Ramón Alfredo Olivera tenía 21 años para marzo de 1977, cuando una patota entró a su casa y se llevó a su padre. Lo devolvieron dos días después, maltrecho: arrastraba una pierna, no podía mantenerse en pie y le colgaba el labio. Ni siquiera pudo verlo volver porque ese mismo día lo secuestraron a él, e inició un largo derrotero por las cárceles de la dictadura. Freddy, como lo llaman quienes lo acompañan en los tribunales de La Rioja, acaba de cumplir 63 años. Pasó dos tercios de su vida buscando justicia. Desde la otra punta de la sala, mira a quien él define como el causante de la tragedia de su familia, el general (retirado) César Milani. Hasta mediados de 2015, el todopoderoso jefe del Ejército; ahora, un imputado por delitos de lesa humanidad que la próxima semana será condenado o absuelto.
Eran casi las 10 de la noche del jueves cuando la fiscal Virginia Miguel Carmona terminó con su alegato, pidiendo que se condene a Milani por el secuestro de Pedro Adán Olivera y por los tormentos a su hijo, Ramón Alfredo. Levantó la vista, miró hacia el tribunal y dijo que las pruebas estaban ahí hacía 40 años. “Al fin justicia”, pidió la fiscal.
Del otro lado de la sala, estaba Freddy Olivera – que hace exactamente 40 años denunció a Milani como quien lo trasladó desde la cárcel, donde estaba ilegalmente detenido, hasta el juzgado federal, mientras lo hostigaba.
—A vos te cortamos la carrera –le decía el militar, rubio, alto, pintón, mientras hablaba de la ascendencia de su apellido con el secretario del juzgado. Nunca se olvidó de su nombre ni de su cara.
El padre
Pedro Adán Olivera tenía 51 años cuando se lo llevaron de su casa en la madrugada del 12 de marzo de 1977. Tenía cinco hijos. Para mantener la casa, trabajaba en la municipalidad de la ciudad de La Rioja y atendía como peluquero en su casa del Barrio Ferroviario.
Su médico, Carlos Santander, lo definió en las audiencias como un hombre manso. Tenía hipertensión pero estaba medicado. No faltaba nunca al trabajo. En su legajo personal, tiene un 10 en asistencia y un 9,26 en desempeño general.
Ese 12 de marzo dormía cuando escuchó golpes en la puerta. Se levantó y vio cómo un arma rompía una ventanita para meterse dentro de su casa. Abrió la puerta. Entró una patota que iba comandada por un militar joven y rubio que llevaba una pistola.
A Pedro, a su esposa, a sus tres hijas y a sus dos hijos los llevaron hasta el hall de la casa. Escuchaban las teclas de una máquina de escribir que hacía un acta del allanamiento. Pedro y su hijo Jesús firmaron sin leer. No había tiempo ni posibilidades.
A Pedro se lo llevaron.
El hijo
A Alfredo no se le cruzó por la cabeza faltar el lunes a trabajar. La madre y las hermanas seguían con la búsqueda del padre. Toda la familia estaba desesperada porque Pedro tenía que tomar la medicación para la presión. Deambulaban de un lado para el otro.
Eran las 9 de la mañana del 14 de marzo de 1977 cuando dos militares entraron a la Dirección de Obras de Ingeniería de la Municipalidad. Preguntaron por Ramón Alfredo.
—Acompáñenos –le dijeron al muchacho cuando dijo que era él.
Lo subieron a una patrulla policial y terminó en el Instituto de Rehabilitación Social (IRS), como se denominaba la cárcel de La Rioja. Lo metieron en una celda mínima, pegada a la guardia. Entonces escuchó: “Bajen al otro”. Con el tiempo comprobó que al otro que bajaban era su padre.
El primo
Edgar Martínez era sargento en el Batallón de Ingenieros de Construcciones 141 de La Rioja. Aunque Milani había llegado el 1 de febrero de 1976 al batallón —su primer destino, después de egresar del Colegio Militar del Palomar—, Martínez no lo conocía.
Milani recuerda que la noche en la que secuestraron a Pedro él estaba de guardia. Pero sus recuerdos no se condicen con los de Martínez, un primo lejano de los Olivera. Martínez estaba de plantón esa noche. Recuerda que hubo movimientos, que entró un grupo que pertenecía al área de inteligencia y que ni siquiera se reportó en la guardia porque no hacía falta. Supo que entraron a un detenido y lo llevaron a un calabozo.
