No hay goce más perverso en el desprecio del otro –algo muy en boga en estos tiempos en los que “la crueldad está de moda”– que el de un superior del Ejército torturando a un soldado de la propia tropa en la desolación de la guerra de Malvinas. Con nombre y apellido: Eduardo Flores Ardoino. Con 19 años, el conscripto Silvio Katz había llegado a las Malvinas junto con sus compañeros del Regimiento de Infantería Mecanizada, de La Tablada, en la mañana del 11 de abril de 1982. No imaginó que lo llevarían allí cuando lo subieron en un avión sin asientos en la Base Aérea de El Palomar “con destino al sur”, desprovisto de ropa de abrigo y un fusil que apenas funcionaba. A Silvio, además, le faltaban quince días para que le dieran la baja del servicio militar obligatorio, algo que no había elegido hacer.
Desde que lo tuvo como jefe militar, Katz sufrió el desprecio sistemático de Flores Ardoino por su condición de judío. No solamente se ensañaba con él, también maltrataba a otros de sus compañeros y la crueldad se expandía por todos lados: a uno, por “negrito cabeza”, a otro por “gordito”, a quien más por “homosexual” y así una larga lista. “Hasta el peinado nazi tenía, se peinaba con la gomina para atrás, tenía ese porte de sacar pecho”, lo recordaba Katz. Su testimonio es uno de los más conmovedores del documental Las voces del silencio, dirigido por la periodista Gabriela Naso y producido por Pulpo Films, sobre las torturas a soldados en Malvinas y el largo periplo en la búsqueda de Justicia. El foco del audiovisual se concentra en cómo un grupo de ex combatientes de Malvinas, tras denunciar los tormentos, abusos y amenazas sufridos a manos de sus superiores, enfrenta las trabas del sistema judicial argentino que impiden el juzgamiento de los responsables. De hecho la causa está frenada y la única ilusión de los familiares, luego de ser ignorados una y otra vez por la Corte Suprema, radica en los tribunales internacionales.
El de Naso es de esos documentales graves y de densa emoción, con fuerte carga testimonial. Los ex soldados confiesan que creían que el conflicto con Chile escalaba y por eso los habían mandado a la frontera. En el plano interior, los militares caen en picada con la economía y reprimen a la CGT en las marchas. Unos planos de la isla, silenciosa, lejana y atemporal. El vaivén de las olas, el blanco sobre el horizonte, las piedras y los pozos, allí donde estaquearon a los soldados en siniestros castigos. A lo largo del remoto archipiélago, tan distante en la geografía y tan cercano desde la soberanía nacional, se entra al corazón de la trama: el calvario de los conscriptos, que temen más a sus jefes que a los ingleses, que sienten que podrían morir por ser obligados a meterse al agua congelada en una tortura habitual de su propio regimiento antes que por el tiroteo cruzado con la troupe recargada de Margaret Thatcher.
Malvinas como una herida abierta, polémica, vigente. La memoria de los soldados que se remonta a los lagos de agua casi congelada, con una capa de hielo arriba, con algunos oficiales y suboficiales que, cuando decidían que sus subordinados habían cometido una falta, los obligaban a sumergir las manos hasta que se les atrofiaban los dedos. Silvio Katz, por judío, tenía que poner también la cabeza, que se le acalambraba. Con sus compañeros, cavaban pozos donde intentaban dormir cuando no estaban inundados, buscaban quebrar la barrera del frío con varias camisas y el hambre comenzaba a acechar: de los guisos de los primeros días pasaron a una suerte de sopa insípida con un par de arvejas y luego a partir una galletita en varios pedacitos. Hay conscriptos que entraron a la isla con 70 kilos y salieron con 40.
Cierta vez, Katz y otros compañeros fueron a buscar comida al pueblo. Ardoino les sacó lo que habían comprado para todos y los estaqueó. Los acusó de intentar robar alimentos, “el deshonor más grande para el pueblo argentino”. Cuatro estacas en el suelo y los brazos y las piernas estiradas a diez centímetros del suelo, a veinte grados bajo cero y con calzoncillos y una remera de manga corta. Horas enteras a la intemperie. “A mi compañero, porque era ‘rebelde’, le puso una granada en la boca, que si llegaba a escupirla volábamos los dos. Y a mí, por ser judío, me hizo orinar por mis compañeros. La orina la sentí calentita, parecía un bálsamo en medio del hielo, pero después, cuando se secó, eran como vidrios estallados en la piel. Es decir, los oficiales sabían eso, lo tenían estudiado. Planificaron la crueldad”, dice a cámara Silvio Katz, recordando con cierta impotencia que en aquel momento no se podía hacer nada, era imposible reaccionar más allá de reírse por los nervios o jugar entre ellos con que a cada tortura le seguía “un baño de creatina”, algo que ponía furiosos a los verdugos. Los oficiales amenazaban a sus subordinados con frases como “nadie se va a enterar de esto, mañana les decimos a tus familiares que aparecieron como muertos en combate y listo”.
