La democracia que nos falta
El derecho humano a la comunicación está cercenado y mutilado por el Poder Judicial
Nuestra democracia está pronta a cumplir sus 40 años. La segunda mitad de ese período (por lo menos) estuvo surcada por contundentes iniciativas para extender el proceso de democratización al campo de la comunicación. Multitudinarias movilizaciones, audiencias y foros llevados a cabo por todo el país, extensos debates parlamentarios, múltiples asambleas y medidas sindicales, minuciosos artículos académicos y categóricos pronunciamientos de organismos internacionales. Todos y cada uno de los esfuerzos de la comunidad argentina para garantizar el derecho humano a la comunicación fueron cercenados por el Poder Judicial.
En el año 2004, un amplio colectivo de organizaciones sociales, universidades, sindicatos, cooperativas, medios comunitarios y organismos de derechos humanos, reunidos en la Coalición por una Radiodifusión Democrática, presentó los 21 puntos básicos por el Derecho a la Comunicación –en homenaje a los 21 años que habían pasado desde la recuperación de la democracia– para reemplazar el decreto-ley de la última dictadura cívico-militar, que en ese entonces continuaba regulando el espectro radioeléctrico. El segundo punto remarcaba que la comunicación “es un servicio de carácter esencial para el desarrollo social, cultural y educativo de la población, por el que se ejerce el derecho a la información”. Estas fueron las bases para la construcción del cuerpo normativo más participativo y plural de nuestra historia: la Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA), sancionada en 2009.
La aplicación integral de la LSCA estuvo cinco años frenada por el Poder Judicial a raíz de sucesivas medidas cautelares presentadas por el Grupo Clarín. Con la banda y el bastón recién calzados, Mauricio Macri atestó el golpe final vía decreto de necesidad y urgencia –en un ostensible gesto de devolución de favores–, echando por tierra los artículos que ponían tope a la cantidad de licencias que podía aglutinar un grupo empresarial. “Nadie debe apropiarse de las frecuencias”, invocaba el punto 4 de la Coalición por una Radiodifusión Democrática, puesto que “pertenecen a la comunidad, son patrimonio común de la humanidad”. Pero con el DNU 267/15 el Presidente cambiemita relegó la potestad del Estado de administrar con criterios democráticos el sector de la comunicación, liberando el espectro radioeléctrico a los negocios oligopólicos.
El decreto de Macri aún no fue derogado y el acceso equitativo a la palabra pública por parte de sectores privados, públicos y comunitarios sigue siendo una deuda de la democracia. La desregulación del campo mediático y la mutilación de los órganos previstos en la LSCA –que auguraban la participación social en la regulación de las políticas del sector– son los cimientos que hacen posible que hoy asistamos como espectadores pasivos a la proliferación de noticias falsas, a la irradiación ilimitada de discursos de odio y al hostigamiento a dirigentes populares través de campañas de persecución y disciplinamiento político sin precedentes.
Este miércoles Alberto Fernández demostró que el mote de moderado que corresponde a sus hechos no aplica para sus dichos. Denunció “una sistemática acción de desinformación de políticas que se llevaron adelante desde el gobierno nacional”, la existencia de una “suerte de cerco informativo (que) fue muy difícil de eludir debido a los niveles de concentración que existen en nuestro sistema de medios de comunicación”, y que los medios “ocultan o tergiversan información a sus lectores, oyentes o televidentes”. Son “intelectualmente deshonestos”, están “cargados de odio”, los “hemos visto mentir con total impudicia”, remató el Presidente.
En línea con el descargo de Fernández en su último discurso inaugural de sesiones legislativas, es preciso subrayar que la información es un bien público porque a través de ella tomamos decisiones en cada ámbito de nuestra vida cotidiana. Con información sabemos si abrigarnos por la mañana, qué medidas de prevención debemos adoptar para evitar contagiarnos una enfermedad, cómo es conveniente gestionar nuestra economía doméstica y qué trámite es preciso hacer para acceder a una prestación social, entre cientos de otras actividades diarias. Si los sistemas de producción y divulgación de información están en pocas manos, es axiomático que la información disponible no representará los intereses, las problemáticas, las necesidades y las identidades de las grandes mayorías. Con información se come, se cura y se educa.
