La gestión del racismo
Conversación con el investigador argentino-italiano Miguel Mellino
Uno descubre que un libro era necesario cuando al leerlo comprende la importancia práctica de su enfoque. En este sentido hay que decir que Gobernar la crisis de los refugiados, soberanismo, neoliberalismo, racismo y acogida en Europa, de Miguel Mellino (Traficante de sueños, 2021, traducción de Emilio Sadier), viene a ponerle palabras precisas al agotamiento de la hegemonía de la gubernamentalidad neo-ordo-liberal, premisa de la constitución de la Unión Europea (ordo-liberal, orden-liberal, versión alemana del neoliberalismo en el cual el mercado resulta continuamente asistido por el Estado). La victoria de Giorgia Meloni en las recientes elecciones italianas no hace más que confirmar el fenómeno: la respuesta europea a la doble crisis económica y migratoria ha dado lugar a la emergencia de un “populismo” –tal y como lo describían Ernesto Laclau y Chantal Mouffe– en su variante exclusivamente derechista, al que Mellino prefiere dar el nombre de “soberanismo”, para hacer resonar en él la larga historia de la naturaleza colonial del Estado europeo. Lo que desentraña el libro de Mellino es el núcleo escamoteado de la emergencia soberanista, sin el cual no es posible establecer lazos causales mínimos: la ultraderecha europea, habilitada por Trump, no busca dar una respuesta sólo a la crisis económica sino también a la crisis de los refugiados. Sin tomar en cuenta la premisa inmigratoria se pierde el vínculo estricto que se establece en Europa entre neoliberalismo y neofascismo. Antropólogo argentino que enseña teoría política en Italia desde hace décadas, Mellino nos recuerda la importancia metodológica y política del “derrotar la amnesia como método en Europa” del poeta Aimé Césaire, y de “desenredar” la formación discursiva soberanista por medio del instrumental crítico provisto por Marx y a Foucault, es decir: a la luz de las dinámicas sociales de la crisis. El libro no se limita a describir el pasaje de una hegemonía ordo-liberal a otra de tipo soberanista, sino que plantea, al contrario, la tensión actual entre ambos modelos –es evidente que no es lo mismo Macron que Le Pen, o Draghi que Meloni– y hasta su complementación coyuntural en base a un cierto fondo inconsciente común, puesto de manifiesto ahí donde “el modo de acumulación neoliberal, competitivo, propietario y securitario” resulta absolutamente compatible con “el mayor endurecimiento de los dispositivos racistas y coercitivo tanto sobre los migrantes como sobre las poblaciones ‘post-coloniales’ del continente”.
Gobernar la crisis plantea dos tesis disruptivas con respecto a los esquemas explicativos habituales de la política europea. Por un lado, que es preciso recomponer una óptica radical sobre lo que entendemos por racismo. Lejos de ser una mera herencia irracional e improductiva, la gestión del racismo de los territorios es un instrumento estratégico fundamental para extraer valor de la sociedad y por lo tanto –esta es la segunda tesis– se trata de un dispositivo común a neoliberales y soberanistas, de un mecanismo de extracción de valor del conjunto social ubicado en el centro de la respuesta europea a la crisis. Lo que Mellino muestra es el funcionamiento de una moneda de dos caras, una de ellas más securitista, apoyada en la militarización de los territorios y fronteras, en el racismo institucional y en la violencia contra los migrantes que las fuerzas de seguridad despliegan diariamente, y la otra —que se propone como su opuesto— en el dispositivo humanitario de la Unión Europea y concierne al circuito de recepción, todo el circuito de la llamada integración de los migrantes, que no es más que su inserción en los mecanismos de la precarización económica.
Lo que sigue es una conversación con Mellino sobre cómo leer las mutaciones de la política europea a la luz de las últimas elecciones en Italia, en una Europa afectada de lleno por la guerra.
–¿Cómo leés las últimas elecciones en Italia?
–La inminente victoria electoral de un partido explícitamente post-fascista excitó los impulsos teratológicos congénitos de una parte importante del mundo mediático y político hegemónico global. Había que trasmitir en vivo el nacimiento del monstruo. Está claro que estamos hablando de un monstruo, pero este proceso de alterización del partido de Giorgia Meloni y su coalición ultraconservadora, paradójicamente, corre el riesgo de minimizar la gravedad del estado normal de las cosas no sólo en Italia, sino también en la UE.
