de las veces los linchadores se proponen darle un escarmiento moral a la persona linchada, es decir, su objetivo inmediato y visible consiste en marcarlo para siempre en la conciencia de la comunidad. El linchamiento combina el castigo físico con el castigo simbólico. Hay una dimensión moral que no hay que perder de vista toda vez que denigra a la persona, impactando tanto en la subjetividad del linchado como en la de los linchadores. Un castigo que arrastrará a la familia de la persona linchada, puesto que ya sabemos que el estigma se trasmite a la parentela o a su grupo de amigos. Por eso, cuando no hay que lamentar víctimas fatales, puede decirse que los linchamientos fueron igualmente exitosos toda vez que lograron agredir su dignidad y los protagonistas llevarán guardada las imágenes para siempre en su memoria colectiva, la superficie donde se inscribe la sentencia difamatoria.

Ahora bien, tan importante como los linchamientos son las amenazas públicas que los vecinos hacen a los presuntos criminales. De hecho, en los últimos años han proliferado también carteles escritos por los vecinos alertas, con leyendas amenazantes, donde se advierte a los ladrones que si insisten en sus fechorías serán linchados. Incluso, en algunos casos han colgado de los postes de alumbrado público muñecos espantapájaros, para disuadir a las personas de cometer robos en el barrio.

En las últimas décadas, en casi todas las grandes ciudades latinoamericanas se han convertido en un fenómeno muy extendido. Ya no se trata de hechos aislados, marginales, atípicos, rurales, incluso, folklóricos. La frecuencia entre esos eventos ha ido en aumento. Claro que todos los linchamientos no son siempre el mismo linchamiento. Tanto los linchamientos como las otras formas de justicia vecinal son fenómenos muy heterogéneos,  que ponen en juego diferentes lógicas sociales. No sólo concurren diferentes factores, sino que cumplen diferentes funciones y tienen diferentes dinámicas sociales, es decir, distintos niveles de rutinización y criterios de organización. En otras palabras: son formas de justicia que no siempre son vividas de la misma manera. Las comunidades o grupos sociales no siempre están haciendo lo mismo cuando practican el linchamiento, los escraches, el incendio de viviendas, los saqueos colectivos, etc.

Casi siempre giran en torno a determinados crímenes, pero si se mira de cerca nos daremos cuenta que suelen tener un común denominador: la gran mayoría de las veces, las víctimas de los linchamientos son jóvenes, varones y pobres. Hay también linchamientos abiertamente raciales o contra mujeres señaladas como prostitutas, pero en el país priman los linchamientos contra personas acusadas o sospechadas de haber cometido delitos contra la propiedad privada, seguido de los linchamientos contra los agresores sexuales.

Sabemos que el linchamiento es una violencia grupal y patotera, una forma de justicia colegiada, sumarísima y extraoficial; la ejecución de un sospechoso sin proceso legal alguno por parte de una masa que se autoerige como tribunal colectivo. Detrás de cada linchamiento está la indolencia –la incapacidad para ponerse en el lugar del otro, de alojar al otro percibido como extraño­–, pero también la creencia de que se han debilitado las capacidades punitivas del Estado para prevenir, perseguir y juzgar a los actores que ellos referencian como productores del miedo. El Estado no sólo ha perdido el monopolio de la violencia legítima, sino que se desentiende de ella cuando licencia a la policía o la descontrola, cuando no restringe ni controla la circulación de armas o cuando interpela periódicamente a los vecinos alertas para que asuman tareas de control.

