LA HORA DE LOS LÚMPENES

Sabag Montiel corporiza este momento de la historia argentina: sucia, incoherente, patética

 

Ver y escuchar a Fernando Sabag Montiel, que declaró este miércoles en el juicio que se le entabla por el intento de matar a Cristina, fue una de las experiencias más denigrantes que he vivido. Y no lo digo a la ligera, porque me tomé el trabajo de verlo y escucharlo varias veces: repasé su testimonio, me detuve en ciertos pasajes, fui hacia atrás y volví a darles play. En algún lugar de mi alma, alentaba la ilusión de que el impacto se diluyese, de que la reiteración produjese un callo y que su testimonio dejase de asquearme. Ocurrió lo contrario.

A la confesión de lo que no podía negar, porque se lo pescó y filmó in flagrante delicto, sumó la voz y entonación propias de un cretino (porque el pibe es un tarado, eso quedó demostrado); el aspecto de bola de pus, mugrienta y supurante; el lenguaje mediante el cual pretendió adjudicarse valor noticioso, a la manera de quien se concede a sí mismo la primicia de auto-entrevistarse; la actitud sobradora de quien está convencido de revestir importancia, porque hizo méritos para ello; la incapacidad de sostener un discurso que no se contradiga cada minuto y medio; la insustancialidad de sus justificaciones, porque hasta una criatura fundamentaría sus actos de manera más digna y coherente; y lo precario de su masculinidad, que pide auxilio a gritos. La dramática disociación entre lo que ese pendejo creía estar proyectando y lo que revelaba fue too much, al menos para mí. Porque intuyo que dice más de lo que desearía sobre el tiempo que transitamos. De algún modo Sabag Montiel corporiza —es la materialización carnal de— este tramo aberrante de la historia argentina. Un período al cual el calificativo de infame le quedará chico: aquel en que parte sustancial de la sociedad abrazó la idea de ser conducida por sujetos a los que, hasta hace muy poco, se negaba a reconocerles atributo alguno.

 

 

Está a la vista que Sabag Montiel es un lumpen. Un marginal, pero no por opción sino porque carece de las capacidades mínimas que requiere insertarse positivamente en cualquier sector social. ¿Quiero decir con esto que es simplemente un psicópata y un loquito suelto? Claro que no. El gobierno actual está lleno de gente como Sabag Montiel. Hasta los Benegas Lynch son lúmpenes, marginados por impresentables de las familias terratenientes que deberían saludarlos como iguales. Como es lumpen también la inarticulada y tosca Pato Bullshit —aunque sotto voce, claro— para los Luro Pueyrredón y el resto de la parentela, que cada vez que la oyen decir cosas como que revisará los vientres de las bestias en busca del niño Loan se pegan un cachetazo en la frente. Como lo son los Milei, y Adorni, y toda esa cáfila de gente a la que se consideró rarita toda la vida, pero sin reconocerles ninguna de las virtudes que al menos garantizan el mote de nerd, de excéntrico pero inteligente, de dueño de algún saber constructivo en grado excelso.

Si algo prueba la notoriedad de los Sabag Montiel y los Milei es que el poder encontró un filón en el sector de la sociedad que quedaba al margen de las castas establecidas, porque siempre se lo consideró desprovisto de mérito. Me refiero a los parias o resentidos sociales: el equivalente a los dalits, o intocables de la India, a quienes no se les atribuye función social y económica alguna, más allá de levantar la mierda de las calles con las manos. Se ve que los poderosos pescaron que, a consecuencia de las transformaciones del mercado de trabajo, estos parias se habían convertido en una fuerza considerable, en términos numéricos; y que además, su bronca representaba una fuente de energía nada despreciable, si se le daba vía libre y se la canalizaba de la forma adecuada. (A este respecto, las redes antisociales juegan un rol inestimable. En sus circuitos, las prédicas disociadoras viajan mejor que el mensaje solidario, y las mentiras son más llamativas que la verdad.)

