Lejos de haber resuelto un problema, la ley apenas ha saldado una deuda. Una cosa es cierta: su sanción ha concitado consenso generalizado, lo cual puede interpretarse de dos maneras. Por un lado, nadie podría oponerse a impulsar la Educación Ambiental, menos en contexto de pandemia demostadamente vinculada a la degradación de los ecosistemas, aceleración del cambio climático y debilidad de los acuerdos internacionales para frenarlo. Sólo un diputado con públicos intereses en el agronegocio se animó a votar en contra, lo que no significa que los sectores con intereses en industrias extractivas y procesos productivos degradativos no estén alertados sobre los posibles derroteros de esta Ley. Han salido a defender sus intereses en otros momentos frente a lo que consideran interpretaciones erróneas del impacto de los procesos que los benefician. Pero el proyecto que promueve la EA no podría ser más “políticamente correcto”. De tal suerte, hasta la grieta se borró y varios representantes de Juntos por el Cambio intentaron vender la idea de que el proyecto resultante era en parte de su autoría. Una práctica arribista muy propia de Cambiemos. Y hasta los medios hegemónicos contuvieron esta vez sus prestas lecturas conspirativas y criticas fáciles.
Por otro lado, y a falta de transformaciones realmente profundas en el terreno de la gestión gubernamental, la apelación a la transformación educativa en el plano ambiental es un argumento oportuno para incluir lo ambiental en la construcción discursiva de agendas políticas. Sin perjuicio de creer, como opino que creen en el gobierno, que la EA es un camino pendiente e indispensable para encaminarse a la sustentabilidad, la cuestión es más seria y controvertida.
No hay dudas de que de haber sido una ley de la oposición ultraliberal, hubiese sido una ensalada conceptual suficientemente confusa para ser interpretada ad hoc según sus propósitos[1]. En cualquier caso, para esos sectores cumplir la ley no es lo principal. Por su parte, aprovechando la expectativa generada y mediante deliberada evocación de la idea de “ecología integral”, el gobierno hizo de este proyecto un emblema de sus intenciones en el plano de la relación entre educación y crisis ambiental.
Pero hay que recordar que la Educación Ambiental está estrechamente ligada a la gestión ambiental. Cuarenta años de prácticas en este campo educativo han demostrado que de no confluir en una sintonía coherente, que lo educativo se refleje en los procesos de gestión, y estos a su vez encuentren espacios en los educativos, ninguno de los dos se completa y el resultado es fallido. El ejemplo típico ha sido el de la gestión de los residuos sólidos urbanos y el agua. Así, la Ley no solo abre un desafío pedagógico sino también de gestión ambiental. La conciencia ambiental no garantiza cambio de hábitos, menos cuando supone relegar intereses, posiciones, bienes, privilegios, confort o prácticas fuertemente internalizadas. El problema es que eso es lo que la transformación demanda para ser efectiva. En eso consiste el cambio cultural necesario, expresado en la oposición entre la idea de crecimiento ilimitado, especialmente económico y la idea de sustentabilidad, que bien entendida, supone la imposibilidad de crecer en un contexto naturalmente limitado. Esa es nuestra ineludible condición humana en la tierra. Mal que les pese a los tecno-optimistas y desarrollistas pretendidamente ambientalizados, que para eludir el debate de fondo planteado por la contradicción capital-naturaleza buscan expresiones como esta: “Pensar el desarrollo incluyendo el crecimiento económico en sintonía con el compromiso de generar una mejor calidad de vida con perspectiva ambiental”, para describir el impulso al productivismo extractivista que pretenden controlar con estudios de impacto ambiental, en un país que aún carece de marco legal para tal control. En ese sentido la Ley de Educación Ambiental Integral (EAI) no contribuye significativamente, toda vez que no define con claridad términos fundamentales para explicar el posicionamiento que se adopta. Por ejemplo, una de las cosas más interesantes de la ley es la idea de sustentabilidad como proyecto social, definida como aspiración a la justicia social, igualdad de género, preservación ambiental, democracia participativa y respeto a la diversidad cultural; acomoda bien con el perfil gubernamental.
