LA INDEPENDENCIA DEL BANCO CENTRAL
El ardid electoral opositor anti inflacionario para consolidar la desigualdad
En la actualidad planetaria compungida por el garrón coyuntural pandémico, algunas vicisitudes están cambiando para mal, por ejemplo el clima. Otras le siguen el tren de lo por el momento inevitable. Cultivar en Sicilia paltas propias del trópico en lugar de perseverar con la milenaria tradición de viñedos porque el aumento de la temperatura así lo aconseja, es un hacer de necesidad virtud, por caso no imaginable para los cereales si el calor se pone denso en las otras geografías más frías en las que se producen. En distintos países la cosecha actual de granos está atravesada por un par de sequías que siguen empujando su precio mundial para arriba, en tanto en el Brasil la impensable nieve acabó con parte de las plantaciones de maíz y café. Pero mientras el mundo continúa tomando conciencia de que andar distrayéndose de los avatares del clima no da para más, algunas cosas que debieran cambiar, permanecen y hacen sentir su peso muerto.
Mientras el mundo discute si los bancos centrales pueden ayudar con el cambio climático impidiendo financiar actividades contaminantes, un par de candidatos a legisladores nacionales de la franja más recalcitrante conservadora de la oferta electoral, centraron su propuesta legislativa en sancionar una norma que le impida al Banco Central financiar al gobierno y ni mencionan la cuestión climática.
Dicen los conservadores que las políticas populistas empapelan el circuito económico para pagar con lo que no hay lo que no se debe: pan y circo. La relación es directa: más dinero, mayores precios. Es lo que se conoce como la teoría cuantitativa del dinero, en su versión más ramplona. La reacción conservadora entiende que esa es la siniestra celada tendida por los populistas para capturar el voto de las mayorías, a sabiendas de que esas masas empobrecidas están incapacitadas para rechazar la tentación disoluta.
Lo que lo opositores están propugnando es que el gobierno deje de darle a la maquinita, es decir el acto administrativo mediante el cual la Secretaria de Hacienda (la billetera del gobierno) emite un bono que le vende al Banco Central, que le entrega a cambio billetes con los que pagar las deudas contraídas. Esos billetes son encargados por el Banco Central ex nihilo a la Casa de Moneda, que los imprime y se los remite para que éste los deposite en las cuentas de la Secretaria de Hacienda. Así como al pasar, debe señalarse que en ese trámite ya hay una primera realidad que choca fuerte con el mito popular: el Estado no imprime dinero para despilfarrar en gastos que todavía no hizo, sino para pagar gastos en los que ya incurrió y que sin los cuales el pedido de auxilio financiero se quedaría sin causa material. Normalmente el Estado emite para sacar a una economía del marasmo. La buscada independencia del Banco Central lo impide. En el fondo es un ejercicio de violencia política.
El perro se muerde la cola
Los opositores siguen convencidos de que el Banco Central puede manejar a su antojo la cantidad de dinero y así –entre otros objetivos importantes- de paso aquietar la relación de cambio peso-dólar. Ocurre que en esa aproximación una moneda respecto a la otra puede flotar libremente y no irse de mambo justamente por el supuesto control de la cantidad de dinero que hace el Banco Central. La verdad, es muy diferente. El gobierno no puede controlar la cantidad de dinero, es la actividad económica la que la establece. El funcionamiento de ese fervor inútil por controlar la cantidad de dinero se percibe en la experiencia del gobierno anterior que ni bien asumió apretó el torniquete monetario para completar el truco cuyo nombre es: metas de inflación. El dinero volvería a tener valor porque un Banco Central independiente tenía una meta de inflación y la decisión de alcanzarla secando la plaza todo lo que hiciera falta. ¡Qué valientes! Hambre y amargura en vez de pan y circo.