 

 

 

Antes, la función de usurpar el Estado y cumplir con el mandato del establishment la desempeñaban los militares. Ahora la llevan adelante los lúmpenes: nuestros intocables, porque viven haciendo cagadas sin sufrir consecuencias negativas, la mierda les resbala. (Más aún: ¡parece aumentar sus poderes!) Estos lúmpenes tienen la ventaja comparativa de que ofrecen dirigentes para adueñarse del volante del Estado y conducirlo al abismo, pero también votantes que complementan la manta corta de la oferta conservadora en materia electoral, representada por el radicalismo (UCR: Unión de Colaboracionistas con el Régimen), el macrismo, el mercenario Pichetto y sus minions. (Gruchetto: ¡mi villano favorito!) O sea, conservadores anti-peronistas + lúmpenes, muchos de ellos jóvenes que nunca se insertarán en el mercado formal de trabajo. Se trata de un matrimonio incómodo, lo sé, desde que está compuesto por sectores que no aceptarían ni pisar la misma vereda. ¡Agua y aceite! Pero aun así, en los hechos la asociación funciona como la nueva fórmula del imperialismo estadounidense para malograr al pueblo argentino.

La simple idea de que un estúpido pagado de sí mismo como Sabag Montiel pudo haber torcido trágicamente la historia argentina es una afrenta en sí misma. (Tanto como lo es aceptar que, si bien no la torció, le jodió la dirección y la mandó al taller.) Para empezar, no puede integrarse a la cofradía siniestra de los Lee Harvey Oswald y Mark David Chapman porque, precisamente, sumó su desempeño como killer a la interminable lista de sus incompetencias. El pobre es tan inútil, tan chambón, que ni siquiera representa un peligro para aquellos que lo manipularon. Primero, porque no está claro hasta qué punto entiende —si es que entiende— que lo usaron. Y segundo, porque todo su discurso es tan endeble, que no podría implicar a nadie más ni aunque se lo propusiera.

 

 

Esto no significa, por supuesto, que haya que minimizar a Sabag Montiel. Existe una conexión alarmante entre el hecho de que un tipo así se considere con chances de convertirse en héroe nacional y la consagración de Milei como Presidente. En estos tiempos que toca vivir, algo le está sugiriendo a los incompetentes que, a diferencia de otras épocas, hoy están dadas las condiciones para que se hagan notar. Se han persuadido de que algunas de sus características, hasta no hace tanto consideradas defectos y por ende vergonzantes, transmutaron en virtudes competitivas: su agresividad, su falta de formación, la incapacidad de expresar un pensamiento coherente. Todo lo que necesitan hoy para obtener la pole position en cualquier carrera es olvidarse de los escrúpulos y ser temerarios — tener actitud.

Eso les garpa, en la práctica, a la hora de lanzarse a intentar lo que en otro momento hubiesen considerado fuera de su alcance. Saben que, si tienen suerte, el resto de sus limitaciones dejará de pesar, al menos durante un rato. Lo reconoce el mismo Milei, que entiende perfectamente que, de salirse con la suya, ya no sería reputado como la máquina de fracasar que fue en casi todos sus laburos (¡excepto el de showman!), para pasar a ser saludado como un líder. (Difícil olvidar que Bertolt Brecht, el dramaturgo alemán enviado al exilio por el nazismo, llamaba a Hitler der Anstreicher, "el pintor de casas".) Y el jueves por la noche volvió a demostrarlo Trump, al hacer puré al genocida gagá de Biden mediante una gran interpretación del Biff Tannen de Volver al futuro — el bully prototípico del cine.

 

 

(Dicho sea de paso: no deja de ser impactante la forma en que los Estados Unidos recalibraron a la baja la imagen que desean proyectar como potencia internacional, en apenas medio siglo. Pasaron de querer mostrarse como la nación joven, brillante y democrática que pretendía encarnar Kennedy, a conformarse con ser el bully del mundo.)

Pero claro, Sabag Montiel no tuvo éxito. Y por eso hoy no es más que una figura despreciable, aferrada a la última notoriedad de la que gozará, antes de que la historia lo hunda en la cárcel y más tarde en la intrascendencia.

