Dentro de sus límites, la cultura mafiosa describe un mundo único, cerrado, anudado a la sumisión y al autoritarismo del patriarca mafioso. En este sentido, la socialización mafiosa tiene un carácter patriarcal. El disenso no es tolerado y activarlo puede implicar ser asesinado por los propios familiares, perseguido, encerrado en un manicomio o espiado. Afirmaciones que no son producto de una teoresis, sino de casos empíricos verificables. De esto desciende otro rasgo: el fundamentalismo. Existen fundamentalismos de distinto pelaje: religiosos (las cruzadas, por caso), ideológico-políticos (el nazismo, el racismo, el patriarcado), mediáticos-manipulativos (la trifecta mediática), políticos-judiciales (en la Argentina describen un amplio arco que va desde fiscales –que rancias exposiciones doctrinales comparan con Strassera– hasta la Corte Suprema), económico-culturales (el capitalismo), etc. Son distintos y sin embargo todos ellos comparten una vibración íntima: la indiferencia respecto de la otredad. Todo fundamentalismo considera a la otredad diversamente humana: si ese otrx no es como yo, es incapaz de pensar, desear, sufrir, actuar, y no debería acceder a los mismos bienes y servicios o a los mismos privilegios que yo. Los fundamentalismos son diferenciales, antihumanistas, anti igualitarios, anti libertarios y regresivos respecto de los procesos de democratización popular. Por eso una expresión del patriarcado es el femicidio; del capitalismo, la explotación sin miramientos; del colonialismo, la racialización de las relaciones sociales; de Morales, la cárcel eterna de Milagro Sala; y del Estado mafioso, la permanente agitación mediática y judicial contra una lideresa popular (llamado impropiamente lawfare).
Una de las consignas más relevantes de la experiencia emancipadora K es “la patria es el otro”. Se trata de un postulado empático y solidario: antifundamentalista. Una de las consignas tácitas del naufragio M podría ser “la patria somos nosotros”. Este no-dicho puede explicarse en función de la educación mafiosa, articulada alrededor del silencio, la violencia y la indiferencia hacia lo otro. Se trata de tres dimensiones identificadas por el propio Mariano Macri en Hermano: el espíritu de la omertà: “Nuestra familia se caracteriza claramente, patentemente, por una falta total de comunicación” (p. 64); la violencia: “Yo lo veía a Mauricio como el promotor del bullying, esa forma de desgaste, de pinchar al otro, de provocarlo, de estresarlo, de llevarlo al límite, que después también yo sufrí en muchas instancias [...]. En vez de ser afectuoso, era siempre provocador, hiriente” (p. 88); la indiferencia: “Yo tuve que acudir a mi primo Ángelo a pedirle plata, porque el médico oncólogo del Fundaleu que me decía que me traía la droga de afuera me cobraba una fortuna, y ustedes [se está dirigiendo a Mauricio] me dieron vuelta la cara, me habían cortado el grifo, me dejaron seco, y no lograba siquiera que reaccionaran frente al episodio de cáncer de mi hija” (p. 228).
Los mafiosos están desenganchados del principio de la alteridad, que concierne a la dialéctica del reconocimiento de las relaciones sociales y humanas. La disponibilidad y la capacidad violenta son un requisito para la afiliación a un clan y este aspecto particular de la formación de la personalidad es central en la socialización, en la política. La educación mafiosa tiene éxito cuando psicológica y materialmente predomina la violencia en todas las expresiones de la vida, de la cotidiana a la colectiva, de la comida familiar a la socialización más amplia, del esparcimiento a la actividad política. El predominio de la violencia que hace a la cultura mafiosa expresa también una concepción particular del poder: una fría voluntad de ejercerlo, que aparece por ejemplo en una frase emblemática de Leoluca Bagarella, boss del clan de los corleoneses de Cosa nostra: “Yo tengo la posibilidad mañana a la mañana de decidir si una persona puede ver o no el sol... Decime una cosa, ¿vos lo entendés que yo soy como Dios?” (La psiche mafiosa, p. 16).
