Antes de la pandemia
La primacía remite a un tipo de estrategia que puede sintetizarse así: una potencia no consiente ni tolera el ascenso y la consolidación de una potencia competidora de igual talla. Se trata, básicamente, de que el más poderoso pretende afirmar y sostener su preeminencia. Estados Unidos, durante los dos mandatos del Presidente George W. Bush, desplegó una primacía agresiva: ataques preventivos, unilateralismo asertivo, desdén hacia los foros multilaterales, recurso persistente y expansivo de la fuerza, y aumento significativo de los gastos militares.
El Presidente Barack Obama ensayó, durante sus dos mandatos, una primacía calibrada: un multilateralismo ocasional, más consultas con los principales aliados de Washington, repliegue paulatino en algunas guerras como la de Irak, mayor empleo de ataques con drones y recurso a las ejecuciones extra-judiciales en el exterior y presupuestos de defensa menos abultados que su antecesor.
El Presidente Donald Trump viene implementando una primacía ofuscada. Ha recurrido a una suerte de diplomacia de la sumisión en la que persuadir es fútil y chantajear es imprescindible. Anuncia y aplica un unilateralismo pendenciero, descree y rechaza los ámbitos multilaterales, amenaza y apela al uso de la fuerza, valora y aumenta los gastos militares y desecha y desprecia a muchos aliados históricos.
Ahora bien, en referencia a la relación entre Estados Unidos y China —los dos protagonistas centrales de la transición de poder, influencia y prestigio en el terreno de las relaciones internacionales— los cortes/diferencias entre los tres gobiernos (Bush, Obama, Trump) deben matizarse. Desde el inicio de la gestión del Presidente Bush hasta la primera administración del Presidente Obama hay una relativa continuidad: el vínculo entre Estados Unidos y China combinó colaboración y competencia en dosis no idénticas pero relativamente equilibradas, bajo el principio de disuadir militarmente a Beijing y de contener el ascenso chino. Durante el segundo mandato de Obama se produjo un primer giro importante que se manifestó con el anuncio de la llamada “estrategia pivote” (Pivot to East Asia) de 2012; una estrategia diplomática, económica y militar orientada a re-balancear la proyección de Estados Unidos en el Sudeste Asiático, acompañada de una política dirigida a cercar gradualmente a China.
Con Donald Trump ese legado de Obama se profundizó en la dimensión de una mayor disputa. La Casa Blanca no parece ya conformarse con limitar la expansión china sino que aspira a revertir su gravitación, tanto en el área vecina como en cuanto al influjo internacional de Beijing. En síntesis, no se trata tan solo de renovadas fricciones comerciales y tecnológicas sino de una ascendente confrontación geopolítica. Los datos que reflejan la ansiedad de Washington hacia Beijing son elocuentes. Por ejemplo, mientras la participación estadounidense en la economía mundial se ha ido reduciendo paulatinamente desde la década del '50 a la fecha, la participación china ha crecido notablemente en el último cuarto de siglo. De acuerdo al Libro Blanco de la Política Exterior de Australia de 2017, el PBI de Estados Unidos en 2030 será de U$S 24 billones de dólares y el de China llegará a U$S 42,4 billones. A su turno, en 2017 el Partido Comunista de China se propuso que para 2030 el país se convierta en líder mundial en Inteligencia Artificial: hasta 2005 China no estaba entre los 10 primeros países en la presentación de nuevas patentes ante la Organización Mundial de Propiedad Intelectual; en 2019 superó a Estados Unidos y alcanzó el primer puesto.
Cabe destacar, asimismo, que la creciente hostilidad de la administración Trump hacia China encuentra un soporte en la opinión pública desde antes del estallido del Coronavirus. En efecto, una encuesta del Chicago Council on Global Affairs reveló que, después de más de una década en que para alrededor del 50% de la opinión pública China constituía un rival, ese porcentaje llegó al 63% (65% entre los republicanos, 64% entre los demócratas y 61% entre los independientes) en febrero de 2019. La percepción negativa de China ha crecido aún más en la más reciente encuesta del Pew Research Center: alcanzó al 66%.