Pero convengamos que al menos dentro del campo progresista y popular todos estamos de acuerdo con aquellos objetivos, e igual pasa con los principios de la EA enunciados en el Artículo 3º: Abordaje interpretativo y holístico, Respeto y valor de la biodiversidad, Principio de equidad (en las relaciones sociales y con la naturaleza), Principio de igualdad (de género), Reconocimiento de la diversidad cultural, Participación y formación ciudadana, El cuidado del patrimonio natural y cultural, La problemática ambiental y los procesos socio-históricos, Educación en valores, Pensamiento crítico e innovador, El ejercicio ciudadano del derecho a un ambiente sano.”
Principios que ya son parte del acervo del pensamiento y las prácticas de muchos educadores (menos de los necesarios) que en Argentina practican de alguna manera la EA, la novedad es que la ley los recoja e institucionalice, ampliando conceptualmente las prescripciones de las leyes 25.675 y 26.206 y está bien que así pase, las leyes suelen reflejar procesos que se anticipan en la sociedad; aunque en este caso llega con mucho retraso, constituye un avance importante.
Otras afirmaciones de la Ley, como la búsqueda de un “equilibrio entre dimensiones como la social, la ecológica, la política y la económica, en el marco de una ética que promueve una nueva forma de habitar nuestra nuestra casa común”, son construcciones imprecisas que otra vez merecerían expresiones más taxativas y decididas. La idea de equilibrar estas esferas de la vida, tanto como la de “ética de la casa común”, supone cambios que no son posibles en el marco del capitalismo y la sociedad de mercado. Por eso su precisión es significativa, tanto como su imprecisión.
Esa idea de equilibrio posible es la que plantea, y desde hace mucho, la versión mainstream del desarrollo sostenible y de la educación para el desarrollo sostenible. Una línea de acción globalizada, que en modo alguno mira el desarrollo, la educación o el cuidado de la casa común desde una perspectiva regionalmente situada y de sustentabilidad fuerte. Más próxima a las versiones débiles de la sustentabilidad, aggiornada y adornada con la cuestión de género y la inclusión de los derechos de pueblos originarios, la ley de EAI deja abiertos algunos otros temas controversiales.
Se ha insistido equivocadamente en que es una ley de presupuestos mínimos. No es así. Difícilmente una ley educativa podría fijar presupuestos mínimos y esta es ante todo una ley educativa. Pero además si logró aprobarse, no fue sólo porque la ocasión era propicia y el Poder Ejecutivo la impulsó, sino porque el Consejo Federal de Medio Ambiente (COFEMA) participó en la definición de su versión final, suavizando todo aquello que pudiese constituir un obstáculo o imposición a las provincias respecto a su derecho a disponer a su manera de los recursos naturales y a diseñar a su manera las estrategias educativas. Es decir, a interpretarlo casi todo según su conveniencia. Para ello se agregaron las Estrategias Jurisdiccionales de EAI replicando el esquema nacional en las provincias, aunque sugiriendo la replicación organizacional de la política. También se perdieron propuestas que figuraban en versiones anteriores: la posibilidad de autofinanciación de la Estrategia por medio de aportes privados, públicos o fondos internacionales, la exclusión de empresas cuyas prácticas ambientales sean cuestionables como posibles aportantes, la prohibición para las empresas de intervenir en la definición de contenidos educativos, el reconocimiento taxativo del derecho de los pueblos originarios a practicar sus lógicas productivas dentro de sus territorios y al valor de sus saberes. Se excluyó el concepto de conflicto ambiental para hablar de problemas y temas, tampoco se habla de pluriculturalidad, ni siquiera interculturalidad, apenas de proteger y valorar otras culturas, no se plantea la sustentabilidad como cuidado de la vida sino como condición del desarrollo, no se cuestiona el modelo productivo ni se valoran otros modelos posibles, no hay un corrimiento ontológico hacia la descentralización del humano en la concepción de sustentabilidad, al contrario hay un refuerzo al antropocentrismo a través de la idea de desarrollo sostenible.