En esta frase, es evidente, aparece también la colonización –y la deformación– de lo sagrado por parte de la mafia. La frialdad del poder forma parte de la educación mafiosa, una tupida red de sentidos emocionales barrados: los mafiosos presentan una “increíble anestesia de las emociones y de los sentimientos. No hay espacio para las emociones” (La psiche mafiosa, p. 15). La educación mafiosa comporta una socialización que apunta a convertir al sujeto en destructor, capacitado para ejercer violencia. Y Mariano Macri califica precisamente de “destructor” a su hermano: “Ese costado tan insensible que hizo tanto daño a toda la familia y a toda la Argentina” (Hermano, p. 234). Y respecto al carácter de Mauricio, indica: “Pensaba cómo era posible que fuese tan frío, tan hijo de puta, me fui dando cuenta de que, en realidad, él no era un tipo de sentimientos. [...] Pensaba: ‘No puede ser, este tipo las hizo todas’ [...]. Nunca tuvo la capacidad de amar. En muchos aspectos era realmente un psicópata” (Hermano, p. 67). Estas declaraciones pueden ser puestas en diálogo con las reflexiones de una socióloga alemana radicada en Calabria, que se ocupó de investigar largamente a la ‘ndrangheta: “Sabemos a través de los colaboradores de justicia de la frialdad [de los mafiosos], un congelamiento de los sentimientos y de las emociones y que una sustancial ausencia de sentimientos de culpa forma parte de la normalidad mafiosa” (R. Siebert, Donne di mafia: affermazione di un pseudo-soggetto femminile. Il caso della ‘ndrangheta, 2003, p. 7). En cuanto a la violencia: se especifica como forma de indiferencia hacia la otredad. Los mafiosos “adquieren una perfecta capacidad profesional para eliminar a otras no-personas” (La psiche mafiosa, p. 15).
Todo fundamentalismo privilegia el nosotros y la des-identificación con lo distinto, con el no-yo. Es la idea de “la grieta” más allá de la cual está el no-yo. En esta concepción, lo otro es un a priori inferior, enemigo, una diversidad sospechosa que debe ser controlada (espiada), el mal que debe ser perseguido y aplastado, erradicado. De esa estructura cognitiva –historizada– emanan el campo de concentración, los vuelos de la muerte, la tortura, la difamación, la persecución física o psicosocial; incluso el chisme como instrumento de control, destrucción y aplicación de las normas. Desde un punto de vista analítico, el fundamentalismo “puede ser considerado como [...] una clausura de la identidad. Se trata de no ser una persona, sino una suerte de ‘replicante’ del mundo que te ha concebido. Es un tipo de pensamiento que está dentro del individuo pero que no permite la subjetividad. Es el ‘nosotros’ lo que habla dentro del fundamentalista. [...] El mafioso es fundamentalista porque piensa, automáticamente, como la mafia le indica que debe pensar” (La psiche mafiosa, pp. 23-24). Ese nosotros es una cultura que está por arriba de los hechos y de la propia humanidad, y el/la fundamentalista deviene un pedacito de esa organización que lo/la piensa. “Por lo tanto hay indiferencia no sólo hacia el dolor y la humillación del otro sino también al amor. Indiferencia no solo por lo que produce muerte (física o psíquica) sino también por lo que produce vida” (La psiche mafiosa, p. 24). Estamos frente a la psicopatología de la mafia: “La estructura psicopatológica de base de todo fundamentalismo es la paranoia y la manera de entender la ‘verdad’, y la ‘comunicación’ es de tipo exclusivamente instrumental: es verdadero lo que se cree útil y puede servir a la ‘causa’” (La psiche mafiosa, p. 20). En este punto se ubican las operaciones manipulativas de la trifecta mediática contra el campo popular y nacional, el rol de un sector de la (in)Justicia argentina en contra de la Vicepresidenta y el uso desviado de la categoría de “posverdad”. La psiquis mafiosa no puede tolerar dos fibras sensibles que laten en el espíritu nacional (cimiento de todo internacionalismo): lo popular y el amor.
Si se acepta todo esto, es necesario agregar que no es posible enfrentar este aparato complejo desplegando un poder parecido a él. José Martí en junio de 1887 le dirigió un texto al director de El Partido Liberal: “México en los Estados Unidos. Sucesos referentes a México”. En la estilística martiana aparece una frase de lo más educativa: “Para conocer a un pueblo se le ha de estudiar en todos sus aspectos y expresiones: ¡en sus elementos, en sus tendencias, en sus apóstoles, en sus poetas y en sus bandidos!”
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