La década perdida
Acercamientos a la antipolítica en el cine argentino 2009-2019
Cuando se habla de “década perdida”, resulta inevitable que el término evoque la idea de la “década ganada” enarbolada como síntesis desde el gobierno y los simpatizantes del kirchnerismo. Sin embargo, lo perdido como respuesta a lo ganado puede abordarse desde ópticas diferentes. El análisis de lo perdido está, de todas formas, involucrado en el análisis de lo ganado: lo que se consigue, imposibilitado de constituirse como totalidad, implica la existencia de lo que no está, de la ausencia o la carencia de lo que no se ha podido resolver. Dependiendo del lugar político o filosófico desde el cual se los mire, los logros de los doce años de los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández pueden verse como síntoma de un avance –en especial desde el territorio de la asignación y respeto por los derechos individuales y colectivos– o como representación de una oportunidad perdida –por todo aquello que no se pudo o no se quiso resolver, desde la dolarización de la economía a la preponderancia y el poder de fuego de los grupos de presión política–. En un punto, puede pensarse en la convivencia no forzada entre los dos elementos: una tensión en la que la política oscila entre sus posibilidades y concreciones y las limitaciones que no puede superar.
Esa visión impone una lectura lineal, basada en una cronología cifrada en el acceso de un determinado proyecto político al poder nacional. La política funciona, en verdad, por superposición de los ciclos históricos de los proyectos, que se van solapando en la disputa por la preeminencia del discurso propio respecto de otro. El proyecto encarnado por Néstor Kirchner a partir de 2003 –que en principio no se visualizaba como tal, sino como salida al posible retorno del menemismo–, continuado y profundizado en los dos períodos siguientes por Cristina Fernández, es un emergente directo y depurado de la crisis de 2001. Si el peronismo puede ver ese año como un parteaguas definitivo –entre el agotamiento final de lo que constituyó la Renovación de mediados de la década del ‘80 y la emergencia de un liderazgo que reorganizó la agenda actualizada del movimiento–, esa crisis también puso en el escenario el lento crecimiento de una idea deudora de experiencias pasadas –en términos económicos, especialmente, de la serie que se inicia en los años de la dictadura militar y que encontró una reválida en los diez años del gobierno de Carlos Saúl Menem– que volvía reconvertida por las formulaciones tecnocráticas del siglo XXI.
La decadencia de las formulaciones tradicionales de los dos grandes partidos, que subsistieron fragmentados y/o reconvertidos en espacios variados, no solamente dio lugar a lo que se dio en llamar, con los años, el kirchnerismo, sino a lo que podría considerarse su némesis: un conglomerado político que abrevaba en fuentes ligadas tanto al conservadurismo político como al neoliberalismo económico. Lo que originalmente se denominó Compromiso para el Cambio surgió como una formulación localizada en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y su primera aparición ocurrió en las mismas elecciones en las que triunfó Néstor Kirchner.
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En ese momento la conjunción político-empresarial comenzó a preparar un cambio cultural que fue naturalizándose con el correr de los años y se hizo más ostensible en cuanto se formuló como oposición a lo que consideraba “un gobierno populista”. La Ciudad de Buenos Aires fue el ámbito perfecto para instalar los ejes políticos en otro espacio. En primer lugar porque, como se señaló anteriormente, la apuesta se centraba en el “vecino”, un tratamiento planteado como un ideal de acercamiento, de ruptura de una verticalidad que venía a reemplazarse por la referencia a lo cotidiano. La cuestión es que la supremacía del vecino por sobre el ciudadano implicaba restringir “la relación a un territorio, a la relación con un hábitat”, e interpelaba “a los individuos parcialmente, en relación a los servicios o prestaciones que tiene o de los que carece”. En ese desplazamiento se basa la propuesta de distanciarse de lo político en tanto el vecino “deja de ser considerado parte de una sociedad, que es una construcción más compleja en la que se juegan representaciones vinculares colectivas sistémicas: una organización económica que distribuye la riqueza de un modo u otro, un sistema de poder que opera las decisiones fundantes de un modo u otro”. El corrimiento de lo político es planteado como un presunto hastío social respecto de la explosión política que significó el gobierno kirchnerista y del entusiasmo militante que se hacía más evidente en los momentos de mayor algidez de las disputas sociopolíticas de esos años. Fuera de ese campo visualmente establecido, e incluso de las reverberancias que el discurso antipolítica tenía respecto de los sucesos de 2001, lo que se fue amasando en esos años fue la necesidad de subsumir el verdadero juego político, entendido como un entramado de poder, a una serie de artificios en los que se ponía por delante la potencia del “hacer” antes que la discusión por el sentido de lo que se hacía. Ausente ese espacio de discusión, lo que quedó en pie fue un partido político que en el discurso negaba la política como tal, pero mientras tanto, y en un sustrato inferior, comenzó a modificar sus paradigmas.