–¿Te parece que acentuar demasiado el aspecto simbólico de los ecos del fascismo nos hace perder el proceso histórico concreto?
–Sí, veamos. Un partido post-fascista gana las elecciones en el mismo año del centenario de la Marcha sobre Roma. Italia llegará a octubre de 2022 muy probablemente con una primera ministra que siempre ha reivindicado no sólo a las camisas negras, sino también la experiencia y los valores del partido creado por los neofascistas que sobrevivieron a la República de Salò tras la derrota del nazifascismo en 1945: el Movimiento Social Italiano. Hasta su cambio de nombre en los años ‘90, cuando se convirtió en Alleanza Nazionale (AN), el MSI era el único partido político que actuaba al margen del orden institucional consagrado en la Constitución de la República nacida de la resistencia de los partisanos antifascistas (y aún vigente en la actualidad). La Constitución italiana prohibía la reconstitución del partido fascista. Aguda ironía del destino o un retorno de lo reprimido. Benedetto Croce hablaba del fascismo como de un virus moral transitorio y contingente, Piero Gobetti (maestro del peruano José Carlos Mariátegui), aludía al fascismo como “autobiografía de la nación” y Antonio Gramsci como exhalación italiana de una modernidad capitalista. Pero ninguna de estas citas clásicas agota la complejidad del fenómeno actual.
–¿Cómo explicás entonces el proceso que va de la derrota del fascismo a Meloni?
–Hay que partir del hecho que la victoria del FDI y de una coalición ultraconservadora no tiene nada de inesperado ni de excepcional, sino que es el resultado de un largo proceso. En primer lugar, después de la derrota del fascismo muchos de sus herederos directos han estado en varias coaliciones de gobierno. El post-fascismo ha gobernado varias grandes ciudades y regiones, como Roma en 2013 con Gianni Alemanno, cuya victoria vio por primera vez los saludos fascistas de muchos de sus electores y funcionarios lanzados directamente desde los distintos pasillos del poder institucional. A partir de los años ‘90, el fascismo ha sido cada vez más legitimado –o “desfascistizado”, para citar al historiador Emilio Gentile– por gran parte del mundo mediático, político y cultural e institucional. Muchos colaboradores del régimen fascista fueron rehabilitados como miembros respetables del panteón nacional. En algunos casos, con la consagración de nombres de calles y plazas. La guerra contra las estatuas y los monumentos, contra los nombres, la revisión de la historia, comenzó mucho antes de la difusión mundial de los grandes movimientos antirracistas. La normalización del fascismo se produjo como el reverso de un profundo proceso de transformación neoliberal, de desintegración radical del tejido social, de ataque frontal y despiadado a la versión italiana del bienestar, y sobre todo en un contexto en el que Italia empezaba a enfrentarse por primera vez en la historia a flujos migratorios masivos en su territorio, y a descubrir en su propia casa sus históricos impulsos supremacistas, coloniales y raciales. Algo que las nuevas derechas, a partir de los años ‘90, sabrán capitalizar electoralmente con facilidad, en una sociedad que nunca hasta allí había asumido realmente la colonialidad racial de su propia identidad nacional moderna, proyectándola y colocándola, en cambio, exclusivamente en la excepción fascista. El éxito del FDI, por lo tanto, es la culminación de un largo proceso de de-fascistización del fascismo.
–¿En qué se opone, entonces el partido de Meloni al establishment político italiano?
–Si observamos con detenimiento lo que está sucediendo a partir de las elecciones, el proceso de adaptación del partido supuestamente “anómalo” a las normas económicas y geopolíticas fijadas por Estados Unidos y la UE ya ha comenzado. En términos numéricos, el porcentaje de votantes de derechas se ha mantenido más o menos igual. El notable salto electoral del FDI no se debe a la conquista de ningún espacio político fuera de su histórica área de influencia. Simplemente ha aglutinado buena parte de los votos de la Liga de Salvini y de la parte más de derecha del movimiento 5 estrellas. El error táctico de Salvini, al entregarse a la coalición de Draghi –que no surge de ninguna votación sino de una conspiración desde arriba durante el período de la excepción pandémica– está en la raíz del ascenso de FDI, que fue el único partido que se mantuvo fuera del gobierno. No era difícil, por lo tanto, capitalizar la oposición a un gobierno “técnico” deseado sólo por el establishment y el gran capital nacional y europeo, percibido por una gran parte de la población como el continuador de su propia pauperización social. La novedad, la diferencia con respecto a las fases anteriores, vendrá sin duda del ataque político y, sobre todo, cultural a los derechos civiles de las minorías y de las mujeres, en nombre de la defensa de la identidad nacional y cristiana, de la así llamada familia tradicional y de la supremacía occidental sobre el resto del mundo, en particular contra el Islam.
