La del 7% y otras conspiraciones
Los deseos le pelean a la cruda realidad de la tasa de variación del producto bruto
En su edición del pasado 4 de septiembre, el semanario inglés The Economist incluyó una nota sobre ese fenómeno mundial que son las teorías conspirativas y sus consecuencias. Siempre existieron –los Sabios de Sion, tan bien novelados por Umberto Eco, son un invento del servicio secreto del zar Nicolás II–, pero con las redes sociales la cosa pinta que pasó de Guatemala a Guatepeor. En estos días un número a precisar –pero, se olfatea, nada menor– de seres humanos en distintos países aún se rehúsa a vacunarse contra el Covid-19 por temor a ser víctimas de un complot gubernamental para esclavizarlos, negativa que (según los especialistas) mantiene el virus circulando por encima de lo que debería si se inocularan y es responsable, en parte, del rebrote. Los antivacunas ya habían tenido su día cuando, hace un par de años, la enorme irresponsabilidad que articula el comportamiento que los define y caracteriza logró que reapareciera el sarampión como atisbo de epidemia.
Si bien estos hechos dejan a las claras los alcances francamente nocivos de este tipo de necedades en un tema muy concreto, otros un tanto más abstractos no le van a la zaga, aunque en el áspero paisaje político en general, y en el argentino en particular, haya que dar unas vueltas de tuerca más para encontrar un encuadre más acabado. Particularmente, ahora que la oposición derechista se ha envalentonado por el resultado de las PASO y la economía no se percibe con aires de resucitar a buen ritmo. La nota de la revista inglesa concluye citando a Jonathan Swift (irlandés autor de la célebre novela Los viajes de Gulliver), quien tres siglos atrás escribía que “la falsedad vuela, y la verdad viene cojeando tras ella; de suerte que cuando los hombres se desengañan resulta demasiado tarde; se acabó la bufonada y el cuento ha surtido efecto”. Más que definir en genérico y con rigor lo que debe entenderse por teoría conspirativa, describe bien cómo y para qué operan y lo deletéreo de su impacto en el campo de la disputa de poder.
Cuando se habla de teorías conspirativas, lo primero que viene a la mente es la banda de trastornados reunidos a través de las redes sociales que tomaron el Capitolio para defender a Donald Trump de un complot global de pedófilos. Los ejecutivos de Facebook han dicho que el asalto a la sede del Congreso de Estados Unidos tuvo poco que ver con la corporación y que la información errónea en la plataforma no fue la razón por la que no se cumplieron los objetivos de vacunación. Debe consignarse que una serie de investigaciones de The Wall Street Journal informa que la compañía sabía más sobre los daños causados por su plataforma de lo que había reconocido en público.
Pero teorías conspirativas hay de todo tipo y en toda la geografía mundial. Algunas son muy desoladoras. Las noticias dicen que Paul Rusesabagina, el ex director del hotel al que se le atribuye haber salvado a más de 1.200 tutsis y hutus durante el genocidio de Ruanda de 1994 –como se muestra en la película Hotel Rwanda–, fue arrestado con un engaño, juzgado y condenado a 25 años de cárcel por supuestamente apoyar al Movimiento de Ruanda para el Cambio Democrático, un grupo responsabilizado de alzarse en armas. Los que creen en la inocencia de Rusesabagina dicen que el juicio es una represalia por sus críticas públicas al “dictador benévolo”, como con ironía lo motejan al Presidente Paul Kagame, quien ha gobernado el país desde que terminó la guerra civil a mediados de la década de 1990. Rusesabagina es ciudadano belga y residente permanente en los Estados Unidos. En 2006 recibió una Medalla Presidencial de la Libertad de manos de George W. Bush en reconocimiento a habérsela jugado durante el genocidio.