En un relato coral, con un eje amplio de testimonios que incluye a los abogados de la causa, tal vez el punto de vista del documental pierde fuerza y potencia cuando se dispersa en la grupalidad, con un espectador algo confuso entre los hechos, los protagonistas y los detalles de la tortura. Testimonios como los de Katz son tan crudos que arrastran inevitablemente el foco de atención –en otra parte dice de su jefe: “Me llevó donde defecábamos, me tiró la comida, me apuntó con una pistola y me hizo comer entre el propio excremento”–, y cuando se diluyen en otros relatos se pierden en la nebulosa de los recuerdos. “Ser torturado era supuestamente para ser hombre. Era imposible, no teníamos quién escuche”, dice otro ex soldado, que traza el hundimiento del Belgrano como punto crucial donde a los jefes militares en Malvinas se los comen los nervios. Arrecian los golpes, los maltratos, las torturas. No había más olla, pero los suboficiales y oficiales seguían en su compostura mientras los soldados se degradaban, bajaban de peso. “La peor tortura fue la psicológica”, dice otro testimonio. “Quítese la ropa y métase al mar. Más adentro”, le ordenó un oficial a otro soldado, que cuando sintió el agua helada en las rodillas se zambulló.
El documental da cuenta de cómo los ex combatientes empezaron a juntarse, a partir de 1983, cuando entre ellos quebraron el silencio y esbozaron por primera vez palabras como “malos tratos”. El juez federal Alejo Ramos Padilla dice que cuando los soldados volvieron de Malvinas hubo una planificación para que no se conocieran las torturas y que Malvinas quedara solamente como una gesta heroica. En sus casas, frente a sus familias, los soldados no hablaban, pero sí en sus grupos, como en el CECIM de La Plata, actor clave en la pata judicial. También ocurrió algo similar en Corrientes y en Chaco. Llevar adelante un proceso judicial parece ser la única reparación. “Aprendimos de las Madres, de los organismos de Derechos Humanos”, admite uno de ellos, quien sufre problemas óseos por la tortura.
En el camino surgió el abogado Pablo Vassel, que grabó solitariamente el testimonio de los soldados, inició en 2007 la investigación sobre las torturas y radicó la denuncia en la Justicia Federal de Tierra del Fuego; indagatorias y un primer procesamiento a partir de la pesquisa de la jueza Mariel Borruto; la cuestión de probar la sistematicidad por fuera de los casos sueltos, como el caso del subteniente Jorge Taranto; el sonido de los sopapos y culatazos, estacados con los cordones de sus borcegos a las piedras gigantes; la infatigable batalla judicial para revertir un fallo de Casación que dictaminó que los delitos habían sido comunes y que estaban prescritos; un discurso de Cristina Fernández de Kirchner en una Asamblea Legislativa que activó a los jueces ante la comunidad internacional; las historias clínicas con las que se evidenciaron las lesiones y los cuadros de desnutrición; la revelación de las torturas a los soldados en los medios como algo que molesta e incomoda socialmente, y que hace que el Estado construya “tecnologías de impunidad”, como advierte un abogado.
“Nosotros no fuimos soldados por elección ni tampoco nos sentimos veteranos de guerra. Fuimos civiles que hacíamos el servicio militar obligatorio, nunca fuimos parte de las fuerzas”, dice otro ex conscripto, diferenciándose del lustre de la palabra héroe. Otro dice que lloró cuando se enteró que su verdugo murió impune. Con el macrismo todo se frenó y la jueza Borruto dilató el proceso. La naturalización del espanto, el adormecimiento colectivo, la causa actualmente sin ningún avance. El sonido de acordeón, elegíaco, fugaz, que toca uno de los ex soldados en un acto.
Un fundido a negro en el final reza: “En 2023, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos declara admisible la petición realizada por el CECIM para que se determine la responsabilidad del Estado argentino por no investigar ni juzgar las torturas en la guerra de Malvinas. A 43 años del conflicto bélico, unas 200 personas han declarado como víctimas y testigos en la causa judicial que investiga los tormentos, abusos y amenazas a conscriptos, donde hay más de cien militares denunciados”.
Los soldados torturados, últimas víctimas colectivas de la dictadura.
Funciones
- Cine Gaumont: martes 1 de abril a las 19.30 (Av. Rivadavia 1635, CABA).
- Teatro Argentino: jueves 3 de abril a las 19 (Avenida 51, entre 9 y 10, La Plata). Charla posterior.
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