La ideología runner
Cuando conforma grupo, nunca deja de ser una suma de individuos apelmazados en el discurso único
“Ahí estábamos los corredores viendo un video con lo que habíamos corrido ese día. Pensé, de forma definitiva: esto es lo que soy, esto es lo que me define, esto es lo que más amo en el mundo”. (Santiago García, "Aprender a correr".)
Como la figura del “micro-emprendedor” –agitada durante la era Macri—, el runner es pura posibilidad lanzada a un sin sentido. Expresa una enorme fuerza de la voluntad, según lo explicita el Programa latinoamericano de Entrenamiento de 18 semanas de Nike para correr una maratón: “Sube una cuesta corriendo 9 veces. No te pares cuando llegues arriba; corre otros 20 segundos. Comparte tus fotos, compara tu progreso y recibe los ánimos de tus amigos durante la carrera para motivarte mientras conquistas tus metas”.
Uno de los tantos indignados que señaló al malón enceguecido del lunes 8/J –esa hueste que salió a trotar por el Parque Tres de Febrero, comparada luego con zombis y alienados de diversos tipos— escribió en Facebook: “Odio al runner: es un intenso de sí mismo, un quemador de energía, fiel representante de este siglo”. ¿Acaso se le puede endilgar, a esta criatura, un tiempo histórico? Su figura atraviesa todas las épocas siendo un testigo circunstancial, como el Forrest Gump de Robert Zemeckis. Su culto es a la desaprensión; el acontecimiento es una escenografía; su autosuficiencia queda resumida en un diálogo de la película protagonizada por Tom Hanks, de 1994:
—¿Por qué corres? ¿Lo haces por la paz mundial? ¿Lo haces por los desocupados? ¿A favor del Medio Ambiente?
—Solo me dieron ganas –responde Forrest Gump.
Él es testigo o partícipe de varios de los acontecimientos de la historia norteamericana moderna, desde la guerra de Vietnam al caso Watergate, pero la historia para él –que prefiguró a la ideología runner— es un telón plano, intocado. En cambio, Carrozas de fuego (Hugh Hudson, 1981) había sido la oda a un correr competitivo y todavía cargado de simbolismo emancipador e igualador social, en la pre-historia del movimiento running. Ese correr tiene poco parecido con el actual trote urbano; eso era arrojo hacia adelante corto y explosivo en contraste con el tránsito perpetuo del runner.
Quince años más tarde, Forrest Gump inauguraría otro mito de origen bajo paradigma renovado: el eficientismo autoconsciente, de tan nombrado, vaciado de sentido; nace el modelo de héroe despojado de causa. Run, Forrest, run. “Ese bobo es un correcaminos”, le dicen. “Nunca pensé que me llevaría a algún sitio”, él dice. “Corre, estúpido cabrón”, le dicen. Atravesar el territorio, siempre sin echar raíces. El suyo es un impulso del nonsense: voluntarismo a prueba de cualquier contexto adverso que pudiera derrumbar la buena actitud (el running es un modelo de virtud).
Modos de andar
Andar en bicicleta es hacer una barrida a la ciudad, hecha de grandes panorámicas, de planos amplios y sucesivos que dan la sensación de abarcar mucho; historias, imágenes, posibilidades. “El ciclista –escribió Juan Carlos Kreimer en Bici Zen— es metáfora de una existencia basada en la utopía, en el equilibrio entre el hombre y la naturaleza, en cierta añoranza de un tiempo ideal, no prostituido por la razón mercantil, en una libertad simbólicamente recuperable”. El ciclista –en tanto antípoda del runner— es “estética reivindicativa y anarco horizontalismo; es unidad empoderada en la bicicleta”. Es un descubridor, un reflexivo. Su mirada –sigue Kreimer— “comprueba que en ciertos barrios existen otros barrios. Restos de los antiguos; nuevas configuraciones y costumbres”.
Y el ritmo del caminante –ya lo dijo Baudelaire en 1857— es el del spleen y la contemplación; es perderse en un vuelo rasante de la mente y la plenitud de los horizontes de casas bajas, corrido cada vez más hacia la periferia de la ciudad. La caminata permite que se genere un vínculo con el sujeto captado entre la multitud, como en A una transeúnte, de Baudelaire: "Oh, tú, a la que yo hubiera amado; ¡oh, tú, que lo supiste!”
El runner, por oposición, avanza pixelando el paisaje; va tan apurado que su mirada superpone y ensambla; tanto se desapega del entorno que deriva en una monomanía superyoica en torno a su exclusiva auto-superación. Cuando conforma grupo, nunca deja de ser una suma de individuos apelmazados en el discurso único. Su corazonada o su delirium lo ubica en la certeza de que cada salida lo eleva a un estadio darwinista más alto medido en índices certificados por la comunidad de corredores globales: velocidad, resistencia, recuperación. Su reinvención, autoproclamada, debe ser constante.