Lo sólido no se desvanece en el aire
Pareciera que el inefable Karl Marx reencarnara en cada ciclo del capitalismo para refrescarnos que toda la superestructura ideológica, política y espiritual se erige sobre una base material: el obstáculo medular para la comunicación democrática continúa siendo la distribución profundamente desigual de los medios de producción de información. Para quien prefiera una cita de autoridad del polo liberal, las leyes antitrust estadounidenses limitan los monopolios desde 1890 de cara a proteger la competencia, evitar la acumulación dañina de recursos y prevenir el incremento artificial de precios.
“La Ley de Medios devino en una batalla cultural a secas pero no logró avanzar sobre el tema del monopolio –meditó Cristina Fernández de Kirchner en su libro Sinceramente, publicado en 2019–. Es cierto que el Partido Judicial lo impidió, pero creo que también deberíamos haber ido a fondo con la defensa de la competencia, aplicando una ley antimonopolios como tienen todos los países del mundo”. A 20 años de su presentación, el grueso de las demandas expresadas en los 21 puntos básicos por el Derecho a la Comunicación sigue estando bochornosamente vigente, porque el meollo de la cuestión –como se coteja en el punto 6– es que “los monopolios y oligopolios conspiran contra la democracia, al restringir la pluralidad y diversidad que asegura el pleno ejercicio del derecho a la cultura y a la información de los ciudadanos”.
El vertiginoso avance de las tecnologías digitales y el abrupto proceso de virtualización de las prácticas ciudadanas desencadenado por la pandemia pusieron sobre aviso de la necesidad de ampliar la regulación del campo mediático a las nuevas plataformas. En el marco de la cuarentena por el Covid-19, el carácter de mediación forzosa de la conectividad para acceder al derecho a la educación, al trabajo, a la salud y a los mecanismos de gobernanza digitales, se tornó irrebatible. Con ese impulso, el DNU 690/2020 declaró el acceso a Internet, a la telefonía móvil y al cable como servicios públicos esenciales, por ser “derechos digitales que posee toda persona con el propósito de ejercer y gozar del derecho a la libertad de expresión”, como explicita en sus considerandos.
El carácter de servicio público esencial de las telecomunicaciones infiere que el Estado –a través de su autoridad de aplicación, el Ente Nacional de Comunicaciones (ENACOM)– tiene la potestad de fijar reglas para asegurar el acceso equitativo al servicio, con tarifas “justas y razonables”, establecer una prestación básica universal obligatoria (una tarifa social) y controlar que se brinde un servicio de calidad (por ejemplo, estableciendo la obligatoriedad de invertir en zonas no alcanzadas por la cobertura de red móvil y de banda ancha). Las prestadoras de un servicio público deben satisfacer necesidades sociales básicas en pos de atender el bien común y el bienestar general. No se trata de una declaración pionera en el mundo: en 2019 la ONU había pedido a los Estados miembro “reconocer el acceso y uso de Internet como derecho humano” y países como Francia, Holanda, Finlandia, Canadá, México y Costa Rica ya habían consagrado a las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs) como servicio esencial. Pero hay un podio que la Argentina puede disputar: el de la hegemonía de las cautelares, ya que la medida se encuentra suspendida por recursos presentados por Telecom, Telecentro y Telefónica. En noviembre pasado, la Corte Suprema de Justicia de la Nación prorrogó la cautelar presentada por Telecom al rechazar los recursos de queja del Estado Nacional y el ENACOM por cuestiones formales, evitando pronunciarse sobre la cuestión de fondo.