–¿Qué cabe esperar?
–En cuanto a la política económica, Meloni ya ha anunciado la continuidad del marco establecido por la UE en los últimos años y solventado por el último gobierno de Draghi. Se habla de una figura con beneplácito a Bruselas para la jefatura del Ministerio de Economía. Los primeros indicios hablan de un gobierno formado por muchos ministros técnicos, lo que aparece muy paradójico para un partido que se propuso como opción política y euro-tecnocrática. Desde el punto de vista económico, el programa de FDI no presentaba ninguna novedad: rebaja de la presión fiscal para las clases medias y altas y para las empresas, rechazo del salario mínimo y de la renta de ciudadanía para las clases desposeídas, disciplinamiento de la mano de obra, mayor gestión securitaria y, sobre todo, racista de la sociedad y del pacto de ciudadanía con las clases (populares) autóctonas. La única novedad en este campo, bastante inquietante, es el apoyo del gran capital nacional, de las grandes corporaciones multinacionales a su propuesta política. Desde el día de la victoria de Meloni los medios de comunicación muestran una gran apertura hacia su propuesta política, mientras siguen flagelando al movimiento 5 Estrellas por haberse atrevido a crear la renta de ciudadanía, un subsidio de desempleo que no existía en Italia, pero también por sus posiciones contra la guerra de Ucrania y contra el rearme, y sobre todo por haber desafiado al establishment político y económico nacional desde posiciones “populistas” (que de todas maneras han permanecido siempre oscilantes y ambivalentes). Puede ser que estemos entrando en una nueva fase, en la que la competencia soberanista entre Estados ya no es juzgada como negativa por las grandes corporaciones multinacionales ni por la UE, ya que no toca la estructura económico-jurídica establecida por el neoliberalismo, es decir, el llamado Estado de Derecho capitalista, en definitiva, la naturalización del mercado, la competencia, el empresariado, el individualismo propietario y la supremacía occidental como “ontologías de la vida” y su defensa, incluso policial y militar.
–¿Qué papel jugó la pandemia en este proceso?
–El fascismo fue también otra clara transfiguración político-ideológica de la lógica de la acumulación inscripta en el capital. Es este el concepto fascista de libertad, que hemos visto volver en auge durante la pandemia de la mano de los movimientos y partidos de derecha en su oposición hacia cualquier concepción de cuidado social y comunitario. El rol de la pandemia ha sido importante para el crecimiento del partido de Meloni. En este sentido, el FDI representa, como toda la constelación de la extrema derecha mundial, una extremización de diferentes pulsiones –económicas y culturales, securitarias y raciales–inyectadas y legitimadas en el tejido social por el largo proceso de neoliberalización promovido por la UE en Europa y ejecutado, paradójicamente, sobre todo por gobiernos progresistas de centro-izquierda.
–¿Cómo juega este cuadro con relación a la guerra en Europa?
–Si algo se desprende de la guerra en Ucrania es precisamente la crisis del mundo unipolar de la globalización neoliberal liderado por Estados Unidos tal y como lo conocemos desde su inicio con la caída del muro de Berlín en 1989. El comercio mundial tal y como ha funcionado en las últimas dos décadas está siendo desmantelado, un desmantelamiento que comenzó ya con Trump y que continuó Biden. La propia guerra es un síntoma más de un sistema capitalista al borde del colapso. La guerra en Ucrania parece ser un conflicto sin solución inminente, ya que las tres condiciones para su posible final –la capitulación de Ucrania, la retirada de Rusia, una clara victoria militar de uno de los dos bandos– no parecen estar en el horizonte por el momento. Meloni ya ha confirmado varias veces su lealtad a la OTAN y a los Estados Unidos, en este caso bastante fiel al neofascismo del pasado, y su apoyo a Ucrania. Desde este punto de vista, el posicionamiento geopolítico de Italia no debería cambiar demasiado. La interpelación político-cultural de los soberanistas europeos es antes que nada una interpelación racista en defensa del Occidente blanco y cristiano, y si nos tomamos en serio este aspecto, no cabe una “verdadera” alianza con Putin: esta adscripción o no a Occidente acaba fracturando el espectro del ultraconservadurismo global.
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