Paradójicamente la encíclica Laudato Sí, que inspira la mirada ambiental del Presidente y su gestión, expresa una versión mucho más radicalizada de lo que debemos entender por sustentabilidad: “No basta conciliar en un término medio el cuidado de la naturaleza con la renta financiera o la preservación del ambiente con el progreso. En este tema los términos medios son solo una pequeña demora en el derrumbe [..] Simplemente hay que redefinir el progreso [..] Un desarrollo tecnológico y económico que no deja un mundo mejor y una calidad de vida integralmente superior no puede considerarse progreso”. Pero esa calidad de vida mejor no implica necesariamente crecimiento, implica redescubrir una vida con base en lo suficiente, redefinir las necesidades con la participación social, algo que compete centralmente a la tarea de educar a la ciudadanía. El discurso del desarrollo sostenible y de la Educación para el Desarrollo Sostenible suele “convertirse en un recurso diversivo y exculpatorio” y la responsabilidad social y ambiental privada y publica “reducirse a acciones de marketing”. “La educación será ineficaz y sus esfuerzos estériles si no procura difundir un nuevo paradigma acerca del ser humano” .
Si consideramos los enfoques fuertemente productivistas que guían muchas políticas de gobierno, fundamentados en parte en la necesidad de recursos económicos y en parte en expresas lógicas desarrollistas (apoyos manifiestos a la megaminería, el agronegocio, y la debilidad para contener procesos de deterioro y degradación ambiental), queda a la vista una red de conflictos que evidencian la insustentabilidad del modelo; al volver a pensar en la articulación necesaria entre educación y gestión, el cómo conciliar esta realidad y la construcción de enfoques contrarios en los ámbitos educativos se torna controversial; quizás por eso la Ley no pudo ser más interpeladora. La deuda con el marco jurídico ambiental y educativo nacional está saldada. Pero la educación por si misma no cambia la realidad, la cándida idea de educar a los niños para que el futuro mejore olvida que la tragedia esta instalada, que venimos diciendo eso hace 40 años y nada, que la responsabilidad es de los adultos, de sus elecciones productivas y de consumo, de sus aspiraciones excesivas, su fáustica prepotencia, y que el tiempo corre o mas bien se acabó. Tal vez la capacitación que instituye la Ley Yolanda debiera incluir una fuerte crítica a la ambición humana traducida en el trágico impacto que representa el llamado antropoceno. Porque ya no es solo la posibilidad del desarrollo lo que esta en juego, es la posibilidad de la vida misma y la justicia social y los derechos humanos dependen de ello.
En lo que la ley acertó es en generar compromisos gubernamentales y sociales, solucionando la controversia sobre la autoridad de aplicación delegando en los dos ministerios esa responsabilidad “compartida y diferenciada”, respetando sus especificidades y confluyendo en la estrategia general. Acertó en darle presupuesto genuino, pues sin presupuesto no hay gestión y el compromiso se diluye, y lo más significativo es la invitación a la sociedad civil organizada a participar activamente en la definición de la política. Todas estas cuestiones ya estaban en versiones anteriores. Pero este ultimo aspecto es crucial, porque la EA ha sido una demanda sostenida de diferentes sectores organizados de la sociedad pero finalmente poco comprometidos en la tarea; y el Cambio Climático, la eclosión juvenil en defensa de su futuro y la pandemia misma han marcado las urgencias, y cuando un Estado-gobierno, de coalición, con lógicas contradicciones, muestra la voluntad de profundizar transformaciones, necesita de la movilización y el compromiso social para realizarlas. La ley dejó abierta la puerta para que las comunidades organizadas busquen la manera de articular los conceptos algo generales de la norma, para en cada momento, en cada lugar, defender lo que creemos que significan o deben significar y traducirlos en propuesta educativa dando sentido a la transformación. Lo mismo harán los otros, ahí estará la batalla.
Sin duda la ley resultante era necesaria y sus debilidades no invalidan ni el esfuerzo gubernamental ni la utilidad de su sanción. El espíritu albertista que valora el consenso, el dialogo y el acuerdo social ha prevalecido, y aun cuando la ley es débil el desafío que abre es fuerte y lo hace tanto hacia dentro del Estado como hacia la sociedad.
Veremos qué hace ahora cada sector convocado para dar continuidad al proceso abierto, Ministerio de Educación, Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible y organizaciones de la sociedad, algunas especialmente importantes como los colectivos docentes, habrán de implicarse en necesarios debates y disputas para traducir este mandato legal en reales y trascendentes políticas que contribuyan de verdad, a construir un nuevo paradigma acerca del ser humano.
[1]De hecho se puede ver en algunos de sus proyectos, otros fueron copias de proyectos ajenos.
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