Lo cual, lo aclaro, no me consuela ni me tranquiliza. De entre las preguntas que me desvelan en estos días, hay dos que no puedo aplazar. ¿Cómo llegó un personaje como ese, tan mediocre, la nada misma, a ponerse en un lugar desde el que pudo haber hecho historia? Y con los otros lúmpenes, aquellos a los que su exabrupto, entre otras causas, abrió camino: ¿qué hacemos?

 

 

 

Doña Brenda y sus dos maridos

Que exista un Sabag Montiel y que haya intentado lo que intentó no debería sorprender a nadie. Es la resultante de al menos quince años de prédica violenta contra el kirchnerismo como fuerza política y, en particular, contra la figura humana de su líder, o sea Cristina, y sus afectos más cercanos. Hablo de contenidos de odio vomitados por los medios más populares, en todos los horarios, a través de centenares de bocas propaladoras, con el objetivo de deshumanizar a Cristina y persuadir de que matarla no sería un crimen sino una necesidad, y hasta un hecho heroico.

Desde el 1 de septiembre del 2022, muchos de esos inquisidores vienen haciéndose los pelotudos. Pero ellos saben bien quiénes son y qué es lo que hicieron, qué rol desempeñaron en este drama. Sabag Montiel se tomó el trabajo de mencionar a uno de ellos, Eduardo Feinmann. Para justificar su decisión de apelar a la violencia, mencionó dos razones con la misma rigurosidad que emplean Feinmann y el resto de su calaña cada vez que se enfrentan a cámaras y micrófonos: dijo que Cristina era una ladrona y una asesina. Y lo dejó ahí. No sintió necesidad de elaborar o dar razones de la condena que dictó contra Cristina en el tribunal de su alma ("ya son sabidas, cualquier persona siente lo mismo que yo", dijo), del mismo modo en que nadie se ve compelido a explicar que el cielo es azul y que el agua moja — cosas tan evidentes, que quedarían eximidas de la demanda probatoria. Pocas cosas me resultan más escandalosas que la cantidad de tiempo y recursos —humanos, pero también económicos y tecnológicos— que el poder malgastó atacando a Cristina durante dos décadas, sin poder acusarla de nada con pruebas fehacientes. Tenemos el Poder Judicial y el periodismo mainstream más inútiles, y despilfarradores, del mundo.

 

 

El pseudo-periodismo canalla no habrá consiguido evidencia, a pesar de todo lo que trotó por Palermo, pero puso el agua al fuego y llevó la llama al máximo. No hace falta ser Paulina Cocina para adivinar quiénes, llegado el hervor, serían los primeros ñoquis en emerger y prestarse al servicio. Los conservadores anti-peronistas no son gente de ensuciarse las manos. Pueden aplaudir, coachear y llegado el caso hasta financiar, como hicieron los Caputo con la vocación carpinteril de Jonathan Morel. (Ese pibe me recordó siempre a un atroz redentor borgiano, parte de su Historia universal de la infamia.) Los que suelen estar dispuestos para cualquier empresa, porque carecen de convicciones y están a la pesca de signos que les proporcionen una dirección, tienden a ser, más bien, los lúmpenes. Los parias, los resentidos sociales. Que Macri primero y Alberto después fabricaron a destajo —su industria más próspera—, y fueron saliendo del horno cada vez más jóvenes. Pibes de formación precaria, alienados por la pandemia, conscientes de su imposibilidad de prosperar, anestesiados por las drogas y por el juego online y poseídos por el demonio digital, que anula sus voluntades y les dice quiénes son y qué deben hacer.

Lo escuchás y ves a Sabag Montiel y es tal cual. Un pelmazo que tiene una ensalada en la cabeza, carente de personalidad propia y estructura de pensamiento, a excepción del batiburrillo que le implantó Internet, donde la Biblia vale tanto como el calefón. Que no se da cuenta de que incurre en contradicciones, porque en el Aleph digital no existe tal cosa, ya que allí vale todo, y su contrario también. Que antes de atentar consultó la carta astral de Cristina, porque según él, "la muerte de una persona la anticipa la casa ocho de Neptuno". (Parece que la carta astral lo engañó, debe haberse decepcionado mucho.) Que se compró el discurso paranoico de los anti-vacunas, y sostiene todavía que la pandemia fue un negocio. (En esto coincide con Alberto, que creyó que el coronavirus podría beneficiarlo políticamente. Ambos leyeron la realidad con el ojo del culo.)

 

Dedito.

 

Uno lo escucha hablar desde el estrado y suena tranquilo, el pibe. Pero esa calma no deriva del aplomo del psicópata, sino del hecho de que no termina de asimilar la naturaleza de la circunstancia en que se dejó envolver. Aunque se lo señala como autor de un hecho gravísimo, confunde el banquillo de los acusados con el atril desde el que cree estar brindando una conferencia de prensa. ("¿Más preguntas?", demandaba, como si no estuviese ante abogados sino ante periodistas.)

Nunca registró el carácter institucional del tribunal que lo juzga. Su cabeza sigue apoltronada en la nube digital, se expresa como quien se comunica mediante videollamada o está grabando para TikTok. Pero claro, como la neurona le da para comprender que alcanzó la categoría de mediático, y al mismo tiempo sabe que no puede expresarse de manera genuina porque carece de identidad propia, optó por un lenguaje que mezclaba lo coloquial y lo formal. ("Perpetrar el atentado", dijo por ejemplo, como si estuviese hablando de otro.) Al igual que Milei, avanzaba en su discurso con la ayuda de muletillas: "Cabe destacar, o sea, si bien, básicamente, se cometió tal acto, con respecto a, quiero remarcar y recalcar...". Apiló adjetivos como si la sumatoria confiriese seriedad, en un momento definió una relación como "breve, fugaz y corta". Como carece de un adentro, como no hay nadie sólido en el interior de esa cáscara, habló de sí mismo desde afuera, como si fuese su propio cronista. Durante el tramo más largo de la declaración, sonó como un esquizofrénico que se auto-entrevista en un programa de chimentos.

 

Maquiavelo: yo también soy apolítico, che.

 

Eso sí: creo que fue sincero cuando se dijo apolítico. Sabag Montiel reconoce que los matices que diferencian ideologías y partidos están más allá de su alcance, o cuanto menos de la esfera de sus verdaderos intereses. Pero obviamente no entendió nunca, o no quiso entender, que el discurso anti-Cristina que su amante Brenda Uliarte y él compraron de Feinmann, Lanata, Majul, Leuco & Co. era más político que El príncipe de Maquiavelo. No se puede ser apolítico y anti-Cristina. Sería como ser anti-fútbol y bostero: un absurdo lógico. Los tramos más inconsistentes, más contradictorios de su declaración, fueron precisamente aquellos en los que intentó desmarcarse de los intereses políticos y resignificar la violencia contra Cristina como parte de una cruzada moral. Fue allí donde el discurso que le armaron, que reescribió en su cabeza y que actuó malamente hizo implosión, se convirtió en un enchastre propio del tipo de argumentaciones que abundan en las redes — un vale todo, cualca.

Por un lado defendió lo que llamó "la connotación ética" de su intento de asesinato y se adjudicó la posesión de "valores" morales. Según dijo, habría dado un paso al frente tan generoso como desinteresado para cubrir el vacío dejado por la Justicia, que debió haber encarcelado a Cristina y no lo hizo. O sea: Sabag Montiel trató de vendernos que es Batman. (Con un poco de suerte entraría en el traje que usó Casero para interpretarlo en Cha cha cha, si es que existe todavía.) Pero acto seguido sumó al guiso la banalidad de sus motivaciones personales, más ordinarias que ataúd con pegatinas.

 

Sonaste, Casero: vos no sos Batman, lo es Sabag Montiel.

 

A pesar de que se llenó la boca hablando de su buen pasar económico —propiedades, cinco autos, instrumentos musicales valuados en miles de dólares, seis celulares: Sabag Montiel no será Bruce Wayne, pero se considera un winner—, y de que se le señaló que había adquirido esas cosas durante los gobiernos de Cristina, se definió como un "humillado". Le atribuyó a Cristina la invención de la inflación (se le podrán adjudicar muchas cosas, pero ni de lejos que nos haya sometido a una inflación intolerable), y las dificultades que a partir de entonces dice haber sufrido para mantener su envidiable flota de vehículos.

En suma: Sabag Montiel sería apolítico pero, para hacer lo que según él no hizo la Justicia argentina, decidió producir un hecho político; se considera un héroe que decidió "pagar el precio" que otros no quisieron pagar, pura entrega romántica, y al mismo tiempo reconoce que estaba resentido porque tuvo que salir a vender copitos; sugiere que pretendía salvar al país y sin embargo admite que si mataba a Cristina iba a desatar "una temida guerra civil"; no ve contradicción entre declararse cristiano y su impulso asesino, así como no la percibe entre sus tatuajes nazis y esa ideología, que dice no compartir; se queja de que lo han injuriado a él sin pruebas, pero no tiene problemas en hacer lo mismo con Cristina.

Suele decirse que la capacidad de albergar contradicciones es un signo de inteligencia, pero Sabag Montiel alberga tantas que se fue al otro lado. No tiene nada de inteligente, es un verdadero idiota, que ni siquiera consiguió convertirse en un idiota útil — un pichón de fascista que ni siquiera es consciente de serlo, un piccolo uomo, una bola de impulsos violentos carente de dirección.

La única consistencia que sostuvo a lo largo de su alocución fue el intento de pintarse como lobo solitario y despegar de responsabilidad en el hecho a otras personas. (Quiso cargar con toda la culpa sobre sus hombros, lo cual puede ser una de las explicaciones de la calma que parecía sentir — mientras no hable de más, no debería tener nada que temer.) En particular se notó la sobreactuación a través de la cual pretendió limpiar a Brenda Uliarte (su "amiga con derechos", dijo) de toda mancha, salvo la innegable —porque la piba lo expresó en toneladas de sus comunicaciones digitales— de desear la muerte de Cristina. Uno contempla a ese cacho de grasa cruda que es Sabag Montiel y a esa Mata Hari ensamblada en La Salada que es Uliarte (la muy imbécil se reía, mientras sonaban audios con su voz), y no puede dejar de preguntarse hasta qué punto todo esto no será consecuencia de una pasión baja y triste, entre dos de las personas menos atractivas del mundo. Y encima habría que considerar el rol de Prestofelippo, el más violento de los influencers gorilas, que manipuló a la piba como quiso. Con personajes tan desagradables, el único que podría hacer una película sería John Waters, si se decidiese a intentar un mashup entre Doña Flor y sus dos maridos y Freaks de Tod Browning.

 

Brenda y Fernando: cosplayers.

 

Cuando habló del momento en que le disparó a Cristina, Sabag Montiel puntualizó que le había apuntado a la cara. ¿Se dijo ya que la intención de borrar los rasgos de una mujer de un tiro es, además de un crimen, el rasgo característico de una misoginia rampante?

Fernandito y las minas poderosas. Ahí hay problemas, che.

Lo que no deberíamos permitir es que toda esta menesunda nos haga olvidar lo esencial. Que un tipo se arrogó el derecho de acabar con otra persona. Que un machito quiso asesinar a una mujer. Que un tipo tan carente de amigos y de amor como de talentos y logros intentó matar a una mujer, pero no a cualquier mujer: justo a esa que estaba rodeada por miles de personas que, sin conocerla directamente, estaban allí para agradecerle que hubiese mejorado sus vidas, en nombre de millones que, aunque no pudieron llegar, deseaban expresarle lo mismo.

Eso es lo que Sabag Montiel estuvo a punto de lograr: que la Argentina del bienestar de las mayorías terminase obliterada por la Argentina del resentimiento.

No la mató. Pero, como lo demostraron los meses que siguieron al hecho, la dejó herida de gravedad.