 

El linchamiento, los escraches, la justicia por mano propia, la quema intencionada de viviendas, son alguna de las formas que asume la violencia en la Argentina. Una violencia que hay que pensarla al lado de otras violencias, no necesariamente encadenadas. La violencia es el telón de fondo de muy distintas experiencias sociales. La encontramos encapsulada al interior de organizaciones o prácticas cotidianas y forma parte del folklore de muchas instituciones. El linchamiento y la venganza por mano propia son la expresión de la hostilidad social, de la inhospitalidad vecinal. Los vecinos alertas ya no están dispuestos a cobijar al otro, a comprender a aquellos que tienen otras formas de vida, otros valores, otras maneras de pensar. Todas estas formas de violencia social a través de las cuales se canaliza el descontento y procesan la conflictividad, han delimitado una nueva forma de justicia que compite con la justicia del estado: la justicia vecinal.

Una justicia tributaria de la justicia mediática. En efecto, estamos ante procesos de justicia que imitan a la justicia practicada por el periodismo televisivo, de allí también que aquellas experiencias suelan ganarse rápidamente la atención de movileros y cronistas. No hay justicia vecinal sin justicia mediática, porque al igual que esta, la justicia vecinal es una justicia veloz (urgente, rápida o expeditiva), ostentosa (donde lo público se confunde con el espectáculo), una justicia sin pruebas (basta con la credibilidad que aporta la víctima o el periodista estrella que es el testaferro de la víctima), una justicia emotiva (apasionada, que no necesita discutir nada), que se apoya (y manipula) en la víctima y una justicia profundamente antigarantista (sin presunción de inocencia, sin derecho a la defensa y un juicio justo, sin la presencia de un tercero imparcial que vele por los derechos de las partes).

La justicia vecinal es una justicia excepcional. Y digo excepcional en sus dos acepciones. Primero porque es extraordinaria, portentosa y descomunal; y segundo, porque se practica más allá del estado de derecho. La justicia vecinal nos está informando del empoderamiento de los vecinos para hacer justicia, pero también de los microfascismos sociales. Son formas de justicia cada vez más hostiles, que están poniendo a la democracia en lugares cada vez más antidemocráticos.

 

 

Hay quienes sostienen que los linchamientos o la venganza por mano propia, son expresiones de una legalidad popular o la sobrevivencia de una justicia milenaria, que actualiza los sentidos de justicia que tienen los sectores populares, que son una manifestación de la pluralidad cultural y jurídica que predomina en determinadas comunidades. No vamos a decir que esto no pueda ser así. Nos interesa apuntar que estos hechos justicieros nos están informando del empoderamiento de los vecinos para hacer justicia. Una justicia que, según como se la mire, puede estar contradiciendo a la justicia estatal o complementándola. Más aún, preferimos ver en ellas una liberación de la violencia que, lejos de agregarle certidumbre a la vida cotidiana, reproducen las condiciones para que sus protagonistas se sientan cada vez más inseguros y para perpetuar los malentendidos en la sociedad, escalando los conflictos hacia los extremos.

Las formas que asume la justicia vecinal actualizan la privatización de la justicia. Prácticas que proponemos leerlas al lado de otros fenómenos como el paramilitarismo y las autodefensas, el pistolerismo y el sicariato, los escuadrones de la muerte y el vigilantismo o los vecinos alertas. No son experiencias ni prácticas equiparables, sin embargo, a veces –no siempre— persiguen los mismos objetivos y tienen un telón de fondo semejante. Pero más allá de la justificación que se ensaye sobre cada una de estas acciones violentas para administrar justicia y gestionar seguridad, todas estas experiencias son la expresión de una serie de cambios en la sociedad contemporánea que aquí llamaremos, parafraseando una vieja noción del sociólogo aleman, Norbert Elias, las nuevas transformaciones de la agresividad, caracterizada esta vez por la desmonopolización de la violencia.

 

 

*Docente e investigador de la UNQ y UNLP. Director del LESyC (Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre violencias urbanas) de la UNQ. Autor de Temor y control, La máquina de la inseguridad, Hacer bardo y Vecinocracia: olfato social y linchamientos (de próxima aparición).
Las ilustraciones en acuarela que acompañan esta nota pertenecen al artista Gabriel Glaiman de la ciudad de Buenos Aires.

 

 

 

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