Cuando estaba por terminar la guardia, recibió un llamado de la entrada. Era Alfredo. Estaba buscando al padre, que se lo habían llevado unas horas antes de la casa. Quería saber si estaba ahí. Estaba desesperado porque Pedro estaba enfermo y necesitaba los remedios.
Martínez lo presentó al oficial a cargo, y se fue. Cuando se reintegró, preguntó por Olivera (padre).
—No, no está. Se equivocaron. Al que querían era al pibe.
La vuelta
La familia Olivera estaba revolucionada –y desmembrada– en la mañana del 14 de marzo de 1977. Marta era la única que estaba en casa cuando se presentaron dos hombres, con un uniforme grisáceo, y su padre. Querían dejarlo tirado en la puerta. Él no podía tenerse en pie. La chica les rogó que lo entraran hasta el hall.
Antes de irse, les dijeron que no fueran a ver al doctor Santander porque era subversivo. En efecto, él también había estado preso en el IRS. Que lo llevaran con el médico José Nemer – que gozaba de la simpatía de los militares.
Nemer certificó que Pedro tenía una trombosis cerebral. El 11 de abril, a los 51 años y con 31 años de servicio en la Municipalidad, Pedro presentó los papeles para jubilarse por invalidez. La junta médica acreditó un 80 por ciento de incapacidad y en junio de ese mismo año le dieron la jubilación.
Pedro murió varios años después, en 1999. Acarreó durante más de 20 años las secuelas de ese secuestro. No le gustaba hablar, pero los hijos pudieron saber que había sido torturado y que lo habían llevado al IRS antes de liberarlo – eso consta en los registros. Con el juicio les quedó claro que estuvo tanto en el Batallón como en la cárcel. A uno de los hijos, Jesús, le contó que lo habían tenido encapuchado. Para Alfredo, eso tiene que haber sucedido en el batallón porque la práctica frecuente en el IRS era la venda sobre los ojos, no la capucha.
El juez
El 24 de marzo hubo celebración en el Batallón de Ingenieros de La Rioja. Se cumplía un año del golpe y hubo una ceremonia a las 10 de la mañana. Milani estuvo ahí firme, como abanderado, declaró.
A la tarde, como buen soldado, volvió a las tareas. Le tocó llevar a dos detenidos desde el IRS hasta el juzgado federal de Roberto Catalán. Uno era Antonio Cano, detenido en la madrugada del 12 de marzo. El otro detenido ya conocía al militar desde esa misma noche. Lo recordaba por haber entrado a su casa para llevarse a su padre.
Cano entró primero a declarar frente al secretario del juzgado, de apellido Armatti. Fue a las 17.30. Media hora después fue el turno de Freddy Olivera.
—Subversivo –le espetó con odio Milani a Olivera (hijo), mientras lo acusaba de integrar el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
Con Armatti, la conversación era más amable. El secretario le preguntó al joven militar por su apellido. Allí Olivera se lo grabó. Milani.
Buena memoria
Freddy Olivera estuvo años detenido. Después del IRS en La Rioja lo trasladaron a la Unidad 9 (U9) de La Plata. De la U9 guarda varios recuerdos poco gratos, como un infarto y un reencuentro con el juez Catalán. El magistrado estaba revisando lo actuado por su juzgado unos años antes. Su afán de poner las cosas en orden coincidía con la inminencia de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
En plena dictadura y detenido en una unidad que alternaba entre lo legal y lo clandestino de la represión, el 29 de junio de 1979, Olivera (hijo) declaró ante Catalán. Dijo que el 24 de marzo de 1977 había ratificado una declaración arrancada mediante tortura porque estaba con él un teniente de apellido Milani.
Milani ya había dejado La Rioja y revistaba en Corrientes. Catalán lo hizo buscar y fue a declarar a su juzgado el 28 de septiembre de 1979. Dijo que, a veces, trasladaba detenidos desde la cárcel –el IRS– hasta el juzgado federal. Después Catalán se declaró incompetente y el expediente pasó a la justicia militar. Milani también declaró ante esa instancia. Lo hizo por escrito y negó las acusaciones de apremios ilegales.
“Esa fue la primera causa contra Milani”, dijo la fiscal Miguel Carmona en el alegato.
Ajeno a todo
Durante el juicio que se inició el 3 de mayo, Milani sostuvo no estar al tanto de lo que sucedía en La Rioja. Dijo que los subtenientes eran protegidos por sus superiores y que no tomaban contacto con los crímenes que podían cometerse.