Esta lamentable saga viene a cuento también porque en el vecino malogrado Congo, la teoría conspirativa que más corre afirma que, para ocupar el país en 1998, Kagame –en vez de haberse comprado un militar de ese país (que fue lo que en realidad sucedió) – puso en escena el genocidio de Ruanda, que en realidad no existió, y así justificó la invasión, apoyado por las grandes potencias. El odio a Ruanda alimenta la violencia étnica, especialmente contra los tutsis congoleños. La creencia compartida por los congoleños de que el ébola es generado por el complot extranjero ha llevado a las milicias a asaltar las clínicas y “liberar” a los pacientes, propagando así la enfermedad. Entre que en el genocidio de Ruanda en 1994 la minoría de los hutus en el gobierno asesinó a machetazos limpios entre quinientos mil y un millón de tutsis –aún hoy no se sabe bien– y que durante los cuatro años que duró la guerra entre Ruanda y el Congo (la paz se firmó el 30 de julio de 2002) el conflicto causó dos millones y medio de muertos –en su mayoría, civiles–, hasta la teoría conspirativa se perfila como un bálsamo para alienarse y aliviar la carga de sentirse rodeado de unos monstruos llamados seres humanos.
Incluso, si nos retrotraemos en el tiempo en esa verdadera pesadilla del Celta que es el Congo, en la actualidad continúa firme la creencia de que a Patrice Lumumba –quien inauguró el cargo de primer ministro después de la independencia del dominio de Bélgica en 1960–, lo liquidó un complot orquestado por la CIA, los separatistas y el propio Reino. La realidad es más complicada. Lumumba era apoyado por las altas finanzas belgas. Práctico Lumumba, negociar con los belgas era el único expediente a mano para frenar a los siniestros colonos blancos, el real peligro para la supervivencia física de los negros. No hay evidencia de que haya pedido ayuda a Rusia y menos que la CIA haya operado a favor de los colonos cuando en toda África conspiraba en pos de la independencia de las metrópolis. Lo más factible es que haya caído víctima de una disputa tribal. Su enemigo político, el morocho Moïse Tshombe, era el punto de los colonos blancos que, ya que estaban independizándose, querían sacarse de encima a los belgas y quedarse con sus empresas, de las cuales –hasta entonces– eran gerentes. Cuando el traidor a su gente Tshombe avanzaba y Lumumba retrocedía, las acciones en la Bolsa de Bruselas de las empresas mineras caían, y viceversa. Las teorías conspirativas son muy persistentes en el tiempo.
Yo soy La Morsa
Es interesante no perder de vista que cualquiera sea el grado de desarrollo de la estructura productiva (desde las muy más hasta las muy menos), la superestructura que le es propia siempre crea espacio para que corran las teorías conspirativas. Así, la teoría conspirativa surgiría cuando el problema político que se sustancia en circunstancias en que lo nuevo ha nacido pero lo viejo –por diversas razones– permanece sin fenecer, no encuentra la necesaria salida racional que pasa por vivificar lo primero y liquidar definitivamente lo segundo. Lo que el grado de desarrollo por ahí determina, de acuerdo a lo que la intuición da pie para poner el foco, es en los avatares de la distribución del ingreso, tanto a favor o en contra del igualitarismo moderno.
Entre nosotros eso se puede observar desde el 17 de octubre de 1945 hasta ahora. Ese país previo ordenado, pero con la mitad (los morochos) con la ñata contra el vidrio, de golpe encontró un cauce político encabezado por Don Juan, que dijo que en la mesa de los argentinos deben estar sentados todos los argentinos. Desde entonces, la derecha gorila no para de generar mitos inflexibles por verse objetivamente imposibilitada de comprender el capitalismo moderno y las exigencias y necesidades que demanda para afianzarse. Con algunas constantes históricas. Como no pueden digerir que alguien crea en la democracia y entienda que es mejor una distribución igualitaria del ingreso y como eso perjudica hasta volver imposible el papel que se auto asignan de tutelarle la vida al resto de la sociedad civil, entonces prefieren profesar que el peronismo hace lo que hace para robar, mientras arreglan a los morochos históricamente con choripanes, panes dulces, y ahora, planes. El lawfare que denunció Cristina es el presente de la Comisión Nacional de Investigaciones, creada en 1955 por la “Revolución Libertadora”, como de un engendro similar que puso en marcha la dictadura genocida de 1976. Y como siempre hay una oveja descarriada, cuando la encuentran la esquilan hasta el hartazgo para de fondo dejar sentado la verdad irrecusable de la teoría conspirativa, que dice que el peronismo es una asociación de malandras que reparten lo que no hay para llevarse la que no deben. Curiosamente, estos grasas insoportables nunca fueron cuantificados como grupo cultural, pero los indicios sugieren que un quinto del electorado participa de estas creencias u otras por el estilo.
