La historia continúa

Trump a la luz de la teoría Fukuyama

 

Las utopías siempre confiaron en la fantasiosa idea de que, al conseguir los fines que propiciaban, se acabarían los padecimientos de la humanidad. Tanto Hegel como Marx sostuvieron que los conflictos de la sociedad acabarían cuando se hubiese alcanzado una forma de organización que reconciliara a los seres humanos con su auténtica naturaleza. Para Hegel, el fin de la historia llegaría cuando se alcanzase algún tipo de democracia, mientras que para Marx ese fin se lograba cuando el proletariado hubiera suprimido la propiedad privada, dando lugar a una sociedad sin clases. Francis Fukuyama volvió a plantear la cuestión en un famoso artículo publicado en la revista The National Interest en el año 1989, en coincidencia con la caída del Muro de Berlín. Sin rubor por hacer un uso extenso de la grandilocuencia, el politólogo norteamericano sostenía que la democracia liberal era “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad”, la “forma final de gobierno” que como tal marcaría “el fin de la historia”. Ha tenido que venir Donald Trump y poner el mundo patas arriba para dejar algunas de las tesis de Fukuyama en penosa obsolescencia. 

 

 

Las tesis de Fukuyama

Fukuyama validó las tesis del filósofo hegeliano Alexandre Kojéve, para quien la historia humana debía entenderse como una suerte de competición entre diferentes tipos de organización social, en donde algunos modelos de sociedad se imponían a otros en base a la superioridad política o militar. El resultado de la sucesiva eliminación de las contradicciones sociales, según la visión de Fukuyama, derivaba en el triunfo de la democracia en su formulación liberal. Desaparece así la posibilidad de nuevas alternativas y se llega al “fin de la historia”, una metáfora que señala el inicio de la “poshistoria”, donde el reinado de la democracia permite que los conflictos y las diferencias de opinión se resuelvan de un modo pacífico. En esta nueva etapa, las relaciones económicas entre las naciones son de cooperación y es poco probable que surja la guerra como medio para resolver las diferencias políticas. Para Fukuyama, una democracia liberal queda conformada cuando se cumplen tres condiciones: existe una economía de libre mercado consolidada; el gobierno es representativo al ser electo en elecciones libres, y se garantiza la plena vigencia de los derechos jurídicos, entre ellos el de la propiedad privada. En textos posteriores, con mayor acierto, introdujo un nuevo elemento como motor de la historia: el factor “reconocimiento”. Considera que “el problema de la historia humana puede verse, en cierto sentido, como la búsqueda de la manera de satisfacer el deseo de reconocimiento mutuo e igual de señores y de esclavos; la historia termina con la victoria de un orden social que alcanza esta meta”. En el caso de China, un imperio sojuzgado durante un siglo por las potencias occidentales, el deseo de reconocimiento explica muchos de sus actuales avances.

 

 

Trump desmiente a Fukuyama

Las medidas económicas unilateralmente adoptadas por Donald Trump suponen una desmentida a la tesis de Fukuyama sobre el “fin de la historia”. La “guerra comercial” lanzada por Trump no es todavía una guerra abierta en el terreno militar, pero acerca peligrosamente a la humanidad a un terreno en donde nada se puede descartar. Queda desactualizada la tesis de que entre las democracias liberales predominan las relaciones económicas de cooperación desde el momento en que Trump ha definido a la Unión Europea como un potencial adversario. “¿Realmente quieres que diga lo que pienso? Sí, creo que han estado gorroneando”, declaró Trump a los periodistas desde la sala de gabinete de la Casa Blanca en respuesta a una pregunta sobre los compromisos de defensa europeos en el seno de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Trump añadió que la Unión Europea había sido una iniciativa para “joder” a los Estados Unidos.

Las medidas autoritarias adoptadas por Trump en el terreno de la política interior también constituyen un desmentido a las tesis de Fukuyama, dado que son claramente indicativas de un retroceso autoritario que desperfila a los Estados Unidos como un Estado democrático de derecho. Las actuaciones agresivas contra los inmigrantes, desconociendo decisiones judiciales y disponiendo su encarcelamiento, suponen una violación flagrante del principio de división de poderes. Un juez federal de Estados Unidos ha hallado “causa probable” para declarar al gobierno del Presidente Donald Trump en desacato judicial por violar su orden del mes pasado para suspender las deportaciones de migrantes venezolanos con base en la Ley de Enemigos Extranjeros. 

El Presidente de Estados Unidos viene librando también una “batalla cultural” contra universidades, museos, medios de comunicación, colegios e incluso el Poder Judicial. La Universidad de Harvard ha tenido la dignidad de plantar cara a la ofensiva de Trump, luego que el Presidente norteamericano anunciara el recorte de fondos federales a ese centro de estudios. La universidad más prestigiosa y antigua de Estados Unidos considera que las políticas del gobierno federal pretenden “influenciar y controlar las decisiones académicas”. En la demanda presentada ante un tribunal de Massachusetts, también se menciona a otras universidades que sufrieron recortes de financiación por parte del gobierno federal bajo las acusaciones de “antisemitismo”. Desde que empezaron las protestas contra la guerra de Gaza en los campus universitarios, los republicanos han deformado el concepto del “antisemitismo” para englobar en él las críticas contra las políticas del Estado de Israel. 

Cabe finalmente señalar que el suministro de material militar y el apoyo logístico a la ofensiva militar de Israel en Gaza, cuando los tribunales internacionales tramitan una denuncia por genocidio, coloca a los Estados Unidos en un rol de colaboración abierta con políticas que violan los derechos humanos y que resultan incompatibles con las bases éticas de lo que se supone es un Estado democrático de derecho. Las normas jurídicas internacionales tienen el mismo peso que las normas internas de los Estados, y una violación abierta de esas disposiciones supone posicionamientos que están muy alejados de los que generalmente se atribuyen a las democracias liberales. Es evidente que la posibilidad de graves retrocesos democráticos, para recalar en el autoritarismo, no estaba presente en la mente de Fukuyama cuando proclamó el triunfo final de la democracia liberal.

 

 

El surgimiento de China

Cuando Fukuyama escribió su ensayo, la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética marcaban el aparente final del experimento comunista. Nadie podía imaginar en ese entonces que 35 años después emergiera China, un país que se declara socialista, como posible reemplazante del poder hegemónico detentado por los Estados Unidos. Considerando los desarrollos alcanzados por China en los terrenos económicos, tecnológicos y militares, es indudable que ya habría alcanzado a los Estados Unidos y, si esos avances se proyectaran hacia el futuro, el triunfo del socialismo chino parecería irreversible. 

Las razones que explican el explosivo desarrollo de China demandan un espacio muy superior al que permite una columna de opinión. Un excelente y actualizado texto que analiza las causas de este fenómeno lo encontrarán los lectores en el libro que acaba de publicar Rafael Dezcallar bajo el título El ascenso de China (Deusto). El autor ha sido embajador de España ante la República Popular de China durante ocho años, de modo que se trata de un observador privilegiado con amplios conocimientos del modelo chino. De las causas que están detrás del éxito de este modelo, la más relevante tal vez sea el enfoque pragmático que fue la guía permanente de las políticas aplicadas a partir del XI Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh) de diciembre de 1978, cuando los reformistas encabezados por Deng Xiaoping se hicieron con el poder. En noviembre de 1978 Deng había viajado a Singapur, donde se sintió impresionado por un sistema político que combinaba el capitalismo avanzado con un autoritarismo mechado con rasgos de la cultura confuciana. En uno de sus textos Deng afirmó: “No debemos tener miedo a adoptar los métodos de gestión avanzados aplicados en los países capitalistas” porque “la esencia última del socialismo es la liberación y el desarrollo de los sistemas productivos”. Concluía señalando que “el socialismo y la economía de mercado no son incompatibles”. De este modo se abandonó el principio esencial del marxismo que defendía la propiedad colectiva de los medios de producción y se autorizó la aparición en China de empresas privadas y de inversión extranjera.

No obstante este notable cambio de rumbo, sería caer en un error suponer que China habría dado un vuelco total hacia el capitalismo. Dos elementos fundamentales marcan la enorme distancia que el modelo chino guarda con el modelo de capitalismo occidental. En primer lugar, el rol del Estado, que en China conserva una importancia estratégica como soporte de la infraestructura económica de la sociedad. El sector público supone en la actualidad el 40% del PIB chino, y su peso ha crecido durante el mandato de Xi Jinping, que ha invertido la tendencia de las décadas anteriores. De las 130 entidades chinas incluidas en la lista Fortune Global 500, 75 son estatales. En la época de Xi se han creado comités o células del Partido en todas las empresas de cierto tamaño, públicas y privadas. El objetivo principal de estos comités es que las empresas no se desvíen de las líneas políticas marcadas por el PCCh. Claro que no estamos frente un partido ad usum nostro. Se trata de una disciplinada estructura meritocrática de calificados expertos en la gestión pública, cooptados en las mejores universidades, que ascienden en la escala jerárquica en función de los resultados obtenidos en los desempeños asignados.

Como bien señala Dezcallar, “aunque Deng era un pragmático, era también un comunista. No quería acabar con el socialismo, sino reinventarlo. Incluso lograr que funcionara mejor que el capitalismo”. Bajo la premisa de que la pobreza no es socialismo, el gobierno chino se propuso eliminarla y consiguió avances impresionantes en este terreno donde más de 700 millones de chinos dejaron de ser pobres. Para alcanzar este objetivo se permitió que el sistema económico funcionara acorde con las dinámicas del mercado, pero bajo la estricta vigilancia del sistema político implementado a través del Partido Comunista. Por eso en China, señala Dezcallar, “todo es político, todo se decide en función de los intereses del Estado, tal como los define el Partido. La esencia del socialismo con características chinas creado por Deng es la combinación de una economía capitalista y un sistema político leninista. El socialismo con características chinas es un sistema capitalista-leninista. El método de creación de riqueza es capitalista y el método de ejercicio del poder es leninista.” Lo cierto es que China ha conseguido en cuarenta años transformaciones para las que el resto de países occidentales han necesitado siglos. De allí que el autor del ensayo que comentamos considere que podemos aprender mucho de China: el espíritu de trabajo, la perseverancia, el compromiso con la mejora de nuestras sociedades. Sostiene que no tiene ningún sentido demonizar a China dado que demonizarla significa negarse a ver las razones por las que se ha hecho fuerte. Dezcallar termina con una cita de las analectas de Confucio: “No te molestes si la gente no reconoce tus méritos, preocúpate si tú no reconoces los suyos”.

A la luz de estas consideraciones, el ilusionismo utópico anunciado por Fukuyama aparece desmentido por una realidad que muestra que el anunciado “fin de la historia” no ha sido capaz de sobrevivir a los avatares de la historia real. Ni ha habido triunfo de las democracias liberales capitalistas ni estas parecen sobrevivir a los impulsos de su autodestrucción. La democracia norteamericana, que se presentaba como el adalid del mundo libre, está actualmente en manos de un personaje estrambótico que un día dice una cosa y al día siguiente la contraria. La complicidad de los Estados Unidos con el alevoso genocidio que se está produciendo en Gaza es la operación de desenmascaramiento más cruel que la historia podría haber elegido.

 

 

 

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