LA GRANDEZA Y EL CHIQUITO
¿Qué clase de resistencia practicaron, y nos enseñaron, nuestrxs artistas populares más grandes?
Días atrás, durante el programa de radio al que aportamos y a propósito del aniversario del Cordobazo, escuché a Horacio Verbitsky hablar de la capacidad de resistencia que singulariza al pueblo argentino. A modo de ejemplo, citó una anécdota en la cual el archiconservador Vargas Llosa —tiempo atrás, cuando todavía no era el accesorio de cuero que Isabel Preysler cuelga de su brazo— lo confesó a su pesar, después de ver en un estudio de TV cómo un grupo de ciudadanxs defendía sus derechos como quien sabe que son tales, y no dádivas graciosas. En lo que hace a las luchas populares, Horacio podría hablar durante horas del temple que nuestra gente viene demostrando desde hace décadas. Yo no podría hablar de ese asunto con autoridad, pero por deformación profesional he sido y soy sensible a otro ámbito en el cual cierta gente nuestra mostró una capacidad de resistencia igual de extraordinaria: el arte, y en particular el arte popular, que vuelve tan especial a la Argentina.
Para empezar habría que decir que, durante los últimos 75 años, y a diferencia de los países que solemos admirar, lxs artistas populares argentinos desarrollaron su obra en contextos de persecución política, violencia, proscripción y crisis económicas. Los tiempos de calma y prosperidad han sido pocos. Desde el fin de la Segunda Guerra, las naciones estelares del Primer Mundo casi no sufrieron turbulencias institucionales y conflictos bélicos en suelo propio, permitiendo a sus artistas un sustrato de estabilidad y apoyo —tanto privado como estatal— a sus iniciativas. En cambio los nuestros, y en especial aquellos cuya obra no es complaciente con la institución del poder, crean a los saltos, desde la clandestinidad, el exilio o viéndose obligados a recomenzar de cero con cada nueva remezón económica y / o política.
¿En qué medida estas dificultades fueron determinantes de las características de la obra? Quiero decir: de haber gozado de calma y viabilidad económica, ¿qué clase de obra habrían concebido nuestrxs artistas populares? Sólo se puede especular al respecto. Pero hay otras consideraciones que creo inapelables. Primero, que parte del esplendor de ciertas obras se lo debemos al humus de la incertidumbre argentina; que su excelencia es tributaria de la zozobra en que se nos obliga a vivir. (Si no recuerdo mal, durante el mismo programa de radio también conversamos con Horacio sobre la ratio de italianidad en la sangre argentina. Lo cual me llevó de las narices al monólogo de Harry Lime en El tercer hombre (1949): "Bajo el poder de los Borgias hubo guerra, terror, asesinatos y derramamiento de sangre, y aun así Italia generó entonces a Miguel Ángel, a Leonardo y al Renacimiento. En Suiza gozan del amor fraterno, llevan 500 años de democracia y paz — ¿y qué es lo único que han producido? El reloj cucú".)
Y en segundo lugar —esto es lo que me deslumbra—, lo que torna extraordinarixs a ciertxs artistas argentinxs es el hecho de que, si bien crearon en contextos que lxs forzaban a una actitud de resistencia o al menos de contestación, no construyeron una obra militante en el sentido más literal. No les dio por lo testimonial, por el realismo o el naturalismo, por lo formalmente político. Más bien huyeron de ese laberinto por arriba, apelando a la libertad que sólo se encuentra en el dominio de la imaginación y no temiendo nunca incurrir en el exceso, el grotesco y hasta el delirio.
Tenemos pendiente una reescritura de la historia de nuestro arte popular. Con su sesgo político siempre excluyente, la academia armó un canon de lo que vende como el arte argentino excelso que se parece a un bonsai — un árbol forzado a ser enano. Lo que necesitamos es otro relato, que presente el bosque de nuestra cultura popular y enhebre algunos de sus árboles más notables (pienso en Discépolo, en Marechal, en Oesterheld, en los Walsh —Rodolfo y María Elena—, en Soriano, en Bodoc, en Solari) a partir de una ratio que vincule el improbable equilibrio que lograron entre su arte y el disfrute que produjeron a un público no de elites, sino más bien amplio.
El nombre que no debería faltar en esa lista incompleta y por ende perfectible es el de aquel que me puso a pensar en estas cosas: Leonardo Favio, a quien Horacio adoraba y sigue llamando Chiquito, como sólo le decían sus amigos. El cineasta de Crónica de un niño solo y del Romance del Aniceto y de la Francisca y del Moreira y del Nazareno Cruz y de Perón, sinfonía de un sentimiento, que filmó menos de lo que hubiese sido ideal porque creció acá y era cabeza y peronista y se nos fue temprano, aunque de puro porfiados sigamos celebrando su nacimiento.
