Toda educación sentimental es transgresora. Nace vieja ya que deviene como contraste imaginario de la de lxs biopregenitorxs. Es joven, por lo tanto, cuando madura se desprende de esos prejuicios y atavismos. Y madura a medida que envejece, ya que comienza a ser desplazada por aquellas que han de sucederle, de las cuales se asombra con desconfianza. Para esa generación que en la última década del siglo XX encaró su soberanía económica, independencia política y justicia sexual, la educación sentimental a lo Flaubert pasó casi desapercibida, más porque había poco que aprender que porque escaseaba lo que transgredir. ¿Qué tótem voltear si la generación anterior había tomado las armas y a la anterior a ésta la píldora la había liberado de la condena que unía sexo con procreación?
Por fortuna la educación sentimental no es democrática, lo que la tornaría aburridísima. Nunca es una sola, va más o menos a medida de cada quién y sin embargo guarda ciertos rasgos en común, condición de posibilidad de todo intercambio. Una marca de época y de clase. Con una sola voz narrativa en siempre riesgosa primera persona, aunque con variaciones melódicas, lingüísticas y tonales, Flor Monfort (Buenos Aires, 1976) compone una cantata en dieciséis movimientos durante las cuales repasa las sucesivas etapas, momentos y circunstancias en que se desenvuelve tan vital trayecto. Durante su transcurso, resulta notable como nunca requiere del discurso de género ya que la versión feminismo explícito sería redundante al momento en que tal perspectiva es inherente, se halla inscripta en la misma médula de cada relato, es parte de la naturaleza del lenguaje –valga el oxímoron.
Arranca, poéticamente, por el final, titulado Patriota, en el que oferta al lector todos sus recursos, que no son escasos ni amarretes. Una trama sólida, con fuerza dramática a pesar de un ámbito poco proclive por lo cotidiano; contrastes, diálogos, pero por sobre todo una intensidad de escritura que multiplica tanto el diccionario como la gramática usual en la empobrecida literatura que asuela los suplementos culturosos de los grandes y medianos medios. Es como si Monfort susurrara al oído del lector: “Miren, cuento con todo este bagaje para escribir; lo voy a ir mandando de a poco, experimentando sin por ello probar con ustedes; puede parecer que cuento yo solita pero somos muchas; cambiaré de forma y de color, para que tengan”.
Publicado por una no menos pequeña que heroica editorial –en estos tiempos devastadores para el gremio—, Las Rusas aborda ese polimorfismo mediante jugadas audaces sin abandonar la prudencia; sin que se note, la prudencia. En dos capítulos, French y Dragonas, con cinco escalas entre uno y otro, Monfort en apariencia relata prácticamente la misma anécdota y sin embargo cada uno adquiere validez unitaria al armarse desde sutiles, diversas perspectivas y, claro, avanzar sobre otros tantos puntos de fuga. Durante tales trenzados, al modo de las gazas que rematan la cabuyería en los veleros, arma frases sin prejuicio al intercalado de contextos: “… y lo miré durante los minutos chicle de mi insomnio”. O arma una gramática que hace detener la lectura, pausarla, evitar el adjetivo: “Esa mañana le regalé varios halagos de sobra a las amigas divinas”. Se anima a quebrar la apariencia de temporalidad verbal: “Quería evitar los comentarios pero no me callaba: dije que me acordaba el camino de memoria y desafiada, no supe dónde había que doblar”.
En un mismo cuento explora tres registros. Por momentos avanza por una línea, tuerce, sigue derecho y vuelve a doblar para llegar a destino. En Wana zarpa con un denso monólogo veganoide en primera persona que, sin embargo, no es la voz narrativa. Pica en el coloquio para saltar a la ficción de la ficción correspondiente al intercambio de chats. Suma a esa falsificación comunicativa un despliegue de fantasías cachondas proporcionales a la impostura que impone el propio soporte, hasta llegar a un borde de vértigo. Entonces se detiene y mira a un cielo que puede estar en cualquier parte siempre que le sirva de espejo y cierra: “Por suerte. Carlos no me contesta. Paso rápidamente por el escritorio en el camino hacia los negros que me van a dar la paliza de mi vida y leo los diplomas enmarcados. Leo ‘Cannes’, leo ‘A la creación’, leo ‘París’. Pienso: ‘Este tipo no puede matarme, es muy conocido. Por qué no me quedé en el chat. Nunca subestimes a un feo’”.
Reducir Las Rusas a una serie de cuentos de y para mujeres, a un manifiesto feminista dramatizado o algo por el estilo, equivale a aguar el vino. Cierto es que por allí deambulan niñas precoces, chicas liberadas, creadoras deslumbrantes, boludas totales, ancianas añorantes, histéricas desatadas, señoritas light, en fin, toda la fauna capaz de convocar aquellas características y otros lugares comunes, aún sin distinción de género. Pero las que toma Flor Monfort son mujeres de tres generaciones, hoy en su mayoría madres, todas trabajadoras (de una u otra manera), maduras, por lo tanto jóvenes. Siempre.
FICHA TÉCNICA
Las Rusas
Flor Monfort
Buenos Aires, 2018
136 págs.
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