Cuidado con el país que no existe.
Duerme en el soplo que
Resplandece oscuro.
Juan Gelman
En mayo de 2018, con el agua al cuello, el gobierno encabezado por Mauricio Macri inició negociaciones con el Fondo Monetario Internacional. A comienzos de ese mes la incertidumbre se enseñoreaba. El dólar había trepado a $ 23 –lo que en aquel entonces parecía catastrófico pero resulta una ganga en comparación a lo que cotiza hoy— y las versiones iban y venían. Se especulaba con que se producirían cambios en el elenco económico gubernamental y con la posibilidad de que se tomaran drásticas medidas financieras y/o cambiarias; la opción de acercarse al FMI también se barajaba.
Federico Sturzenegger, presidente del Banco Central –terminaría renunciando el 14 de junio de 2018— tambaleaba: “En los últimos meses se deterioró mi credibilidad”, alcanzó a decir. Y Nicolás Dujovne, que fungía como ministro de Hacienda desde el 10 de enero de 2017 en reemplazo de Alfonso Prat Gay, sudaba la gota gorda.
Finalmente, pasado el mediodía del lunes 7 de mayo, Macri, en un escueto mensaje grabado de antemano (duró menos de 3 minutos) anunció que se iniciaban negociaciones con el FMI. Le siguió una conferencia de prensa de Dujovne también muy corta, en la que permitió solamente cinco preguntas. Así, de manera casi furtiva terminaban un poco más de 10 años sin relaciones con ese organismo internacional de crédito. No obstante la retórica oficialista y sus esfuerzos por disimular lo que estaba pasando, la debacle económica quedó expuesta para todo aquel que la quisiera ver.
La economía del país estaba ya sumergida en una profunda crisis producida por la grosera concepción del desarrollo de Cambiemos, por su contradictoria y desacertada política macroeconómica y por su prácticamente nula capacidad de reconocer el interés nacional. De esto se desprendió un pésimo manejo de la coyuntura financiera y cambiaria y una propensión a vivir de la manga, como se decía en mi barrio. Los resultados de este accionar han sido: el beneficio de una minoría de agentes y operadores internacionales y locales que han obtenido transferencias extraordinarias de la renta nacional por diversos canales (financieros, comerciales, etc.); la acumulación de una ya cuantiosa deuda externa; la desatención o directamente la clausura de planes y recursos básicos que estaban al servicio de los sectores sociales más necesitados; el aumento del desempleo; el atraso del salario y del tipo de cambio; la insólita dolarización de las tarifas energéticas; el veloz incremento de la inflación y del costo de vida; la afectación y/o la crisis de las economías regionales y de las pequeñas, medianas e incluso grandes empresas vinculadas a la producción para el mercado interno, entre otras, aparte del fomento de la “timba financiera” y de una multimillonaria pérdida de divisas.
Bajo estas condiciones han quedado seriamente afectados, también, equilibrios sociales que resultan imprescindibles para el desarrollo de una vida en común: relaciones laborales (insuficiencia de la demanda laboral, ampliación del trabajo informal, incremento del desempleo, regateo de las convenciones colectivas, etc.), afectación cuali y cuantitativa de la prestación educativa, incursiones abusivas sobre el régimen previsional en desmedro de los jubilados, partidización y discrecionalidad en materia judicial, entre otros. Asimismo, se ha desgastado el funcionamiento de la vida democrática, la vigencia del estado de derecho, de los derechos humanos y derechos fundamentales como el acceso a la salud y a la educación, el derecho de huelga y otros. Del mismo modo se han deteriorado las condiciones de la seguridad pública, que está cada vez más orientada a tratar la protesta social como una mera cuestión de policía en pleno siglo XXI.
Volviendo a la historia reciente, en los meses de invierno de 2018 comenzaron a oírse voces que reclamaban la salida del poder de Macri, en alguna medida coincidentes con el hit del verano de ese año, cuya creación se atribuye a la hinchada de San Lorenzo. El oficialismo, siempre pendiente de la construcción mediática de la “realidad” política, salió velozmente al cruce de esta tendencia. Con esmero, multiplicó la descalificación de aquellos a los que les endilgaba pertenecer al “club del helicóptero”, en obvia referencia al apresurado y torpe final de De la Rua.