En estos días cumplió 81.
Contra la Subjetividad Marca Acme
Yo creo, modestamente, que el Chiquito es el más grande de lxs cineastas que ha conocido este país. Porque directorxs entre buenxs y buenísimxs hay a carradas, pero directorxs-artistas, gente con su universo y su lenguaje propios, no existen en cantidad que permita anillar los dedos de una mano.
Favio comparte características con la mayoría de los nombres de la lista que comencé a esbozar. Para empezar, su formación autodidacta. Como Discepolo, como Soriano, como Solari, nunca superó la educación elemental. (Otros estudiaron cosas que no se vinculaban directamente con su arte: Marechal era maestro, Oesterheld era geólogo, María Elena Walsh era profesora de dibujo y pintura. Rodolfo Walsh probó suerte con Letras pero nunca terminó. La única que concluyó sus estudios al respecto fue Liliana Bodoc y tal vez por eso, entre otras razones, se consagró relativamente tarde.) Lo que Favio aprendió en materia de dramaturgia lo pescó de su madre Laura, que era actriz y guionista, y lo que pescó del cine lo mamó en las salas y observando trabajar a los grandes de aquel momento, como su mentor Babsy Torre Nilsson.
Esa falta de instrucción formal es, creo, una de las causas principales del desparpajo con que encaraba su arte. Las academias te meten en caja respecto de la (tácita) División Internacional del Trabajo Intelectual. Te educan en el canon de la cultura occidental y adoctrinan para que asumas un lugar de subordinación, desde el cual no podés aspirar más que a desempañar los anteojos de Joyce y a trenzar los cordones de Nabokov. (Por ubicación temporal y espacial, se nos conmina a rendirle pleitesía a los Grandes Autores Blancos y Machos. Y aunque el cine es un arte todavía joven, el esquema reverencial se repite en su seno: debemos postrarnos ante Fritz Lang, ante Dreyer, ante John Ford, retomar la cosa donde ellos la dejaron o trabajar con las migajas que sucedieron a su banquete.) Pero el Chiquito, que no sentía el peso de canon alguno, vivía con naturalidad el diálogo directo, de obra a obra, con los autores por los que sentía afinidad. De cruzárselo, habría terminado bebiendo ouzo con Fellini en algún bodegón del Trastevere. De encontrarse con Kurosawa, habría superado la barrera del lenguaje para sentarse a su lado y contemplar juntos los peces dorados de un estanque. ¿Cuál es la chispa inicial del arte, sino el deseo de intercambiar figuritas con lxs artistas que a uno le remueven las tripas y nos meten el bocho en la batidora?
Por supuesto, Favio filmó mucho menos que ellos, porque era argentino y le tocó vivir de trinchera en trinchera y contando las monedas. Algo que también puede predicarse de los restantes nombres de mi tentativa lista, que ocasionalmente fueron proscriptos, exiliados, perseguidos, censurados o debieron crear con el resto de la energía que les quedaba después de hacer lo otro que hacían para ganarse el pan. Pero, insisto: el hecho de saberse enfrentados a un poder autocrático y cruel parece haber aguzado sus instintos, colaborando —muy a pesar de ese mismo poder, me temo— a forjar un arte imprevisible. Ningunx de ellxs hizo lo que hubiese sido esperable en su contexto, o lo que sus colegas practicaban; más bien desconcertaron, crearon formas o incursionaron en (sub)géneros poco habituales y aun así encontraron un público tan vasto como generoso, que lejos de confundirse ante la obra inusual pareció saber siempre de qué estaban hablando, y a qué realidad interpelaban.
Esta peculiaridad redundó en otro rasgo común: en líneas generales, forman parte de los artistas que han sido y son más populares en este país pero de los que peor han viajado a otras fronteras. Ninguno de ellos suele formar parte del breve listado de artistas argentinos que son (re)conocidos en el resto del mundo. La tentación sería pensar que el éxito exclusivamente local es consecuencia de su argentinidad, del modo en que responden a nuestra realidad delirante, un código sin el cual sus libros / historietas / pelis / canciones / poemas no se comprenderían del todo. Pero sería un error. Si bien sus obras son una metabolización en la clave del arte de nuestra (peculiar) historia, cualquiera podría disfrutarlas en el sitio del mundo que sea. Aunque en la traslación se perderían matices, el trasfondo seguiría siendo universal a su manera. El Indio suele decir que lo que él hace no tiene nada que ver con aquello del pinta tu aldea, y creo que no sólo está en lo cierto sino que la noción se aplica también al resto de lxs artistas de mi lista. Ninguno de ellxs pintó su aldea de modo especular o documental. Más bien la desarmaron y la rearmaron, usando partes viejas pero incorporando repuestos insospechados, como se hacía con los vehículos en el paisaje postapocalíptico de Mad Max. Si son y siguen siendo universales —y yo creo que lo son—, es en la medida en que reinventaron su aldea y produjeron síntesis nuevas.
