La izquierda democrática

Una revolución silenciosa

 

A finales del siglo XIX una fuerte polémica, denominada luego “el debate Bernstein”, enfrentó a socialistas “reformistas” y a socialistas “revolucionarios”. Eduard Bernstein publicó entre 1896 y 1898 una serie de artículos recogidos luego en un ensayo titulado Socialismo democrático (Ed. Tecnos), en los que postulaba una adecuación del lenguaje político a la práctica concreta de la socialdemocracia alemana. En su opinión, ni el capitalismo marchaba hacia una catástrofe, ni la estructura de clases correspondía a un cuadro bipolar, ni la revolución formaba parte del horizonte práctico de la socialdemocracia. Defendía una vía reformista, es decir “un trabajo sistemático de reforma en contraposición a una política que cuente con una catástrofe revolucionaria como un estadio querido o que la considere como un estado inevitable”. Sostenía que el socialismo llegaría no como desenlace de una colosal batalla política decisiva, sino como fruto de toda una serie de victorias económicas y políticas del movimiento obrero en sus distintos campos de actuación. Consideraba que el reformismo, al rechazar la teoría de la catástrofe, “se ve conducido a prever posibilidades y necesidades de cooperación con partidos no socialistas y adaptar su lenguaje de lucha según esta cooperación”. En 1889 se fundó en París la Segunda Internacional y en ella quedaron reflejados las dos corrientes claramente diferenciadas: la reformista de Bernstein y la marxista revolucionaria de Lenin. Tras la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia, se conformó la Tercera Internacional Comunista que adoptó las tesis de Lenin, partidario de instaurar una dictadura del proletariado.

 

 

La reflexión de Gramsci

En Italia, a mediados del siglo XX, Antonio Gramsci inició una nueva reflexión en el seno de la corriente revolucionaria. Partió del reconocimiento de la compleja articulación de la sociedad burguesa, percibiendo que era errónea la pretensión de reducir la totalidad de la sociedad moderna a la base clasista del marxismo clásico. Gramsci indagó acerca de la autonomía de la superestructura y la perduración de las ideas, valores y concepciones del mundo más allá de la estructura que las había generado. El partido de masas es visto como una fuerza de vanguardia intelectual hegemónica respecto de una vasta y compleja formación social, una suerte de “príncipe moderno”, capaz de organizar y guiar una gran masa de individuos. Como el partido constituye una prefiguración de la nueva sociedad, su vínculo con las masas es una obra de transformación y de educación permanente, un esfuerzo para dotar de perspectiva política la presión reivindicativa de las masas. El producto de ese esfuerzo, la ideología revolucionaria, expresa y resume toda la historia precedente, los valores presentes en la sociedad real y a través de esa labor de condensación la clase obrera se libera progresivamente de los límites de su existencia inmediata, y se constituye y se suprime como clase subordinada. El partido no es dueño de una verdad que estaba dada y sólo pendiente de ser aprehendida, sino que es el instrumento de elaboración de una verdad relativa, que es objeto de una autocrítica permanente. A diferencia del partido marxista-leninista, el “partido nuevo” de Gramsci, en la medida que pretende ser la fuerza hegemónica de una formación social vasta y compleja, es necesariamente la expresión de diversas clases, por más que se presente como el intérprete de la vocación revolucionaria que sólo tiene el proletariado.

La caída del Muro de Berlín en 1989 y la implosión del sistema soviético en 1991 provocaron el desprestigio de los viejos partidos comunistas que, al menos en Europa, se fueron reconfigurando y adoptando posiciones socialdemócratas, abandonando la tesis de la dictadura del proletariado y aceptando las reglas del juego democrático. Sin embargo, en América Latina todavía existen dirigentes y partidos que no han asimilado las consecuencias últimas de aquellos debates y bajo el pretexto de liderar una revolución permanente intentan suprimir con métodos burdos la alternancia democrática. No es posible que el pensamiento de izquierda avance en su proyección política y social si no saca todas las conclusiones que derivan de hechos tan evidentes como los acontecidos en las últimas décadas.

 

 

La toma del poder

La creencia decimonónica de que era posible “tomar el poder” para instaurar una dictadura del proletariado ha sido siempre problemática y arrastra necesariamente una serie de consecuencias políticas inevitables. En primer lugar, la imposición de la modificación radical de los derechos jurídicos existentes sólo se puede llevar a cabo en el marco de una dictadura como con toda franqueza reconoció Lenin. Las clases o sectores sociales que resulten desposeídos se oponen naturalmente a cualquier confiscación, de modo que la instauración de un gobierno autoritario y fuerte resulta inevitable. La consecuencia es que la propuesta de una revolución política y social que intenta imponer un nuevo orden social, resulta incompatible con un método democrático que obligaría a llevar a cabo elecciones libres en forma periódica.

