La espera

Quisiera salir volando en un cohete a la luna, irme lejos de esta realidad

 

Mi turno es a las 9 30. Llego a las 9 porque sé que, mas allá del horario que diga el turno telefónico, reasignan los puestos de acuerdo al orden de llegada. Me levanté a las 6, viajé más de dos horas. Hay tres personas esperando antes que yo, dos chicas y un varón. Los médicos no vendrán hasta pasado el medio día tarde, cuando las enfermeros y los secretarias hayan partido para sus casas. Siempre habrá algún recién llegado que no lo sepa y se ponga a quejarse, nervioso. Los pacientes entrarán una y otra vez en las mismas conversaciones estancas, donde los únicos puntos en común serán las dolencias, los recorridos médicos, tratamientos y derivaciones colaterales. Conversar para matar el tiempo o para dejarse matar en la eternidad del tiempo latente de la espera, hasta que no quede más qué decir, ni ganas de escuchar. El chico es un gay conservador de manual, una de las chicas es adicta recuperada y a la otra la contagió su ex. No participo de la conversación, me quedo callada, aunque quisiera no puedo dejar de escuchar. Tengo un libro, pero es imposible concentrarme. Ahora es fácil, tres pastillitas y a otra cosa. Antes la gente se moría de verdad. Aquí los médicos son buenos, los mejores del mundo, pero hay que saberlo: tardan en llegar.

A la mañana hay movimiento constante en el hospital. Toda la gente es distinta pero al rato todos parecen iguales. Circulan como una gran masa humana coordinada. Pasan de largo con sus estudios de laboratorio, sus piernas rotas, barbijos, sueritos, muletas, amuletos y recetas para autorizar. Bailan hasta perderse por los pasillos acelerados, cada cual a su lugar. A veces me llama la atención alguno y lo sigo con la mirada hasta el final. Imagino su historia, le invento un contexto, de acuerdo a lo poco que veo, gestos corporales, vestimenta, el modo de moverse, la forma de actuar.

Sin embargo los segundos pesan más que las paredes de cemento en esta mole hospitalaria. Las agujas del reloj no se mueven. Hay que ser paciente y saber esperar. El tiempo a veces es una cosa blanda y elástica, que se estira como queso caliente y no se termina de cortar. El momento estático, contenido y quieto, se aferra a un presente que no quiere soltar.

Voy a comprar una gaseosa, doy aviso. ¿Nadie necesita algo de afuera? Voy a bajar. Mi cuerpo, a falta de alimento pide un poco de azúcar y estirar las piernas, aunque sea una vuelta manzana y volver a esperar. Tengo poco dinero, es lo único que voy a poder comprar. Bajo la escalera y al salir la luz encandila, tengo los ojos cansados del encierro y la mente confundida con sensación de nocturnidad. Cruzo al parque pero no me gusta ese lugar. Años atrás me encontraron fumando y me quisieron arrestar. Me tuve que tragar la prueba y argumentar que era medicinal. Nunca más me he sentido segura en esa plaza. Doy una vuelta rápida y me voy. Afuera hace calor, adentro estaba mejor. Quizás llegan los doctores y si no estoy puedo perder mi turno. Estoy atada, vuelvo a entrar.

En el servicio no hay novedades. sobre uno de los bancos de madera, con una mochila de almohada, una de las chicas duerme en posición fetal. La otra camina en círculos y el de allá, mantiene desde hace rato la mirada perdida en la pared con la mancha de humedad.

A mí a veces se me da por contar baldosas. O personas. O colores. Yo cuento la cantidad de gente que conocí a lo largo de los 25 años que hace que me atiendo acá. Cuento los muertos y también las horas muertas, acumuladas, de espera en esta sala. Cuento la cantidad de pastillas que he ingerido. Los metros recorridos en estos pasillos. Cuento las estadísticas que hemos roto. Cuento cada día ganado de vida. Cuento con los pocos que cuento para todo esto.