Que la prosa de Walsh y las pelis de Favio y las canciones de Solari no sean símbolos de la Argentina en el mundo tanto como las vacas, Borges y Maradona, no se debe a que su obra no alcance el piné. Ante todo es consecuencia de que no produjeron la clase de arte que aquí bendicen la academia y sus repetidoras mediáticas, los comisarios políticos del poder real. Lo notable —lo más revelador— es que nadie se anima a cuestionar su excelencia. Pero como cada unx de ellxs a su manera expresó en su momento predilección por la causa popular, la Fábrica de Producir Subjetividades Marca Acme se tomó el trabajo expreso de no difundirlos como merecen. Sólo los toman y mentan en la medida en que no pueden negar su impacto popular.
Si Walsh y Favio y Solari no son nuestros embajadores en el mundo no es por cuestiones artísticas, sino a causa de una decisión política de emblemática mezquindad.
El pan a repartir entre la gente
Hay un giro en la trayectoria de Favio que es indicativo de ciertos riesgos que afrontan nuestrxs artistxs populares. Durante la segunda mitad de los '60, el Chiquito había filmado tres pelis inmejorables: Crónica de un niño solo (1964), Romance del Aniceto y la Francisca (1966) y El dependiente (1969). Hablo de pelis en blanco y negro, de modestos valores de producción y enormes ambiciones artísticas. A esa altura Favio se había convirtido en un actor muy conocido, pero reinvirtió esa moneda para probar suerte como director y filtrar su experiencia a través de los recursos del cine de arte de la época — de Bresson a la Nouvelle Vague. Ninguna de esas pelis es fácil. (La escena de la violación en Crónica no deja de inquietarme nunca, ni en su enésima visión.) Pero le significaron algo que imagino que valoraría, viniendo como venía de los márgenes de la sociedad: prestigio y el reconocimiento de la elite del cine argentino.
Podría haber seguido así, filmando pelis de culto para un público selecto que las celebraba. Habría vivido con menos sobresaltos, estoy seguro. Conozco a muchxs artistxs que se dan por satisfechxs trabajando en exclusiva para esa platea. Pero el tema es que la vocación de Favio no era la de convertirse en un cineasta arty, mimado por los comités de selección de Cannes y Venecia. Por algo decía que más bien se sentía como un peronista que hacía cine, antes que un director peronista. Lo que ansiaba era hacer un cine que llegase no sólo a las primeras veinte filas, sino también a los muñecos del pullman, superpullman y hasta del gallinero — al público que, en esencia, se parecía a lo que él había sido, era y siempre sería.
Por eso montó en pelo sobre el proceso histórico de los '70 iniciales y pegó el carrerón de su vida con Juan Moreira (1973), escrita por su hermano Zuhair Jury. El consenso dice que el mejor Favio es el de sus pelis en blanco y negro, pero yo disiento. Para mí es la obra que lo define, porque representa aquella que acrisola lo mejor de sus mundos: la ambición narrativa y el pulso popular. Es cierto que aquellos eran momentos en los que lxs directorxs-artistas podían ser de lo más osados y aún así meter un batacazo. Hoy en día Visconti o un Fellini se las verían negras para hacer su cine y también para que se les conceda su relevancia. Pero aun así, hay que tener coraje y mucho talento para lograr lo que Favio logró: filmar esta peli de una narrativa que no hace concesión alguna, que nunca nivela para abajo, y a la vez alumbrar un fenómeno masivo. ¿Soy yo, nomás, o es entre sus películas aquella que mejor ha envejecido?
Moreira es la peli donde Favio se desmarca del lugar que el establishment cultural le había concedido: aquel del lumpen que emerge para hacer pelis baratitas pero pretenciosas sobre personajes miserables de esos que conoce bien. La clase de pelis que nos aceptan en Cannes, las que le permiten pensar al público europeo miren qué pobreza tremenda se vive en Argentina y aún así qué finos que son, estos muchachos.