En esta visión de la moneda, el dinero que es susceptible de ser controlado en su cantidad es el que resulta de la suma del circulante en el bolsillo de la gente más lo que los bancos comerciales depositan en el Banco Central como reservas hechas sobre los depósitos que administran, pertenecientes a los particulares. La suma de esos dos componentes en la jerga se define como: base monetaria. A efectos de que baje el circulante en los bolsillos se aumentó la tasa de interés de las LEBACs (un instrumento financiero del Banco Central) para que los bancos comerciales colocaran los fondos que capturaban en esa letra y no se prestaran. Pero como eso era más circulación por los fondos destinados a pagar la tasa de interés, al final de la carrera había más base monetaria y las autoridades del Banco Central de entonces —que tenían una muy alta opinión de sí mismos, debido a su inigualable conocimiento de la ciencia de la moneda— se encontraron con una masa monetaria creciente que estaba lejos de poder controlar, entre otras cosas porque no es posible. Se le escapaba por todos lados y eso que subían la tasa de interés para tornar más atractivas de lo que ya eran las LEBACs y peor todavía. ¡Qué ingrata es la realidad!
Este perro mordiéndose la cola no fue la causa de la inflación desbocada que generó por todo resultado el afán controlante del gobierno anterior. Como siempre, lo que explica la inflación es el empuje de los costos. Tarifas, dólar, paritarias tratando de que los salarios no pierdan por mucho, caída de la actividad por caída salarial y apertura lo que sube la presión de los costos de escala, alta tasa de interés, se conjugaron para redundar en un índice de precios al alza sin parar. Los precios aumentaban como reflejo del incremento de los costos y luego subía la cantidad de dinero para financiar esos precios, exactamente al revés de la secuencia en la que creen estos monetaristas empedernidos, cuyo otro rasgo característico era el de no sospechar ni por asomo que algo podía fallar.
Marx estaba en lo cierto cuando sostenía que el dinero no es un elemento neutral ni un factor autónomo. Lo importante no es el dinero en sí mismo, sino lo que provoca como un equivalente general: la disociación de los dos actos constitutivos del intercambio, la venta y la compra. En el mundo real no vendemos para comprar dinero, vendemos para ganar. Por lo demás, no existe una demanda y una oferta de dinero sencillamente porque el dinero no tiene precio y sin precio esas dos fuerzas contrapuestas carecen de norte. Tiene paridad única: 100, 50 ó 2 pesos valen 100, 50 ó 2 pesos.
Una larga historia
¿Pero por qué siguen y siguen con el mismo sonsonete sin ningún apego a la realidad? Una referencia se ubica cincuenta años atrás en los Estados Unidos. Se había llegado un punto en el cual los norteamericanos no tenían el oro suficiente para respaldar el dólar y asegurarle al resto del mundo que el sistema de Bretton Woods seguía funcionando (el dólar era cambiable por cualquier moneda porque era la única convertible al oro, lo que amparaba a los países eventualmente de disponer de algo más que papel pintado de verde). Con la inflación en aumento y una corrida del oro que se avecinaba, la administración de Richard Nixon coordinó un plan de acción audaz. Del 13 al 15 de agosto de 1971, Nixon y quince asesores se reunieron en la chacra presidencial de Camp David y crearon un nuevo plan económico. En la misma noche del 15 de agosto de 1971, Nixon se dirigió a la nación anunciando una nueva política económica. También ahí el mundo se enteró de que el dólar ya no se podría cambiar por oro. Los norteamericanos tenían formalmente libres las manos para accionar cuanto quisieran la maquinita. Fue lo que hicieron entonces y siguen haciendo ahora.
Un par de años antes Nixon había echado al presidente de la Reserva Federal y puesto uno afín. El renunciado era un nabo que frente a una recesión muy importante en ciernes en 1969, se le ocurrió plantarse frente al timonel de una clase dirigente que estaba disputando la Guerra Fría con un panorama interno muy alterado y decirle que iba a endurecer la política monetaria, que mejor recesión que inflación. Nixon lo acomodó en la misma órbita a la luna que la Apolo. Una década antes Nixon había escrito un ensayo titulado Seis Crisis en respuesta al Perfiles de coraje de J.F. Kennedy. La sexta crisis fue la que sufrió cuando era candidato a presidente en 1960 y perdió justamente con Kennedy. La Reserva Federal había endurecido la política monetaria temiendo inflación, lo que devino en una recesión importante. Se había quemado con leche.