Pienso en el tiempo, como un precio que estoy obligada a pagar.

A veces parece un castigo, a veces pienso que es tiempo invertido.

El que espera no desespera y cuando se espera no se es manzana, ni nada más.

Pasado el medio día baja el murmullo, la circulación humana empieza a menguar. Como si el corazón del hospital comenzara a bombear más lento. El personal de seguridad en la puerta se relaja, toman mate mientras una ojea una revista y el otro bosteza mirando su celular. Mi bebida cola ya se puso caliente, es un jarabe que tomo de a sorbitos, tiene que durar. Leo un rato. Se me caen los ojos. Ruedan por el suelo. Se me cae la cabeza entera y en el vértigo despierto. Me estoy quedando dormida sentada. Guardo el libro. Me pesa el cuerpo. Quiero dejarme ir, olvidar. Me falta una manta. Una canción de cuna. Un abrazo. Algo que pueda reconfortar.

Me quedo quieta hasta que las ganas de hacer pis me pinchan la panza. Tardo un rato en juntar fuerzas para moverme. En el primer piso hay un solo baño y queda justo en la otra punta de la planta. Hay que dar la vuelta entera, por cualquiera de los dos lados, para llegar. Voy a los tumbos, mareada de ensueño y de esa forma de depresión que me agarra ahí adentro. Quizás falte el aire en ese lugar, también puede pasar.

La puerta del baño esta cerrada, lo han clausurado y el de abajo también. Subo entonces por las escaleras del fondo, al lado de la guardia. Segundo, tercer piso, nada. Ningún baño habilitado. Este lugar inmenso vacío, sin un hueco donde mear, silencio hospitalario y nadie a quién preguntar. Toda esta área parece evacuada. Fuera del tiempo real. Los pasillos empiezan a convertirse en lugares increíbles. Una nave espacial. Un laberinto subterráneo. Una cárcel blindada de la que no se puede escapar. Estoy sola en esta parte del edificio. Escucho el eco de mis zapatos en las escaleras, sigo subiendo. No hay seres humanos en este lugar. Quizás por eso no haya baños. O tal vez fue la nevada mortal, Chernobyl era acá nomás. Soy la única persona viva sobre el planeta. Sobreviví a todo menos a la espera. Creo que estoy enloqueciendo. ¿En qué momento la realidad se empezó a desdibujar? ¿Deliro? ¿Cuando crucé el umbral?

Al llegar al cuarto piso aparece algo que realmente no entiendo y confirma lo peor: estoy viendo cosas que no pueden pasar. Hay un avión enorme adentro de mi hospital. Su cuerpo combado, las ventanillas. No veo las alas, pero sin dudas: es un avión. ¿Cómo llegó eso acá?, pienso mientras me acerco y aparecen ineludibles las imágenes de los aviones reventándose contra las Torres Gemelas, solo que aquí no hay humo, ni gente arrojándose por las ventanas, ni nada trágico. Total normalidad. Excepto por que hay un enorme fuselaje delante mío. Me asomo por las ventanillas redondeadas y a través del doble vidrio, veo en la panza del avión, todas sus butacas y los carteles de prohibido fumar. Sigo caminando hasta encontrar una puerta. Intento abrirla, pero esta cerrada. ¿Cómo llegué yo hasta acá? Un cartel indica que ahí se dictan clases del hospital escuela. Imagino a los alumnos, a los profesores y las azafatas, todos juntos. Parece una locura, pero no. Quizás sea una señal. Quisiera salir volando en un cohete a la luna, irme lejos de esta realidad. En el hospital no hay ningún baño, pero un avión es algo normal de encontrar. Cosas de la espera. Seguro que si lo cuento nadie me lo cree. Cuando venga el médico le voy a preguntar. Mejor voy volviendo, a ver si llega y no me atienden porque no estoy en mi lugar.

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