La igualada
La irreverencia de Milagro, el cantri para los indios y el castigo de los residuos virreinales de Jujuy
Yo no sé de discurso político ni académico, más bien mi pensamiento anda siempre por los bordes de lo lógico y lo formal. Pensaba en Milagro.
El feudalismo traído por la conquista y que caracterizó al sistema virreinal de Lima no retrocedió en las repúblicas criollas que se estructuraron a partir de las guerras de la independencia; más aún, se institucionalizó en el latifundio y servidumbre del indio, que contradecía incluso la verborragia liberal del supuesto nuevo régimen republicano.
No conozco demasiado la provincia de Jujuy, pero la entiendo como parte del Kollasuyo, el reino sur del Tawantinsuyo, y en ese carácter, súbdito posterior del virreinato del Perú, con su mirada siempre puesta en Lima más que en Buenos Aires.
Aún dentro de ese sistema, como lo hace notar Mariátegui, el mundo indígena campesino ha continuado su sistema de organización comunitario –o comunista para usar palabras de Mariátegui– como manera de defensa o quizá, directamente, de revolución “permanente”. Lo describe Mariátegui con la bella nostalgia de Castro Pozo en que “la costumbre ha quedado reducida a las ‘mingas’ o reuniones de todo el ayllu para hacer gratuitamente un trabajo en el cerco, acequia o casa de algún comunero, el cual quehacer efectúan al son de arpas y violines, consumiendo algunas arrobas de aguardientes de caña, cajetillas de cigarros y mascadas de coca”. Repito que, sin conocer la realidad jujeña, no puedo dejar de inscribir las iniciativas de Milagro y las reacciones que provocaron en las tres historias conjugadas: comunismo indígena, feudalismo colonial y latifundio de la república en su básico aspecto económico y su encarnamiento cultural. Milagro recogió toda esa historia. Y la clase dominante jujeña también.
Pero además Milagro es una “igualada”, palabra de asombrado desprecio que emite el blanco o el nariz parada ante la actitud desprejuiciada del indio que se arroga el derecho a hablarle como si fuera un igual. Habrase visto tremenda insolencia del indio ocioso.
Y pero aún Milagro lo hace con humor, con un divertido sarcasmo cuando bautiza su barrio con esa palabra que es estandarte y gloria de su pensamiento: “el cantri”. No sólo propongo una manera a la vez antigua y nueva para recuperar la dignidad de los míos, no me conformo con nuestro derecho a satisfacer necesidades básicas, está diciendo. Quiero para los míos lo necesario pero también la felicidad, la piscina, el club, el estudio, el tomógrafo. Igual que vos. Igual que los tuyos. Aquí, con mis manos y un Estado presente, puedo ofrecerle a los míos tantas mejoras para sus vidas.
Y le agrega el cantri zumbón, la sátira a los rulos y los melindres de esa sociedad engreída, la risa de la imitación que disfruta de su color popular, la complacencia de erigirme en igualada –les espeta– junto con todo mi pueblo.
Los residuos virreinales acusaron muy hondo la irreverencia.
En esos Andes feudales, quieren para las armas y la osadía de Milagro un castigo concomitante con el que recibió Tupac Amaru.
El derecho natural, encaramado sobre los perimidos tres o cuatro poderes independientes de los cascajos de democracia que estamos transitando, se fagocita toda la frágil civilidad que pretendimos construir en los últimos trescientos años.
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