Una simplificación algo grosera de las implicancias de esos cambios sería plantear que Compromiso para el Cambio intentó cortar de cuajo la tensión que habitualmente se produce entre las estructuras más o menos rígidas del Estado y la impronta que el partido que accede al gobierno intenta darle a su gestión. Si esa tensión suele resolverse desde un continuo equilibrio entre los factores –que podría entenderse como una gradual modificación de lo previo para generar aceptación–, en el caso del partido comandado por Macri supuso, una y otra vez, una ruptura con los marcos previos. Desde la llegada a Boca Juniors, pasando por la asunción como Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma hasta alcanzar, años después, la Presidencia de la Nación, lo que se intentó desde el partido fue hacer que el espacio al que se accedía –el club, el Estado– se adaptara a las necesidades del partido triunfante en las elecciones. Esa adaptación implicaba no solamente un desprecio de las potencialidades del Estado como organizador de lo social, sino sostener intrínsecamente la forma propia como la única valedera, sin aceptar intercambios o negociaciones con otras fuerzas políticas y sociales. Que esa forma proviniera del ámbito empresarial no era el único problema; el problema principal estaba formulado en la propia cosmovisión del Estado como estructura que para “modernizarse” debía adoptar las formas de una empresa.
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Bajo las coordenadas mencionadas, este trabajo pretende examinar la evolución que ha seguido una parte de la producción cinematográfica argentina, configurándose como una versión audiovisual que apuntala la construcción de ese nuevo sentido común y ese cambio cultural buscado. No se trata de la construcción de algo que se podría denominar como “cine oficial”, en tanto no se verifica de manera directa la injerencia política o la producción derivada de un organismo gubernamental. Se trata de producciones que no reconocen una usina generadora común, sino que constituyen miradas más o menos personales que sostienen, desde ese lugar, una nueva forma de hacer política que pretende subrayar su apoliticidad, escondiendo su rechazo a la política como valor social.
En el recorrido por la veintena de películas elegidas –que constituyen una porción mínima de la producción de esa década– pueden detectarse ficciones de grandes productoras, películas de mediano presupuesto y films documentales de circulación más o menos marginal. Entre ellas es posible generar una visión de prisma que atraviese géneros y recursos presupuestarios, personajes desconocidos y actores de un posible star system nacional. De la misma manera en que lo que se dio en llamar “nueva derecha moderna” logró sortear la barrera que la limitaba para mostrarse como una posible representante multiclasista, estas películas consiguen un propósito similar en el ámbito de su incumbencia.
En la primera parte, se aborda un grupo de películas que constituyen un avance sobre la construcción ideológica del individuo y la sociedad bajo la perspectiva de esos movimientos políticos, desde la continua desarticulación de la idea de lo colectivo como factor social hasta una recuperación del individuo como instancia básica de acción y decisión. Implican, a su vez, una puesta en escena de la naturalización de ese nuevo orden que funciona bajo la ausencia de todo tipo de autoridad regulatoria. El peso de la mayor parte de esas películas –específicamente las ficciones– reside no solamente en su concepción en términos productivos, sino en su interés y llegada a públicos masivos. Si bien solo Relatos salvajes ha sido realmente un fenómeno de masas, las restantes han llegado a públicos muy superiores a la media de espectadores para el cine argentino. Ese elemento las enmarca en un diálogo de ida y vuelta con su potencial público, en tanto, por un lado, auscultan y ponen en pantalla una sensibilidad de época para los sectores mayormente urbanos del país, y, por otro, se vuelven, para ese público, fuente de afirmación de sus juicios e ideas previas.
En la segunda, se analiza un grupo de películas que vuelven a abrir la cuestión militar, reponiendo en la escena pública las voces que reivindican el accionar de las Fuerzas Armadas durante los años de la dictadura. Se hará hincapié en el doble desplazamiento que practican: hacia atrás en el tiempo, para recuperar la condena respecto de la violencia armada de los años ‘70 que justifica la intervención militar posterior; hacia adelante, motorizando reclamos contra la reapertura de los juicios por crímenes de lesa humanidad encarada en los años de gobierno del kirchnerismo. Son, de alguna manera, la representación de un brazo audiovisual de lucha que se complementa con los organismos denominados “por la Memoria Completa”, convirtiéndose en piedras fundamentales para comprender la recuperación modificada de la Teoría de los Dos Demonios.
En aparente contradicción con su época, estas películas permiten entrever la evolución social de un discurso que atraviesa la segunda década del siglo XXI, desde los primeros balbuceos de masividad política hasta los últimos estertores previos a la declinación del poder. Pero la cuota de aceptación y el impacto que esas ideas representan implican a un sector importante de la sociedad, al punto de sostener la tensión pública entre la política y la antipolítica. Por eso no resulta extraño que haya regresado reformulado, poniendo en evidencia que ha echado raíces en sectores importantes de la Argentina. No sería extraño que se sigan filmando películas que sigan esa línea, sobre todo teniendo en cuenta que la mayor parte de los directores de las películas aquí analizadas se encuentran en plena actividad. La década perdida intenta dar cuenta de la forma en que una ficción o un documental pueden funcionar como parte de un mecanismo que, exponiendo como normalizado un orden que postula como nuevo, propone el retroceso social y el retorno de un viejo orden que se pretende indiscutido.
* El texto es un resumen de la introducción del libro La década perdida. Acercamientos a la antipolítica en el cine argentino 2009-2019, que acaba de publicar Taipei Libros.
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