Por cierto, una cosa es la falsedad intrínseca de las teorías conspirativas y otra muy diferente, la dura verdad de las conspiraciones reales. Por ejemplo, unos días atrás, el New York Times narró cómo Mohsen Fakhrizadeh, el principal científico nuclear iraní, fue asesinado por el servicio secreto israelí el 27 de noviembre del año pasado por una ametralladora montada en una camioneta operada por un robot cuyas órdenes las recibía vía satélite desde 1.600 kilómetros. Trump apoyaba la iniciativa israelí de no acordar con Irán, pero, señala la nota del Times: “Su posible sucesor, Joe Biden, había prometido revertir las políticas de Trump y regresar al acuerdo de 2015”. De manera que “si Israel iba a matar a un alto funcionario iraní, un acto que podría iniciar una guerra, necesitaba el consentimiento y la protección de Estados Unidos. Eso significaba actuar antes de que Biden pudiera asumir el cargo”. Cuando el nuevo Presidente de Irán, Ebrahim Raisi, asumió el poder en junio, las conversaciones se estancaron. El martes pasado, en el discurso ante la Asamblea General de la ONU, Biden dijo que Washington no permitirá que Teherán construya una bomba, pero que está dispuesto a volver a cumplir con el acuerdo si Irán hace lo mismo. Los iraníes hicieron saber que están de acuerdo. A todo esto, esta semana los demócratas de la Cámara de Representantes votaron un recorte de 1.000 millones de dólares en ayuda militar para Israel. La medida establece un enfrentamiento entre los progresistas que quieren recortar la ayuda estadounidense a Israel y el ala moderada pro-israelí del partido.
Las conspiraciones no tienen que salir bien y si el asunto iraní se endereza, las teorías conspirativas alrededor de Natalio Alberto Nisman encuentran la condición necesaria para difuminarse. La oposición al gobierno de Cristina y al actual conspiró fuerte y no sólo con el fallecido fiscal. La patraña de La Morsa en 2015 y la de un fraude electoral en ciernes están entre sus grandes logros de aceitar conspiraciones reales con teorías conspirativas.
Un mismo fin
En el plano económico, en torno a la tasa de crecimiento del Producto Bruto Interno (PIB), funciona un trato pampa entre ciertos sectores del oficialismo y los opositores de la derecha gorila. Es la tercera acepción que da el diccionario sobre el significado de conspirar: “Dicho de dos o más cosas: concurrir a un mismo fin”. Los liberales, con sus matices, dan por descontado que –en este año de marcada austeridad fiscal– el PIB va a crecer el 7%, o un poco más, en coincidencia con el gobierno. Todos se felicitan. Ni reparan en que en el segundo trimestre de este año el PIB cayó 1,5%, desestacionalizado y en términos reales. Una serie desestacionalizada homogénea se obtiene tras corregir el efecto de las fluctuaciones periódicas o cuasi-periódicas de duración inferior o igual al año (patrones estacionales). No se evalúa un bar por sus ventas de helado en verano, digamos. Las cifras volcadas en la última columna de la tabla, más que al festejo, llaman a la prudencia.
Un 7% de crecimiento del PIB no es para ponerse triste, pero el PIB per cápita (medida inmediata del bienestar de la población), expresado en valores de hoy día para una mejor comprensión, está diciendo que, en ingreso per cápita, todavía estamos 10.000 pesos debajo de lo que estábamos en 2015 y entre 4.000 y 2.000 de lo que estábamos en 2019. Es más, si multiplicamos por cuatro para examinar cuánto producto genera el promedio de la familia tipo argentina mensualmente, observamos que está muy lejos de los ingresos promedio que se perciben, aun sumándoles –como corresponde– lo que perciben por efectos de los subsidios directos e indirectos. Cuando la distribución del ingreso de una sociedad tiende a ser igualitaria, no hay mucha diferencia entre el producto per cápita familiar y los ingresos que en promedio se perciben. El PIB per cápita tiene la facultad de, en general, arrastrar en su caída o en su estancamiento a los gobiernos que no supieron hacerlo dar vuelta lo suficiente.
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