Las tecnologías de la comunicación impactan en cada habitante de nuestro suelo porque representan un portal de acceso al conocimiento, a la capacitación, a oportunidades de empleo, al entretenimiento y a la calidad de vida. Pero corresponde elevar el nivel de la argumentación de lo abstracto a lo concreto: el freno judicial a la aplicación del decreto 690/2020 incide de manera matemática en el bolsillo y lo vas a sentir este mes. Mientras el gobierno autorizó a las empresas de telecomunicaciones un incremento de sus precios del 3,5% para marzo y abril, Movistar anunció que hará una suba del 17,7% a partir del 15 de marzo. Porque sí. El Estado paralelo de Rosatti, Rosenkrantz, Maqueda y Lorenzetti es el que, al margen de toda justicia y razonabilidad, te cobra lo que quiere de Internet y de celular.
Desconexión y desigualdad
Escribo desde mi casa en el barrio de Sicardi, en el extremo sureste de la ciudad de La Plata, una zona sin cobertura de red móvil. Si se cortara el wifi o la luz y un familiar sufriese una descompensación, debería recorrer al menos 20 cuadras para intentar llamar a una ambulancia. En Arana, una localidad semi-rural vecina, la mayoría de las infancias en edad escolar no pudieron sostener la continuidad educativa en el marco del aislamiento social por el Covid-19. En territorio nacional, la desigualdad en el acceso a la conectividad se acentúa en lugares como Formosa, Chaco, Santiago del Estero, Corrientes, San Juan, Mendoza y Santa Cruz, donde la penetración del Internet fijo no supera el 50% de los hogares.
En el rubro de la telefonía móvil, un 89,5% del total de accesos operativos son de modalidad prepaga, la forma predominante en los sectores populares y, a la vez, la más costosa y limitada para el consumo de datos. El celular es, además, el único dispositivo para conectarse de un tercio de los hogares argentinos. Según la última Encuesta Permanente de Hogares publicada por el INDEC, solo 44 de cada 100 personas utilizan computadora, estadística a la que aportan las sucesivas discontinuidades del programa Conectar Igualdad. Las brechas no son sólo geográficas, sociales y económicas: según Naciones Unidas, la proporción de mujeres que utilizan Internet en el mundo es un 12% inferior a la de los varones.
La dinámica excluyente se acentúa cuanto menos vigorosa sea la intervención del sector público en la definición de políticas pedagógicas que pongan la convergencia digital al servicio de la construcción de sociedades más igualitarias. Con la alfabetización multimedia, entendida como la adquisición de destrezas y habilidades para el uso y la apropiación de las nuevas tecnologías, no alcanza. También es apremiante impulsar procesos de formación ciudadana en lectura crítica de medios que permitan dilucidar las desiguales relaciones de poder yuxtapuestas en los ámbitos virtuales. Y, sin lugar a dudas, hay que promover que la población participe de la relación comunicacional no sólo como audiencias, sino también como productores. Para Jesús Martín Barbero hay que robustecer el derecho a la participación del, y en, el conocimiento, en tanto se está generando una devaluación acelerada de saberes no informatizables: la “sociedad de la información está significando en nuestros países la expansión de una sociedad del desconocimiento, esto es, del no reconocimiento de la pluralidad de saberes y competencias culturales” (2010:32) [1] que no están siendo incorporadas al mapa de la comunidad online.
“El Estado tiene el derecho y el deber de ejercer su rol soberano que garantice diversidad cultural y pluralismo comunicacional”, razonaba hace casi dos décadas el quinto punto básico por el Derecho a la Comunicación. Hoy tal tarea incluye batallar los discursos de odio y la discriminación, para lo que hace falta una ley de protección integral que prevenga, sancione y erradique la violencia simbólica en todas las plataformas mediáticas.
Los desconectados y los invisibilizados en la red son grandes sectores de la ciudadanía impedidos de participar de todas las dimensiones de la vida social. Como habitamos un mundo de lenguaje, es el derecho a la palabra el que delimita el ser o no ser.
[1] Martín-Barbero, Jesús (2010) Comunicación y cultura mundo: nuevas dinámicas mundiales de lo cultural. Revista Signo y Pensamiento, vol. 29, n° 57. Bogotá.
--------------------------------
Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí