La supremacía judicial sobre la política se reforzará con un constitucionalismo sin garantías, con denuncias descontroladas y procesos judiciales espectaculares. La política democrática perderá ante otras formas de política –la judicial y la de las corporaciones–, en una sociedad que fomente la cultura del patrullaje social y las denuncias altisonantes como alimento del espectáculo político. Ese show de la autodestrucción social nutre a los líderes distópicos pero también transforma a los tradicionales.
La política identitaria que fragmentó todo ocultó una feroz guerra de clase. Su ferocidad es clara al entender que cualquier intento de reconstrucción del Estado de bienestar será muchísimo más difícil en este capitalismo del desastre.
En aquellos tiempos de lucha de clases había también clases de garantías. Garantías para pobres y garantías para ricos, lo mismo si se cruzaba raza, color, género, familia judicial, contactos y otros factores relevantes. Hoy en día la fragmentación social tendrá su correlación con la fragmentación de las garantías y la debilidad de los frenos al poder punitivo, con la segmentación hasta la desaparición de esas garantías constitucionales.
Si se alimenta una cultura transversal, tanto de derecha como de izquierda, que fomente el denuncialismo, el victimismo como forma de ascenso social, los linchamientos sociales que dan estatus y sirven para la distracción, esa autolesión bifronte reforzará las tendencias a una autoridad judicial expandida, un proceso penal como teatro de la crueldad y más dramas judiciales.
El denuncialismo es tan fantástico como demente pero sobre todo es caótico. Destruye la paz social. La verdad y la realidad desaparecen, las pruebas se tornan innecesarias. Las fantasías alimentan la cultura punitiva que ve enemigos y chivos expiatorios en todo espacio. La caza de brujas descontrolada fue uno de los motores culturales del caos que estamos viviendo y que resultó tan oportuno económicamente para las contra-elites que ganaron con la anarquía manufacturada.
Si hay algo que aprendemos de la historia es que “los pueblos y los gobiernos no aprenden de la historia, ni actúan en base a principios que deducen de ella”. Esa es una frase atribuida a Hegel y que se rastrea en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal (página 19), entre otros textos. La propuesta sobre una Constitución sin garantías, de consensos forjados por amenazas judiciales, en contextos de violaciones de derechos y garantías, parece que la confirma.
Sin derechos ni garantías
Uno de los pilares del constitucionalismo son las garantías constitucionales del proceso penal. El constitucionalismo moderno nació con el garantismo, es garantista y se hizo tal con la duda metódica como herramienta. El principio completo de Descartes es: “Dudo, luego pienso, luego existo” (“dubito, ergo cogito, ergo sum”). En tiempos de un victimismo narcisista que fomenta el “siento, nada más existe”, o “siento, luego existo”, las garantías son un saludable anacronismo que sería prudente defender.
El sistema judicial que por momentos encontró prestigio en cierto garantismo, la mayoría de las veces formal y en costosos casos sustanciales, parece estar dispuesto a buscar estatus y poder en procesos mediáticos sin garantías, en “show trials”. Ni mencionar las cárceles privadas sin control, dada la intención de neutralizar los Comités contra la Tortura.
El constitucionalismo moderno tiene varios sesgos y defectos en su historia y más en su práctica, pero justamente si hay algo que no puede dejar de ser es garantista en estricto sentido.
Garantizar libertades fue el punto central del constitucionalismo liberal. Garantizar derechos sociales y obligaciones de dar fue lo que construyó el constitucionalismo social de posguerra. Garantismo social, cívico y político que siempre estuvo reforzado por el garantismo constitucional, penal y procesal penal. La crueldad e irracionalidad monárquica y revolucionaria de las diferentes revoluciones y contra-revoluciones constitucionales de los siglos XVI al XIX, distintas pero a veces parecidas, construyeron ciertos acuerdos sobre las garantías.
Un constitucionalismo anti-garantista en el que se “borren todos los resabios de garantismo” y no haya “ningún concepto garantista” es un sinsentido, pero sobre todas las cosas es un peligro, una bomba a desarmar.
El constitucionalismo sin garantías y un modelo acusatorio al mismo tiempo idealizado y manipulable es una combinación muy riesgosa.
Que algo sea absurdo o desconcertante no quiere decir que sea menos efectivo para hacer política, que sea fácil de evitar. Aplaudir lo absurdo es cada vez más común. Presentar argumentos que refuten las propuestas irracionales no alcanza, no sirve de rechazo para ellas porque la conexión es emocional, propia de la oscuridad que se expandió en progresistas reaccionarios y liberales autoritarios.
Esa conexión emocional es impulsada hace tiempo por una cultura del miedo que fomenta la fragmentación social y la autodestrucción social del “todos contra todos”, ya sea en jardines de infantes, escuelas primarias y secundarias, o ámbitos laborales públicos y privados. El próximo ciclo de violencia hace años que se está construyendo en la sociedad, desde la sociedad, y en la delegación colectiva del proceso de destrucción, donde las denuncias falsas, los rumores y los juicios espectaculares son la principal herramienta. La irracionalidad política no es propia de ningún sector político ni social.
Salir del garantismo es entrar en la excepción, en la guerra sin reglas.
La pretensión de controlar lo indócil, la excepción, en la política falló sistemáticamente en la historia de nuestro país.
- Las oligarquías económicas y las elites políticas creyeron que el partido militar se podía controlar desde 1930. El partido militar, con todos sus matices, se consolidó como actor a veces central, a veces paralelo, a veces interno a los partidos populares. Terminó solamente –con alguna sobrevida– con su suicidio con el plan de mal absoluto, un fracaso económico por internas del bloque hegemónico con poder absoluto y una guerra demente, todo entre 1976 y 1982.
- La deuda sigue devorando el horizonte de los recursos que necesitamos para tener Estado y ciertos derechos para una humilde paz social. Los que inauguraron el ciclo económico de 1983-90 pensaron que la podían controlar, negar, ocultar. Lo lograron y fracasaron al mismo tiempo. Propios y ajenos lucraron con la deuda y ese lucro la fortalece como herramienta de control.
- También el uso de la violencia política o regenerativa ha sido pensado como una herramienta excepcional que desbocada resulta no solamente contraproducente sino que ha tenido otra violencia en diálogo a la inicial, que usualmente abre ciclos de más concentración de riqueza y empobrecimiento. Así, la violencia como herramienta política suele terminar en una oportunidad para más concentración de poder en manos de unos pocos.
- La reforma de 1994, que terminó a las apuradas los artículos 120 a 129, pensó que esas imprecisiones se podían resolver en la política ordinaria a través de leyes, dejando a los cambios de humor político el diseño del Ministerio Público o los límites de la autonomía de la Ciudad Autónoma. El rol de los fiscales en el futuro de las democracia (ver Guatemala en estos días) y el oscuro devenir del federalismo de una cabeza de Goliat lobotomizada demostraran lo contrario.
- La reforma de 1994 también fracasó, en una larga lista, al pretender “limitar” los DNU y los decretos delegados. Regular la excepción, justamente, es como cuadrar el círculo.
- La política se autolesiona de varias formas al incentivar su judicialización. Prólogos necesarios de las guerras judiciales. Pronto se verá cómo el sistema acusatorio se puede manipular y encima legitimar decisiones con selectivos y escasos juicios por jurados, que retiran de la escena a los jueces y abogados que dirigen el guion de esos juicios orales excepcionales.
- Las guerras culturales impulsadas por elites se concentraron en una violencia regenerativa horizontal, entre pares (escraches, cancelaciones, persecuciones, armado de causas, denuncias falsas y sin pruebas, patrullaje real o virtual, en redes o grupos de WhatsApp, destrucción de reputaciones, doxeo, etcétera) en diferentes espacios (escuela, Estado, empresa, familia, etcétera) para fomentar el “cambio cultural”, inicialmente progresista y hoy reaccionario, que fortaleció la distancia de las juventudes con la “la democracia” y su sintonía con la crueldad.
Pocos observan –salvo excepciones– que esas guerras culturales de fragmentación son reflejos populares de las guerras judiciales de la elite (administrativas, concursales, tributarias, etcétera) y de las prácticas de criminalización mediáticas que facilitan expandir las amenazas judiciales y los procesos que los mantienen en el limbo judicial por décadas.
Todos estos temas, en la mayoría de los casos, tiene, que ver con aspectos centrales del garantismo liberal (derecho de propiedad, corralito, devaluación, artículo 14 de la Constitución Nacional), liberal institucional (decretos y división de poderes, artículos 29, 76 y 99 de la Constitución), con derechos sociales y formas de garantizar la seguridad social (artículo 14 bis de la Constitución) y con las garantías constitucionales como el olvidado principio de inocencia y demás garantías procesales (artículos 18, 24 y 75 inciso 22 de la Constitución), que conectan el Poder Judicial con los demás poderes privados y públicos.
El garantismo tiene facetas económicas, sociales, culturales y políticas. Su abandono, su transformación en un garantismo hueco, tendrá efectos nocivos de forma transversal, cultivará nuevas tormentas en tiempos crueles y fortalecerá la tan mentada supremacía judicial sobre la política.
Unificar el garantismo es fortalecerlo
Una cultura punitivista descontrolada, potenciada por las plataformas de publicidad que llamamos redes sociales, por la manipulación de las emociones oscuras, por realidades cada vez más duras, fomentará el ciclo autodestructivo que la ausencia de garantías permitirá, especialmente en contiendas de grupos polarizados.
Ya lo mencionamos en una de 2023, titulada La economía de la crueldad. “La segmentación hace que para ciertos casos ciertos grupos sean garantistas y para otros sean anti-garantistas. Procesos por delitos de función pública, delito juvenil, delitos sexuales, delitos de lesa humanidad tienen garantismos fragmentados, Constituciones distintas y hasta opuestas. Eso se ve de un lado y de otro. La Corte y Comodoro Py son híper-garantistas en ciertos casos, en otros no”. “Según la Constitución Nacional, las garantías constitucionales no dependen de las personas bajo acusación”.
“Los constituyentes de la Convención Constitucional de 1853… fueron en este punto más garantistas, prudentes y razonables –en la letra de la Constitución– que quienes flexibilizan las garantías para alcanzar algún objetivo”.
Los que ayer invitaban a sus congresos universitarios a famosos garantistas como estrellas de rock, ahora los niegan y hablan de “terminar con el garantismo”.
Ante la fragmentación de los garantismos, lo que debemos hacer es unificar el garantismo constitucional, saber que con todos sus defectos y problemas –que son numerosos y reales– es un límite a la demencia punitiva y represiva que tiene todo para expandirse y transformarse en una guerra abierta y muy rentable.
El constitucionalismo anti-garantista es una amenaza que se pretende controlar, usar a cuenta gotas. El anti-garantismo en cámara lenta puede acelerarse y terminar desbordando, explotando, inundando todo.
La manipulación de las emociones negativas tiene hoy un vitalismo extremo y transformador. Una Constitución sin garantías es propia del constitucionalismo gore en expansión, ese que usa las necropolíticas e instrumentaliza el odio como base de legitimación, y así carroñea el empobrecimiento, el embrutecimiento y la descomposición social gestada mientras consolida la supremacía judicial que es garante de ese proceso.
* Lucas Arrimada da clases de Derecho Constitucional y Estudios Críticos del Derecho.
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