La escritura del peronismo resistente
En ¿Quién mató a Rosendo?, Walsh llega donde nadie llegó, dando un nuevo poder a la narración
Al Negro, Manuel Molina
“Cuando Raimundo Villaflor le propone integrarse a las FAP, Rodolfo le dice: yo no puedo, no soy peronista. Y Raimundo le dice: “No importa”. “¿Cómo que no importa?”, replica Rodolfo. Y Raimundo le explica: “Bueno, mirá: los comunistas son así (puño izquierdo en alto), “los fascistas son asi” (brazo derecho extendido, rígido), “y los peronistas…mmm (con la mano hace un más o menos)”.
Narrado por Horacio Verbitsky en Vida de Perro.
En 1968, el escritor Rodolfo Walsh tenía un contrato con la editorial de Jorge Álvarez para escribir la que hubiera sido su primera novela, proyecto al que renuncia ese mismo año para crear el periódico de la CGT de los argentinos, fundada el mismo año por el obrero gráfico Raymundo Ongaro. Según cuenta Lilia Ferreyra, el escritor conoció ese año a los militantes de diversos gremios que asumían el desafío de enfrentar el bloque de poder en que se sustentaba la dictadura de Onganía desde una nueva concepción sindical. ¿Un escritor consagrado dirigiendo una prensa obrera? Sólo unas semanas antes, en febrero, “esa posibilidad la había dejado flotando el propio Perón, que era uno de esos hombres que despojan de inocencia los actos causales” al propiciar en Madrid el encuentro de Raymundo y Rodolfo. Cuenta Ferreyra en Walsh y la prensa popular que una de las principales preocupaciones de aquellos tiempos preparatorios era que aquella prensa se “saliera de los moldes previsibles de la prensa partidaria, que estuviera bien escrita y mejor editada”. Desde el comienzo, la tarea fue asumida por un colectivo periodístico. Los primeros convocados fueron sus amigos Rogelio García Lupo, con quien se había conocido en 1945 en la Alianza Libertadora Nacionalista y años después sería su compañero en la redacción de Prensa Latina, en La Habana, y el joven Horacio Verbitsky, a quien había conocido unos pocos años antes, luego del regreso de la isla.
¿Abandonaba Walsh la literatura por la política? Entre los recuerdos de Verbitsky hay uno que permite reformular la cuestión: “Rodolfo escribió allí en entregas semanales su investigación sobre la pelea entre burócratas sindicales, y peronistas de base en la pizzería la Real de Avellaneda, con el título ¿Quién mató a Rosendo? Cada capítulo incluía fragmentos biográficos de los militantes agredidos, apuntes históricos de la clase obrera y detalles de la reconstrucción del tiroteo, con los que fue estrechando el margen hasta hacer foco directamente en Augusto Vandor, que estaba en el apogeo de su poder. Walsh lo invitó a presentarse y confesar. Una vez que los cilindros estaban cargados, la rotativa se ponía en marcha lentamente. Los obreros tomaban los primeros ejemplares, los abrían sobre un mostrador de madera lustrosa por el uso y pasaban la página a toda velocidad para verificar si el contenido era correcto, si tenían que disminuir la tensión del papel o ajustar algún cilindro. Pero siempre había alguno que se detenía en la contratapa donde salía la serie de Rodolfo, y en vez de controlar leía, abstraído de todo y de todos”.
La serie compuesta por Verbitsky —obreros abstraídos, capítulos semanales, minuciosa pesquisa capaz de captar en un Vandor acorralado el alma de la burocracia sindical— se adecua mal a la difundida imagen del escritor que sacrifica la literatura en el altar de la política. Porque si es cierto que la escritura se pone al servicio de la militancia, también lo es que su propia poética se constituye en relación con la exigencia política. Ricardo Piglia ha visto en esta tensión la reaparición de problemas planteados en el cruce entre la vanguardia literaria y la política: por un lado, la relación entre literatura y vida, que lleva la escritura a la experiencia directa, y por otro, a la política revolucionaria como recusación de la institución artística. Es con relación a la política que se precisan tres grandes gestos anunciados en la serie propuesta por Verbitsky: la escritura en fascículos como ruptura con la figura del libro; el lector obrero como efecto de una reposición de la escritura por fuera de los circuitos del arte y del mercado; la persecución de los detalles —la meticulosidad detectivesca, propia del género policial—, la que permite introducir las técnicas narrativas en la investigación política. Estos tres gestos definen para Piglia la innovación en los usos de la palabra escrita y la intervención política de un escritor. Que no se limitan a Operación masacre como obra que da inicio al género de la no ficción, con su muy preciso uso político de la literatura, sino de una nueva delimitación entre dos poéticas que definen la relación entre ficción y no ficción en Walsh. La del testimonio verdadero, que demanda todos los recursos narrativos en el tratamiento de los hechos, y la de la substracción de las circunstancias, que produce el pasaje a la ficción por medio de una suspensión del contexto, se trata de relatos breves, parábolas y alegorías, basados en una estricta economía de lenguaje —“decir lo máximo con la menor cantidad de palabras”—, en la que lo más importante de la historia es lo que no se nombra. Siendo el nexo entre ambas poéticas el narrador investigador, sujeto cuya actividad es descifrar un enigma, y la búsqueda de lo “absolutamente diáfano”. No porque las cosas sean simples, sino porque el acceso a la complejidad de los hechos debe despejar “una oscuridad deliberada, una jerga hegemónica, una dificultad de comprensión que podríamos llamar política: la retórica dominante, hecha de consignas vacías y sintaxis inepta, atenta a la vez contra el idioma y contra la realidad".