En ese contexto, dos breves referencias: una en relación a Europa y otra respecto a América Latina. En marzo de 2019, la Unión Europea definió por primera vez a China como un “rival sistémico”. A esto siguió en diciembre la Declaración de Londres de la Organización del Tratado del Atlántico Sur (OTAN) mediante la cual, también por primera vez, se subraya “la creciente influencia internacional china” que implica, por tanto, importantes “desafíos” para la organización. En breve, la OTAN expande más allá de Rusia su foco de atención y localiza a Beijing como un reto significativo.
En cuanto a Latinoamérica el viraje en el eje Washington-Beijing se expresa, simbólicamente, con dos discursos emblemáticos. En 2013 en el marco de la OEA, el Secretario de Estado John Kerry proclamó el fin de la Doctrina Monroe. En 2018, en una alocución en la Universidad de Texas justo antes de un periplo por América Latina, el Secretario de Estado Rex Tillerson destacó la vigencia de la Doctrina Monroe con el acento puesto en frenar el avance de China en la región que implicaba, en sus palabras, una forma de “dependencia de largo plazo” para Latinoamérica.
China no ha articulado ni anunciado una doctrina de exclusión regional; esto es, una doctrina unilateral que excluye la presencia de otros poderes en su zona más vecina y que, en consecuencia, procura asegurar su hegemonía regional. Sin embargo, Estados Unidos intenta hoy una doble estrategia: evitar que China afirme “su” hipotética Doctrina Monroe en el Sudeste de Asia y, al mismo tiempo, reafirmar el retorno de la propia Doctrina Monroe en América Latina. Eso denota que, a pesar de la pérdida de gravitación global de Latinoamérica, la región se irá convirtiendo, al menos para Estados Unidos, en un área de competición creciente en la política entre Washington y Beijing.
Después de la pandemia
Un escenario probable de la pos-pandemia consiste en una acentuada disputa entre Estados Unidos y China. Todo indica que los resquemores y fricciones entre Washington y Beijing aumentarán como resultado del coronavirus. En vez de estimular la colaboración bilateral en áreas de interés recíproco es muy factible que la Covid-19 genere más recelo y tirantez mutua. En ese contexto, no debe descartarse que estrategas civiles y militares en Estados Unidos y en ciertos países de Europa y de Asia evalúen establecer una Organización del Tratado del Pacífico (OTPA) como espejo de lo que fue en 1949 —al calor creciente confrontación entre Estados Unidos y la Unión Soviética— fue la OTAN. Si el bloqueo de Berlín en 1948-49 fue un catalizador fundamental para la concreción de la OTAN quizás la coronavirus pueda ser, para algunos, el disparador de la necesidad de una eventual OTPA.
La idea en sí misma no es nueva. Ya hubo reflexiones al respecto en medio de la Guerra Fría. Y desde la Posguerra Fría el asunto del tipo de relación entre la OTAN y China fue objeto de múltiples estudios, notas y documentos. Sin embargo, es en el marco de la Covid-19 que reaparecen trabajos sobre qué hacer estratégicamente, desde Occidente, respecto a China. El más reciente de marzo de 2020 evalúa la viabilidad y factibilidad de una Pacific NATO, una OTAN del Pacífico.