A través de Moreira el Chiquito escapó al riesgo del miserabilismo y lo reemplazó por la épica. Sí, vivíamos situaciones límites. Sí, se nos empujaba a la violencia y a las zonas grises en materia política. Sí, nuestros héroes no podían ser blancos e impolutos sino más bien antihéroes, achinados, vagos y malentretenidos. Pero aun así no estábamos dispuestos a contentarnos con los márgenes, no nos resignábamos a acogernos mansamente a la División Internacional del Trabajo Cultural. Reclamábamos, más bien, nuestro derecho a estar en pie de igualdad entre las naciones del orbe cuyos pueblos comen a diario y se expresan libremente. Moreira era Favio dialogando con Kurosawa (durante algún tiempo soñó a Toshiro Mifune como protagonista) y presentando a Moreira como nuestro ronin — un samurai que, en la Argentina previa al peronismo, circulaba sin un amo digno de sus talentos.
Moreira demuestra que, aunque había arribado a una situación de privilegio, su deseo más genuino era el de hacer pelis para el pueblo del que había salido y del que nunca dejó de ser parte. Lo demuestra el hecho que de allí en adelante no dejó de intentarlo y se bancó los riesgos que conllevaba. Hasta Soñar, soñar, que es su peli menos valorada, pone en escena esa consciencia. Charlie y el Rulo —Monzón y Pagliaro— nos revelan que a pesar de los elogios nunca llegó a creerse el viaje del Artista con mayúsculas; que entendía que nunca viviría en un pedestal, al estilo aristocrático del modelo europeo. Por el contrario, el Chiquito dice allí que se sabe uno de nosotros, un perejil que está más cerca del encantador de serpientes que del morador de la torre de marfil; pero que aun a pesar de sus limitaciones, de su naturaleza pícara, promete seguir bregando para convertir su sueño en realidad — llevarnos a un estado de gracia, aunque sea a través de trucos de feria mediatizados por la tecnología.
A mí el Chiquito me llevó por primera vez a un estado de gracia a los 12 años. Tan chiquito era yo por entonces, que ni siquiera pude ver Moreira, que era prohibida para menores. Todo lo que necesité fue oír la música del Pocho Leyes y Luis María Serra y atender a las imágenes que circulaban por la tele. Moreira me proporcionó mi primer héroe argentino del cine y me ganó para la causa popular muchos años antes de poder comprenderlo racionalmente. Tanto me impresionó, que aproveché una tarea escolar para repujar sobre cobre la secuencia final (el trailer que pasaban por TV te contaba lo esencial) y producir una suerte de bajorrelieve que mi viejo conservó como un tesoro hasta su muerte. Moreira me ayudó a entenderlo todo varias décadas antes de entenderlo todo: apenas entraba en cuadro el sargento Chirino, pescabas al vuelo de qué extremo de la bayoneta te tocaba estar.
Todxs estxs artistas de mi lista, más los nombres que sin duda sumarán ustedes, nos regalaron ideas que antes no estaban allí, que habían sido prolijamente escamoteadas por el poder. Discépolo y Marechal nos contaron que el drama de nuestro pueblo ya había sido vivido infinitas veces, que era en esencia el drama de la mismísima especie humana en su lucha por eludir el autoritarismo y la exclusión. Oesterheld reveló que el heroísmo que necesitábamos para salir del brete era colectivo o no sería nada. Walsh inventó un género para que asumiésemos nuestra realidad a la vez que valorábamos sus ribetes dignos de la mejor ficción. María Elena nos reconectó con nuestro yo infantil, desde la conciencia de que —como dice un personaje de La noche del cazador, la peli de Charles Laughton— nuestra parte niña es la que más y mejor resiste. Soriano definió que nuestro género era la tragicomedia. Bodoc inventó la mitología que nos merecíamos, desde la perspectiva de los pueblos imaginarios. Las canciones de Solari nos prepararon para vivir en la Argentina postapocalíptica.
El Indio me contó —figura en su autobiografía, Recuerdos que mienten un poco— que durante mucho tiempo tuvo un sueño recurrente. Soñaba (soñaba) que iba al pescante de una suerte de diligencia, con el Chiquito al lado. Creo haberlo dicho ya, pero lo repito porque cada vez lo creo más fervientemente: ese sueño es también nuestro sueño, porque pone en escena a la clase de artistas que se ganaron nuestra confianza en buena ley, llevándonos como pasajeros de esa diligencia allí donde lo consideren necesario. La resistencia de nuestrxs artistas populares fue efectiva porque nunca encalló en el resentimiento que es característico de los favoritos del poder. Al contrario, se trata de obras que responden a la violencia y la negación creando un arte que, asumiendo nuestra circunstancia real, la trasmuta alquímicamente y nos permite acceder a un estado de gracia — una suerte de felicidad del espíritu, satisfacción que experimentamos a pesar de los dolores.
Los artistas que el poder prefiere se ubican en lugares a los que muy pocos llegan. Lxs artistas populares van todavía más lejos, pero nos llevan a todos en su viaje y —como ansía hacerlo el Diablo en Nazareno— se reparten como un pan de amor entre la gente.
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