Walsh anuncia que ¿Quién mató a Rosendo?, escrito en la coyuntura política del desafío neoperonista del vandorismo, tiene dos temas. Un tema superficial: “La muerte del simpático matón y capitalista de juego que se llamó Rosendo García”, y uno profundo, “el drama del sindicalismo peronista a partir de 1955”. El superficial trata el tiroteo de la Real, ocurrido en la ciudad de Avellaneda el 13 de mayo de 1966. Allí el grupo de Vandor —el único que portaba armas de fuego— asesinó a uno de sus integrantes, Rosendo García, secretario general de la UOM de Avellaneda y un competidor interno de Vandor, y a dos militantes de base opositores: Juan Zalazar –“cuya humildad y cuya desesperación eran tan insondables que resulta como un espejo de la desgracia obrera”— y a Domingo Blajaquis, “auténtico héroe de su clase”. Junto a Salazar y Blajaquis se encontraban entre otros, los hermanos Villaflor, Raimundo y Rolando, sus compañeros del “Grupo Avellaneda”, que entonces militaban en la Acción Revolucionaria Peronista, referenciada en John W Cooke, luego ingresarían a la CGT de los Argentinos y desembocarían en las FAP.
El tema profundo es el de las dos almas de aquella clase trabajadora dirigida por dirigentes que, habiéndose destacado en los inicios de la resistencia, se han convertido en “el instrumento de la oligarquía en la clase obrera”. Un alma burocrática, que convierte el gremio en aparato: “Todos sus recursos, económicos y políticos, creados para enfrentar a la patronal, se vuelven contras los trabajadores”. El aparato, así concebido, se transforma en parte de un sistema más vasto, que se extiende del sindicato a la patronal de la fábrica y de la patota sindical, a la quiniela controlada por el gremio a la policía. Sus ideas se enlazan identificando el sindicato con la patronal, la fábrica con la industria y al capital industrial con liberación. De allí la frase: “Vandor les sirve”. Y como contraposición un alma en la resistencia de base, cuyos nombres privilegiados son el dirigente Amado Olmos (del gremio de sanidad), Raimundo Villaflor y Domingo Blajaquis, El Griego, un marxista convencido, expulsado del Partido Comunista, al que los peronistas de base “aceptaron como suyo”. Un mito viviente que preguntaba a los pibes de las esquinas de Gerli: “¿Y ustedes por qué no leen?”. Durante los bombardeos de junio del ‘55 a la Plaza de Mayo, el Griego estuvo entre quienes sostuvieron la necesidad de armar milicias obreras. De él podía afirmarse: “El dilema que todavía no termina de aclararse en los papeles, se resolvería en el corazón de un hombre al que nadie tuvo que explicarle dónde estaba el pueblo del que formaba parte".
Tema superficial y tema profundo se enlazan en un contexto político específico, el desafío vandorista al Perón del exilio, y en una consideración mayor sobre un sistema que excluye y persigue a los militantes de base: “Para los diarios, para la policía, para los jueces, esta gente no tiene historia, solo tiene prontuario; no los conocen los escritores ni los poetas”. Esas historias, la escamoteada “hermosura de sus hechos” hacen del grupo Blajaquis —como de los trabajadores fusilados de Operación masacre— una inspiración a la acción para el propio investigador. Walsh encuentra en estas contrafiguras —Amado Olmos, Raimundo Villaflor, el Griego Blajaquis— contrafiguras que permiten resaltar los rasgos de un peronismo de la resistencia confluye con poética de Walsh. Del “Grupo de Avellaneda” y de la poética de Walsh se recortan los mismos rasgos definitorios: la exclusión del Estado y del campo de la política liberal. Esta confluencia del escritor entre experiencia personal directa y relación con el fenómeno colectivo que determina la Argentina de los años 1955-1975 es el gran tema del formidable trabajo de Enrique Arrosagaray, Rodolfo Walsh, de dramaturgo a guerrillero, que logra el milagro de invertir la trama, haciendo hablar a los personajes de ¿Quién mató a Rosendo? sobre su autor.
En su libro Las tres vanguardias, Saer, Puig, Walsh, imagina Piglia a un Walsh aislado. Corre el año ‘76, y ha retomado el proyecto de escribir una novela. La represión de la dictadura y sus diferencias con la conducción de Montoneros —es decir, la imposibilidad militante— lo habrían colocado ante la situación literaria pura. Por supuesto, sabemos bien que no fue exactamente así. En su libro Ancla, Rodolfo Walsh y la Cadena informativa, Natalia Vinelli documenta al detalle la intensa actividad militante del último año de vida de Walsh. Y son conocidos muchos de sus últimos textos: los “documentos críticos” (redactados durante el año ‘76 y publicados en el ‘79) y la serie de cartas — Carta a Vicki, Carta a mis amigos y posteriormente Carta de un escritor a la Junta Militar, de marzo del ‘77. Piglia busca la autonomía de la literatura, el momento en que el imposible político permite por fin escribir la novela: “Yo creo que la novela que Walsh tenía en la cabeza era una alegoría. Quería contar la historia de un gran reflujo que hay en el Río de La Plata: el agua se retira tanto que un paisano puede pasar a caballo de Buenos Aires a Colonia. El relato quiere narrar lo que encuentra en el lecho del río, una idea extraordinaria. Y lo que encuentra allí será la historia del Río de la Plata”. Pero lo cierto es que la tensión entre militancia y escritura no precisaba esa clase de solución definitiva, y así es posible imaginar el reflujo del agua como posibilidad humana de llegar a donde nadie llegó, dando un nuevo poder a la narración.
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