En cuanto a Estados Unidos, ya durante la Guerra Fría firmó tratados bilaterales y multilaterales con distintos países de la región de Asia-Pacífico. En la actualidad son aliados extra-OTAN (Major Non-NATO Ally) de Washington varias naciones del área: Australia, Corea del Sur, Filipinas, Japón, Nueva Zelanda y Tailandia (más Taiwán que recibió ese status del legislativo). También existe desde 2007 el llamado Diálogo de Seguridad Cuadrilateral entre Estados Unidos, India, Japón y Australia. A lo que se deben agregar diversos tipos de socios (partners) regionales en materia de seguridad y defensa. A su turno, la OTAN ha desarrollado una serie de vínculos con países del área bajo la denominación de “partners across the globe” que se refiere a la cooperación en ámbitos de interés común y que puede incluir la participación en operaciones de la organización: por ejemplo, Australia, Corea del Sur, Japón, Mongolia y Nueva Zelanda. En síntesis, Washington ya cuenta con un amplio dispositivo para “rodear” a China y constreñirle su proyección de poder.
No obstante, el escenario es más complejo. Por un lado, los países europeos no tienen una postura unificada hacia China. Naciones como Austria, Grecia, Italia, Luxemburgo, Polonia, Portugal y Suiza han firmado memorándums de entendimiento con Beijing para sumarse a la llamada Iniciativa de la Franja y la Ruta. Son miembros del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, una institución financiera de creación china, Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, España, Finlandia, Francia, Gran Bretaña, Grecia, Holanda, Hungría, Irlanda, Italia, Noruega, Polonia, Portugal, Suecia y Suiza, entre otros. En esta coyuntura Gran Bretaña y Francia —dos de los cuatro países europeos con más muertos por la Covid-19— han elevado su perfil crítico hacia China, mientras Alemania ha sido, hasta el momento, más cautelosa. Al analizar el comportamiento europeo es importante también observar la opinión ciudadana respecto a Beijing. De acuerdo a una encuesta del European Council on Foreign Relations de septiembre de 2019 en caso de un conflicto entre Estados Unidos y China o entre Washington y Moscú, hay una clara preferencia por la neutralidad. De acuerdo a una encuesta del Pew Research Center de enero de 2020, en países como Francia, Suecia, Alemania, España, Gran Bretaña, Holanda, República Checa, Italia y Eslovaquia la mayoría no tiene confianza ni en Xi Jinping ni en Donald Trump.
Por otro lado, en los países vecinos de China existen ambivalencias. El estallido de la coronavirus reforzó el escepticismo, la desconfianza y el malestar hacia Beijing en varias capitales. Pero, al mismo tiempo, todo indica que la propuesta de la Asociación Económica Integral Regional (RCEP por su sigla en inglés) —compuesta por Australia, China, Corea del Sur, Japón y Nueva Zelanda más los diez países de la ASEAN (Myanmar, Brunéi, Camboya, Filipinas, Indonesia, Laos, Malasia, Singapur, Tailandia y Vietnam)— sigue adelante. Además, a diferencia de Europa, donde al momento de la creación y luego durante su expansión, la OTAN contaba con países que compartían un mismo régimen político, ese no es caso en las naciones de la Cuenca del Pacífico.
En resumen, no parecen existir condiciones inmediatas para el establecimiento de una OTPA. Ahora bien, es probable que Estados Unidos insista, una vez que la pandemia haya cesado, en cercar más a China en diferentes frentes y en revertir su proyección de poder en el plano regional y global. Washington entiende que el momento unipolar de la inmediata Posguerra Fría ya no es posible recrearlo y que, en todo caso, la opción de una bipolaridad contendiente respecto a China a la que pueda sumar aliados y acompañantes es una alternativa que le da más músculo militar, económico y diplomático en medio de la actual fase de la transición de poder, influencia y prestigio a nivel internacional. Beijing, por su parte, rehuye ese escenario que puede ser costoso y desventajoso para su estrategia de ascenso y consolidación como gran potencia. Su preferencia es por una multipolaridad menos conflictiva que le facilite ese auge y que evite una confrontación directa con Estados Unidos. Lo cierto es que el contexto de la pos-pandemia no parece alentar, al menos en el corto plazo, la configuración de un escenario estable, cooperativo y previsible.
- Vicerrector, Universidad Di Tella
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