La deuda con los abuelos

Volver a tomar la calle

 

Quienes rompieron el letargo frente a la avanzada neoliberal despiadada del gobierno de La Libertad Avanza fueron los abuelos.

No fueron los adultos de mediana edad. Mucho menos aquellos que siguen ocupando los principales espacios de representación política, aquellos que obturan la posibilidad de emergencia de algo genuinamente nuevo, quienes alimentan la grieta y, junto a ella, los círculos viciosos de repetición infinita que nos entrampan como pueblo, que no nos permiten consolidar una nueva mayoría superadora de la antinomia desgastada de los progresismos globalizados y las nuevas derechas.

La legitimidad de Milei se empieza a desgastar, la calle se empieza a picar y vuelven a aparecer las mismas figuritas repetidas, en guerra de tweets, de fórmulas que ya no encajan, que ya no van a funcionar.

Quienes ocupan lugares de autoridad política y legitimidad académica se indignan, se enojan, marcan y remarcan que es una “locura” lo que estamos viviendo. Pero no están dispuestos a sacrificar viejas estructuras, viejas recetas, los marcos epistémicos caducos, los caminos conocidos, las distinciones identitarias. No están dispuestos a dar lugar a nuevas propuestas e iniciativas. Lo insólito, por ahora, solo es incumbencia de las derechas, se ve. Se quedan paralizados, pero bien sentados en la silla del cargo y/o del rol político que otorga reconocimiento y poder de decisión (aunque no sepan mucho qué hacer).

Quienes rompieron el letargo frente a la avanzada neoliberal despiadada no fueron las organizaciones políticas que siempre, casualmente, se van cinco minutos antes de que empiecen a reprimir. Y quedan los no nucleados en orgánicas, los rezagados, frente a las distintas fuerzas de seguridad que en más de una ocasión superan en número a los movilizados que no se van. Si las organizaciones se quedaran, no alcanzarían los efectivos.

Quienes rompieron el letargo no fuimos nosotros, las nuevas generaciones, estimulados por una épica de años de lucha que no vivimos o, como en el caso del 2001, éramos muy pequeños. La lucha, el plantarse en las calles, la barricada popular, nos suena a una épica que se nos confunde con la sobreexposición que experimentamos frente a las épicas cinematográficas, las series, los videojuegos; esas épicas como objeto de consumo en la cual nunca se juega de verdad el pellejo.

Quienes rompieron el letargo fueron los viejos. Esos que aparecen en la televisión diciendo que no tienen nada que perder. Esos que se acuestan en la calle desafiando a que los tanques hidrantes o las motos les pasen por encima, demostrando que no tienen miedo de morir por la causa del pueblo.

Quienes rompieron el letargo fueron los viejos en quienes se despierta una memoria antiquísima de cuando este pueblo no estaba anestesiado por redes sociales, por pantallas, por consumos audiovisuales, por la corrección política. Con las pocas fuerzas que les quedan se enfrentaron a las fuerzas de seguridad. Recibieron palos, gases lacrimógenos, golpes de manos, balas de goma.

Pusieron su pellejo añejo de batallas vividas, de ver pasar gobiernos, de la oscilación constante entre la conquista de algunos derechos y la pérdida inmediata, el retroceso, frente a una derecha que una y otra vez se recicla y vuelve a recuperar legitimidad.

Quienes rompieron el letargo fueron los abuelos que cargan con ellos las historias de sus padres y sus abuelos, y los padres y abuelos de sus abuelos, en fin, todos ellos juntos, nuestros ancestros. Aquellos que una y otra vez no se resignaban a creer que la historia alguna vez será definitivamente de los pueblos y no de las minorías cipayas, no de los tibios reformistas, todos ellos entreguistas —con o sin maquillaje— y funcionales al imperialismo transnacional (que ya nos cansamos de repetir que tiene su brazo socialdemócrata y su brazo de derecha).

Quienes rompieron el letargo del adormecimiento distópico de tiempos del fin de un mundo fueron nuestros abuelos. El último vestigio de tiempos donde la lucha por un mundo mejor no era una proclama declarativa, era jugársela en serio. Nuestros abuelos, con las pocas fuerzas que les quedan, nos demostraron que vale la pena luchar, que estamos vivos y que nadie más que el pueblo movilizado en las calles nos puede salvar.

Basta de parlantes con música festiva en las marchas. Basta de cantar que “el que no salta voto a Milei”. Tampoco, mientras nos enfrentamos, resignemos decirles a las fuerzas de seguridad que abandonen su miserable e indigna función. Es momento de consolidar una nueva gran mayoría en nuestro país. La Argentina despertará y la primera despabilada nos la dieron nuestros abuelos. Honremos a nuestros ancestros. Conjuguemos pasado, presente y futuro. Como dijo ese abuelo forcejeando con la policía: “El pueblo, unido, jamás será vencido”.

 

 

 

 

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