Esta opción era dudosa. Por un lado, era claro que la prolongación de Macri en el gobierno sólo iba a acarrear más calamidades (como efectivamente ocurrió). Pero por otro, el régimen presidencialista es reticente a facilitar el reemplazo de los primeros mandatarios.
No es ocioso preguntarse qué hubiera ocurrido si esas argentinas circunstancias hubieran sido procesadas por un régimen parlamentario o semi-parlamentario. Probablemente Macri hubiera caído inmediatamente y hubiera sido reemplazado por un gobierno de coalición, de salvación nacional –o de similar designación— o por uno meramente técnico que administrase temporariamente los asuntos públicos hasta que madurase una confluencia que pudiera formar nuevo gobierno.
Las alianzas de este tipo –quiero decir, las coaliciones— deben establecer un programa gubernamental, deben conseguir una mayoría parlamentaria (en el mejor de los casos) y deben escoger a un conductor, por lo común a un primer ministro. Para llegar a esto debe existir mucha discusión y mucho intercambio, debe haber canales eficientes para la aproximación y el diálogo, y la paciencia y la tolerancia deben ser extendidas. Alcanzado el gobierno, debe formarse un gabinete multipartidario, debe haber una competente coordinación parlamentaria y debe sostenerse una discusión organizada sobre los desenvolvimientos en curso y sobre los obstáculos y problemas que se enfrentarán al avanzar en el rumbo escogido. Cuando todo esto ocurre suele hablarse de la existencia de un gobierno de coalición.
Nada de esto sucedió en la Argentina a mediados del año pasado. Pero el desmadre propiciado por Macri y las condiciones que deberá enfrentar quien llegue al poder en el próximo turno serán tan adversas y la situación internacional tan inestable, que la conformación de una convergencia que pueda dar lugar a un gobierno de coalición parece indispensable.
Sería importantísimo que la oposición –tanto el peronismo como las fuerzas de menor caudal electoral— se encaminara hacia esta vía, que es mucho más que un mero frente electoral. Puede ser que una opción frentista —con la ayuda de una economía en picada que socava persistentemente la imagen del ya definido candidato presidencial por Cambiemos— gane las próximas elecciones, como sucedió en otras oportunidades. Pero después hay que gobernar en las deplorables condiciones de hoy y de las que vendrán, enfrentarse a ese execrable intervencionismo mediático-judicial que vemos desplegarse a diario en diversos puntos de América Latina; manejarse en correlaciones de fuerza internacionales muy desparejas, remontar una situación económica espeluznante y lidiar nuevamente con el FMI. Así las cosas, una clave de lo por venir radica probablemente en cómo desde el presidencialismo y la inclinación a la formación de frentes exclusivamente electorales existentes en nuestro sistema político, se transita hacia una dinámica más propia de un régimen parlamentario. Es decir, hacia una coalición que funcione con un programa multipartidario consensuado y una orgánica política aceitada, tanto en la fase electoral cuanto en la subsiguiente administración gubernamental, en el interior de un régimen presidencialista.
Se me dirá, tal vez, que quedan muchas cuestiones pendientes y el tiempo es escaso. Y que dentro del peronismo, que es el principal referente de la oposición, hay todavía asuntos urgentes por resolver. Y es verdad. No obstante el exitoso congreso nacional del Partido Justicialista desarrollado el 7 de marzo pasado, su unidad no se ha terminado aún de soldar. Y la relevante cuestión de la candidatura de Cristina Kirchner continúa sin resolverse. Pero aun así, nada impide al peronismo y a los sectores de la oposición que decidan acompañarlo darse a la tarea de ir definiendo con qué formato organizativo procurarán caminar hacia la elección de octubre, y de discutir y trabajar sobre el plan de gobierno que intentarán poner en marcha y desarrollar si ganan las elecciones. Sería óptimo que se inclinaran hacia la construcción de una coalición. Y que entre las premisas básicas de la formulación programática a construir estuvieran de manera efectiva y no meramente formal, el respeto por la soberanía, la defensa del interés nacional y la preocupación por nuestra gente.
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