 

 

 

 

 

Entre masoquistas y sádicos

La sospechosa precisión a la que apeló Sabag Montiel cuando se definió como "un humillado" surtió cierto efecto. Al toque saltaron plumas que lo vincularon con los personajes de Roberto Arlt, y en particular con la novela Los siete locos. Entiendo que es tentador, porque la historia que Arlt arma alrededor de Erdosain —y que se prolonga en Los lanzallamas— está tan llena de personajes esperpénticos como este gobierno y los sectores políticos que le son funcionales. No cuesta mucho imaginar al viejo Benegas Lynch interpretando a El Astrólogo, o a Gerardo Milman encarnando a una variante de ese cafishio que era El Rufián Melancólico — en este caso, debería llamarse El Rufián Pajero. Pero asimilar a Sabag Montiel a criaturas como esas supone un error conceptual.

Erdosain sabe que ha sido humillado constantemente durante su infancia. Cuando se mandaba alguna macana, su padre prometía que lo iba a fajar con el cinto al día siguiente, y lo dejaba temblando la noche entera. Pero también es consciente de que, a partir del trauma de esas experiencias, se ha convertido en un adicto a la humillación. "Los hombres están tan tristes —generaliza a partir de su desgracia— que tienen necesidad de ser humillados por alguien". Pero eso no nos pasa a todos los hombres. Sólo le pasa a él, que trata de disolver su propia compulsión en una responsabilidad que le endosa a todo el mundo. Cuando es él y sólo él, Erdosain, quien busca ser mortificado y degradado.

 

Roberto Arlt: a mí no me miren.

 

En todo caso, si alguien se parece hoy a Erdosain son los diputados radicales de Loredo, que si ya no preside la A.A.M. (Asociación Argentina de Masoquistas), se lo merecería, y Facundo Manes, que cambió una carrera en el área de las neurociencias para experimentar qué se siente cuando uno se desnuda voluntariamente ante la mirada del país entero, como en un episodio de Black Mirror. (El post pasivo-agresivo que subió el jueves a Twitter es de antología: se lee como lo que diría una persona golpeada al ponerse firme ante su agresor, para a continuación decirle que, ahora que lo puso en su lugar, se quedará quietito para que lo faje tranquilo.) Estos dos sí que persiguen la humillación pública, y además —dirían Les Luthiers— con todo éxito.

Pero ni Sabag Montiel ni Milei son mortificados al estilo de Erdosain, al contrario. Es obvio que deben haber padecido humillaciones tiempo atrás, sin las cuales no serían como son. Pero si algo les garantizan las características político-comunicacionales de este tiempo, es que ya no volverán a ser humillados, al contrario: les aseguran que si profundizan y desarrollan las mismas características que antes les valieron el escarnio, ahora serán ensalzados, consagrados, convertidos en estrellas. Sabag Montiel no se siente humillado en la circunstancia actual: está donde quería estar, se siente el objeto del deseo de las cámaras y de los medios y por eso habla como si fuese un figurón. (O más bien imitando, desde su lenguaje limitado, la forma en que supone que habla alguien importante.) El suyo no es el disfrute del masoquista, sino goce en estado puro. Antes no era nadie, y ahora es un personaje reconocido. ¿Cómo no va a sentir placer?

Lo mismo corre para Milei. Nosotros creemos que vive humillándose en público —dice tener títulos académicos que no tiene, viaja a cualquier parte con tal de que lo premie Cadorna, anuncia que está reescribiendo la entera teoría económica y se auto-postula para el Nobel—, pero lo que él entiende y experimenta a través de esos mismos actos es lo contrario: que está ofreciéndonos la versión corregida y aumentada de aquellas virtudes que lo llevaron donde está, a la cima del país y al escenario del mundo. No se está avergonzando: está brillando. ¿O acaso no se lo premia con una notoriedad cada vez mayor? ¿Por qué debería cambiar ahora, cuando es precisamente la metástasis de su ego, que ha colonizado el resto de sus funciones vitales, lo que lo entronizó en el cielo del presente que hoy habita?