Por otra parte, parece inviable imponer en la actual sociedad compleja y globalizada un proyecto de ingeniería social que sea completamente alternativo al sistema imperante. Si proponemos, por ejemplo, “la socialización de los medios de producción”, estamos ofreciendo un modelo económico y social integral y acabado, antagónico a la economía de mercado, basada en la propiedad privada de los medios de producción. La implantación de un modelo de estas características, aparte de las enormes complicaciones que entrañaría en su aplicación práctica, no tiene posibilidad alguna de hacerse por la vía electoral. Son tantos los intereses creados alrededor del sistema de economía privada que esa propuesta, en el terreno electoral, carecería de suficiente respaldo.

La otra vía alternativa sería tratar de imponerlo mediante una revolución violenta, lo que conlleva instaurar una rediviva “dictadura del proletariado” para consolidar el nuevo modelo. Ese camino supone recorrer un calvario similar al soviético para llegar al final del camino al punto de partida. Es inaceptable por profundamente antidemocrático y carece actualmente de todo atractivo. Nadie estaría dispuesto a confiar en un grupo de iluminados esgrimiendo un plan utópico para hacer avanzar a la sociedad por un aparente camino de progreso. Si algún saldo deja el fracaso soviético es justamente el reconocimiento de que sin juego democrático es imposible corregir los defectos inevitables de los modelos de ingeniería social. No es posible someterlos a la corrección del criterio de prueba y error, y así fracasan irremediablemente. Lo cierto es que en la actualidad, todos los modelos alternativos que desde la izquierda democrática se vienen barajando en el plano intelectual, dado el innegable fracaso del sistema de planificación centralizado experimentado en la Unión Soviética, preservan el libre juego de las fuerzas del mercado.

 

 

La revolución silenciosa

La transformación social mediante el uso del método democrático a lo sumo permite una “revolución silenciosa” como sostenía Norberto Bobbio. En opinión de Bobbio, “únicamente la democracia permite la formación y la expansión de las revoluciones silenciosas, como ha sido en estas últimas décadas la transformación de la relación entre los sexos, que es quizá la mayor revolución de nuestro tiempo”. En segundo lugar, la visión de la conquista agonal del poder político elude el problema de la complejidad. En el sistema capitalista liberal, el sistema económico se configura como un espacio al margen del Estado. Alrededor del proceso productivo se mueve una amplia gama de intereses sociales relativamente contrapuestos ocupando posiciones estratégicas o complementarias. Esta expansión autónoma del proceso de acumulación capitalista, hace que la tesis de “toma del poder” resulte ingenua. No es posible ya tomar el poder por el sencillo expediente de ocupar todos los resortes del Estado, porque el poder es una pirámide de base muy amplia y la ocupación del vértice no garantiza el control del conjunto. La cantidad de grupos, subgrupos o sectores sociales con intereses divergentes, pero vinculados básicamente al funcionamiento económico del sistema, tampoco permite ya identificar a determinados sujetos sociales como portadores de intereses de “clases” en el sentido tradicional del término.

Por lo tanto, no es concebible en la moderna sociedad democrática construir una alternativa política viable desde el mesianismo revolucionario, heredero de las tesis de Lenin. Como afirma Eugenio del Río, “el mesianismo es la atribución a una persona, a un grupo de personas, a una clase social, a una asociación determinada, o a un movimiento popular, de un papel salvador de la sociedad, de la nación o de la humanidad. El Mesías, mensajero y agente del nuevo mundo, encuentra su sentido en el marco de una visión escatológica o milenarista”. En momentos que surgen en América movimientos mesiánicos de ultraderecha, que pretenden restaurar un inviable fundamentalismo de mercado, incluso alentando golpes militares como intentó Bolsonaro en Brasil, es necesario asumir la defensa irrestricta del Estado de derecho. Las personas que se sienten “iluminadas” por la verdad no están dispuestas a hacer concesiones a quienes “caen en el error”, “reniegan” o “traicionan” la visión acertada de las cosas. De allí los riesgos de todos los mesianismos, sean de derecha o de izquierda.

En la moderna sociedad democrática nadie puede considerarse poseedor de la verdad, y la verdad no es más que una suave línea en el horizonte que se aleja a medida que nos acercamos. En la sociedad política actual existen sólo verdades transitorias, “medias verdades” a las que se llega como consecuencia de la acción comunicativa animada por el principio del discurso racional. En palabras de Max Weber, “todo conocimiento de la realidad infinita mediante el espíritu humano finito, está basado en la tácita premisa de que sólo un fragmento finito de dicha realidad puede constituir el objeto de la comprensión científica”. Por consiguiente, debemos tomar conciencia que la construcción de un sistema alternativo es una labor que requiere un enorme esfuerzo, tropieza con las inercias culturales del pasado y sobre todo debe desarmar una densa trama de intereses creados. Conseguirlo es casi obtener la cuadratura del círculo, pero cuadrar el círculo mediante la imposición violenta de una dictadura totalitaria no es el camino adecuado.

 

 

 

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