Lo predica su vocero argentino más conspicuo y a cargo del primer y único programa en la materia en un canal de noticias (TN Running) –el runner Santiago García— en su libro Aprender a correr:
“No sean pesimistas, al contrario. Empezar a soñar es una parte del camino”. Y, otra vez, la semejanza con la épica de su primo hermano, el micro-emprendedor bajo el signo Macri: “Comenzar a soñar es ponerse objetivos iniciales; absorber todo lo que se nos presenta y aprender todo lo que está a nuestro alcance. Una vez que uno arranca, las posibilidades son ilimitadas”.
Equipos de uno
“No tengo que pensar si voy a poder hacer algo, lo hago. Si no mantenés el entrenamiento, retrocedés", dice y descubre algo de su personalidad: "No me gusta volver para atrás”. (Entrevista a la María O’Donnell runner, por Ezequiel Brahim, en el diario La Nación, 18/09/2016.)
Cuando fue incorporado al prime time del cable y enarbolado como orgullo de grupo (o, en la jerga, del running team), ya estaban sentadas las bases para lo que por estos días es un estado de excepción que multiplica detractores. Ellos, los runners, se jactan en sus hidalgas poses en Instagram de poder no usar barbijo; son los únicos autorizados por el gobierno de la Ciudad, quizás por la presión icónica que llega en informes de TV de la Europa renaciente de la primavera boreal, a no cubrirse boca y nariz en el espacio público; ay, cómo querría ser runner, piensa el infeliz intoxicado en su propio dióxido de carbono tras su barbijo, por cometer el pecado de caminar o andar en bici. Aquel lunes, entonces, se abrieron las compuertas de runners y otra vez hubo masa en los bosques, tal vez como nunca antes, hecha de jadeos expectorantes, gritos y muecas de liberación. Y después hubo furia en las redes y las radios, como en la irónica canción que les dedicaba la standapera Flora Alkorta en FM Con Vos, un sábado hace poco:
“Por los runners/ vamos a contagiarnos todos y retroceder una fase/
Te deseo que cuando te sirvan la cena/
La carne esté en mal estado/
Y te agarre salmonela/
Por tu culpa la curva subirá en Capital/
Maldito runner/
Te detesto runner (…)”
Nosotros –caminantes— sentimos otro entusiasmo, el del errar y el andar sin rumbo, el del flaneur y el “ir al tuntún” que Dostoievski le asignó al personaje de Raskolnikov en Crimen y castigo. Pero ellos –runners— corren “para aliviar la angustia o el stress –escribió Santiago García—. Y se imaginan una chance de reinvención en muchos aspectos”. El ir según la dirección de la mirada –de Dostoievski a Sarmiento, de Baudelaire a Baldomero Fernández Moreno— encuentra en el entramado de las calles un espejo del pensamiento; el andar del runner, por lo contrario, se siente pleno en la conformación de masa de pensamiento instituido ajena a los vericuetos de un único e irremplazable mundo interior. “En ningún momento de la historia –escribieron Martín de Ambrosio y Alfredo Ves Losada, en Por qué corremos— hubo en el mundo tanta gente corriendo como en la actualidad. Millones y millones”.
Y, pese a ellos –paradoja argentina—, de pronto ya no son sujeto prescindente de época; no tan ubicuo como Forrest Gump, no tan camuflable como Wally (el personaje que se pierde entre la multitud e incita a rastrearlo). De pronto, el runner se coloca en el videograph de C5N: Los runners desataron un aluvión político. “El límite a la libertad individual es si uno puede contagiar a otra gente”, les tiró por elevación el gobernador Axel Kicillof.
Pero, en cuanto le sea posible –no tengan dudas—, él se nos escurre: se borra. Salta de su posición transitoria de uno de los lados de la grieta al lenguaje de la técnica que tan bien le calza, como la zapatilla “hybrid con suela de ignite”, su objeto fetiche de estos días que, según el Men’s Journal y la Esquire de España del mes pasado, les produce su mejor retorno de energía en cada “zancada”. Ya estará, entonces, en esa zona de insignificancia que sostiene a su propia épica monomaníaca.
El runner se inflama –refulge— en esos manuales de almas blancas resilientes que siempre monopolizan alguno de los 10 best-sellers norteamericanos del año. Cuando la pandemia pase, ya volverán sus caravanas al cielo con banda de sonido de Vangelis, y ya se extasiará el runner ante su propia imagen reflejada en un espejo de agua o una vidriera cualquiera, estrechado por sus lycras, contento con su meta cumplida del día, así feliz siendo arengado por la publicidad de zapatillas, una nota de esperanza ante el malestar general, como lo predice Nike en su manual para maratonistas: “Vas a sentirte cómodo, con el hecho de estar incómodo”.
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