Los documentos no lo muestran tan ajeno. El mismo subteniente Milani confeccionó el libro histórico del Batallón de Ingenieros 141. Consta, por ejemplo, que el 26 de octubre de 1976 viajó a La Rioja el comandante del Tercer Cuerpo, Luciano Benjamín Menéndez, para “comprobar el grado de instrucción en la lucha antisubversiva”. El 28 de marzo de 1977, tan solo cuatro días después de la excursión con los detenidos al juzgado de Catalán, volvió Menéndez al Batallón – según figura en el libro.
En enero de 1986, el Ejército aportó una nómina del personal superior del Batallón al juez provincial Aldo Fermín Morales que recibió la denuncia de la Comisión Provincial por La Memoria de La Rioja, que recopilaba casos de secuestros y desapariciones. ¿Quién figuraba como personal superior? Milani. La documentación, firmada por el entonces coronel Osvaldo Córdoba, era de carácter reservado.
Para las querellas y la fiscalía es un documento clave.“De ello se infiere que el imputado Milani conocía, estaba preparado y adhería al plan sistemático de exterminio”, dijo la abogada querellante Viviana Reinoso.
Una historia de subtenientes
Ser subteniente no eximía de cometer crímenes, contestaron las querellas durante sus alegatos. Llevaron como ejemplo el caso de Guillermo Bruno Laborda, represor que actuó en Córdoba y que confesó con detalles escabrosos las muertes que pesaban sobre su conciencia mientras reclamaba un ascenso – como reveló en 2004 el director de El Cohete. Era casualmente subteniente en el Tercer Cuerpo, área que incluía entre sus dominios a La Rioja.
Milani llegó a La Rioja con otro subteniente, Ernesto Molina. El ex jefe del Ejército también aportó como testigo a otro militar que para entonces tenía su misma jerarquía, Nicolás Barros Uriburu. Los dos subtenientes, por ejemplo, fueron parte de la trama que rodeó a la muerte del conscripto Roberto Villafañe. El muchacho de 18 años fue asesinado por la espalda en 1976 mientras escapaba de un operativo en el que participaban integrantes del Batallón y de la policía riojana.
Barros Uriburu declaró que él le ordenó a Molina allanar la casa de Villafañe. Los dichos del militar, que la querella que por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación encabeza Claudio Orosz pidió investigar, muestran que los subtenientes participaban de operativos y hasta daban órdenes.
Otra testigo aportada por la defensa de Milani tampoco ayudó a despegarlo de este tipo de actividad. La mujer, Marta Mercado, era amiga de Milani. Pero un día lo vio comandando un operativo, que incluía dos tanquetas bloqueando una cuadra, y requisas casa por casa – sin orden judicial, claro. Ella misma terminó contando que Milani entró a su casa para allanar.
Para los acusadores no hay dudas de que Milani sabía y fue protagonista de la represión en La Rioja. La fiscalía y la querella de las Secretarías de Derechos Humanos nacional y provincial pidieron que se lo condene a 18 años. La querella que representa a Olivera, que se le dé una pena de 20 años.
Persecuciones
Milani viene denunciando que el juicio en su contra es parte de una trama de persecuciones contra funcionarios de la administración kirchnerista. El próximo jueves 8 alegará su defensa, encabezada por los abogados Juan Manuel Ubeira y Mariana Barbitta. Su ex defensor Gustavo Feldman, por su parte, prepara un libro –que edita Galerna– y que sostiene que para Milani habrá “castigo sin crimen”.
Un día después será la sentencia, confirmaron desde el Tribunal Oral Federal de La Rioja a este medio. Olivera espera ese día ansioso. “Nosotros no ganamos nada con este juicio. Sólo esperamos un poco de justicia”, dice.
En los alegatos, los querellantes contestaron a las acusaciones de la defensa de Milani que habló de los impulsores del juicio como un “pelotón de fusilamiento”. Reinoso, por ejemplo, reivindicó la valentía de Olivera y saludó el apoyo de los gobiernos kirchneristas al enjuiciamiento por delitos de lesa humanidad. Orosz dijo que no era un juicio a favor de Claudio Avruj, ni en contra de Cristina Fernández de Kirchner.
Entre los genocidas no había grietas a la hora de defenderse, remarcaron. Para ello, Orosz recordó una discusión entre Santiago Omar Riveros y Menéndez sobre si correspondía o no ascender a Ernesto Nabo Barreiro. Riveros decía que no, porque se había robado dos bebederos de animales y porque además venía de una familia peronista. “El mayor gorila que hemos conocido después de Isaac Rojas, Menéndez, no tenía reparos en si era peronista o no su subordinado, sino si torturaba bien o no”, dijo.
“No hay genocidas amigos o enemigos, buenos o malos – completó—. Hay genocidas, nada más”.
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