 

 

Ese es el problema más acuciante al que nos enfrentamos hoy, y no me refiero tan sólo a los argentinos. Una combinación letal, entre una crisis económica desorbitada y la exposición de las nuevas generaciones a un torrente de contenidos digitales que muchos no están en condiciones de discriminar, genera el fenómeno de los parias que aludía al principio: centenares de miles de pibes y pibas sin laburo estable, conectados a las redes desde que despiertan hasta que sucumben, pensando en la guita y en sus apetitos todo el tiempo, tan inquietos —y por ende necesitados de suministros químicos que les garanticen un mínimo equilibrio— como manipulables, y proclives a la violencia. Un fenomenal semillero de Sabag Montieles y de Uliartes, here, there and (almost) everywhere.

Si bien sostengo que es un fenómeno mundial y que por ende nos excede, al menos en parte, no puedo dejar de cuestionarme sobre el rol que los argentinos adultos jugamos en el advenimiento de esta situación. ¿Cómo fue que consentimos, tanto mediante nuestras acciones como de nuestras omisiones, que la Argentina de las Madres y las Abuelas, de la justicia social, de los derechos humanos, de la celebración de la excelencia en todas sus formas, se convirtiese en esta sociedad apática donde se aplaude a las bestias impetuosas, porque al menos parecen creer en algo? ¿Cómo fue que toleramos que se archivasen nociones como la del respeto debido a los demás, la convivencia en paz, la valoración del trabajo bien hecho y la obediencia a la ley, por mencionar sólo algunas, para no reconocer más principio rector que la prepotencia y el poder brutal?

No voy a mentirles: la tenemos difícil, y mucho. La crisis económica y política de Occidente sólo empeorará, sin garantías de que esa caída a pique signifique la antesala de un resurgimiento. Y las transformaciones del mundo del trabajo llegaron para quedarse, a menos que se detone un pulso electromagnético o triunfe una revolución ludita que destruya las compus y los celulares. Mientras tanto, sólo tengo dos certezas.

La primera es que nosotros —la gente del campo popular que está razonablemente formada, que es decente, que todavía quiere lo mejor para sus hijos— no estamos haciendo lo suficiente ni lo adecuado. Lo cual es una verdad que me rompe las pelotas, porque creo no haber retaceado ni mi cuerpo ni mi testimonio y a esta altura de mi vida me gustaría hacer menos, no más. Pero para sentirme con derecho a decirles: Vamos, locos, hay que avisparse, hay que moverse, porque si no se va a ir todo a la mierda, necesito plantearme qué más podría hacer yo, qué cosa no estaba haciendo y debería encarar mientras siga a mi alcance.

 

 

Si algo está claro es que este no es momento para frenar en la banquina, abrir las sillas plegables y pelar el mate, porque la mano que viene puede llevarse puesta la ruta, la banquina y todo lo que alcanzás a ver hasta la curva del horizonte. Así como digo que este es un tiempo ideal para la multiplicación de los parias y los resentidos, también diré que es el tiempo ideal para que se multiplique la ciudadanía solidaria y generosa, la articulación comunitaria racional que se opone a la arbitrariedad del lobo solitario. No es hora de liderazgos mesiánicos ni de iluminados sino del heroísmo colectivo, como se lo practicaba en las historias de Oesterheld. Porque está claro que una espada da miedo y que, a su lado, una argollita de metal parece inútil. Pero cuanto engarzás centenares de esas argollitas, creás una red que ninguna espada perfora.

Lo segundo que tengo claro es que, en el caso aún improbable de que pongamos límite al resistible ascenso de estos fachos, lo primero que deberíamos hacer no sería celebrar sino tomar medidas para que no vuelvan a multiplicarse y prosperar. Ya lo dijo Brecht al final de Arturo Ui, en referencia a la experiencia de los nazis que acababan de ser derrocados: "No se regocijen en su derrota, hombres. Porque aunque el mundo se ha puesto de pie y frenado a este bastardo, la perra que lo parió volverá a estar en celo".

Aquella perra metafórica volvió a parir, en efecto, setenta años después de aquel desastre, y hoy habitamos el mundo que alumbró.

¿Aprenderemos, alguna vez?

 

 

 

 

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