El clima académico de entonces –del que siguen abrevando nuestros monetaristas pro independencia del Banco Central— tomaba un cariz hostil al expediente monetario. En 1968 Milton Friedman había publicado un trabajo en el que pretendía fundamentar que el aumento del nivel de empleo vía la política monetaria era una ilusión. Friedman, en rigor, venía bregando desde hacía dos décadas a favor de un sistema donde todas las monedas flotaran entre sí (lo decía en serio), y contra Bretton Woods, que impedía en caso de una debacle como la del ‘29 emitir el dinero que hiciera falta, porque violaba la paridad oro acordada con el resto del mundo. Por lo tanto, proponía que lo lógico para salirse del sistema monetario mundial era alcanzar la más absoluta estabilidad de los precios controlando la emisión. A mediados de los ’70, primer shock del petróleo mediante, la inflación norteamericana que venía en alza se había encabritado feo para sus estándares históricos. El diagnóstico de un paper de los monetaristas ortodoxos Finn Kydland y Edward Prescott de 1977 fue que para frenar la escalada mediante el control de la masa monetaria hacía falta un Banco Central independiente. Un no Nixon. A decir verdad, Friedman no consideraba la independencia del Banco Central un objetivo aceptable, porque temía que minara la salud de la democracia.
El trabajo de Kydland-Prescott fue señero para este tipo de propuestas, que incluso no son tan nuevas. Hace dos siglos David Ricardo afirmaba que “la experiencia muestra (…) que ni un Estado ni Banco alguno han tenido el poder irrestricto de emitir papel moneda sin abusar de ese poder: por ello en todos los Estados la emisión de papel moneda debiera estar bajo una cierta vigilancia y control”. Para Ricardo, la convertibilidad al oro era lo más adecuado a ese fin. Lo que une a Ricardo, Kydland, Prescott con los candidatos opositores actuales que hacen suyo el postulado de la independencia del Banco Central es la perversa ilusión de que pueden deshacerse de la disputa política por una vida mejor. Alan Greenspan como presidente de la Reserva Federal en una reunión de 2005 confesó que "el mecanismo (...) a través del cual creemos que las expectativas de inflación se reflejan en gran medida en precios más altos es el proceso de negociación salarial". Su sucesor en el cargo Ben Bernanke fue metafórico al señalar que el “presidente [del banco central] toma decisiones políticas de una forma apolítica y ajena a los partidismos”. Posiblemente haya pronunciado esas palabras de lo más serio, sin ponerse colorado.
Eso no es cierto y no puede serlo porque los precios expresan por delante la disputa política, la lucha de clases que hay por detrás. La moneda en circulación se acomoda a esa realidad. La única forma que tiene el Banco Central de empiojar las decisiones democráticas de la sociedad es bajando el ritmo al que los bancos privados mediante el crédito crean depósitos. Esto es lo que se llama endurecer la política monetaria. Eso puede provocar –y provoca— un bajón de la actividad que al horadar la demanda efectiva hace que se frene el alza de las remuneraciones al trabajo y baje el monto de estas. Finalmente el control de los precios es vía baja de costos, en este caso del que redunda en una vida peor de los salariados.
Henry Kissinger en un paper de los ’60 sobre Otto von Bismarck advertía que “los estadistas que construyen de manera duradera transforman el acto personal o la creación original en instituciones que pueden mantenerse con un estándar de desempeño promedio. Bismarck demostró ser incapaz de hacerlo. (…) Creó condiciones con las que sólo podían vérselas líderes extraordinarios”. Y claro, líderes extraordinarios son una excepción, no la regla. El movimiento nacional no necesita Bismarcks, necesita instituciones que apuntalen el mandato democrático del igualitarismo moderno.
Posiblemente esa insuficiencia impela al ciudadano de a pie a buscar el liderazgo providencial. Lo preocupante es que a la frustración por infrecuente se agrega el potencial albur de que pueda salir pato o gallareta. No queda otra que enfrascarse en hacer política. Que nos corran con la independencia del Banco Central indica el largo camino que resta andar para conseguir ese objetivo, para el cual las próximas elecciones son una circunstancia importante, pero circunstancia al fin y al cabo, en medio del cambio climático.
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