La cultura es la sonrisa

La importancia de políticas públicas para estimular las potencias de las infancias

 

Los directores más jóvenes, muy bien formados todos ellos, suelen calificar sus realizaciones como “pelis” o “la peli”. En tanto, los críticos especializados acostumbran a hablar de cierta clase de producciones como “películas chiquitas”. Estoy en desacuerdo con ambas miradas. Es que, en cualquier caso, completar una película implica esfuerzos personales, intelectuales y económicos gigantescos, además de apuestas de largo tiempo que, encima, no siempre terminan bien. Por eso, a las películas les digo películas y cuestiono el chiquitaje mental o el pudor malentendido de quienes crean que algunas películas merezcan el mote de “chiquitas”.

Dicho esto, retomo, y voy al punto.

Hace unos días vi la película argentina Una flor en el barro, el cuarto film del director Nicolás Tuozzo, que alguno podría ver como una película chiquita, pero que es todo lo contrario. El argumento —una de esas ficciones basadas en hechos reales— gira en torno de la vida de Sofía, una chiquita de 8 años, cuyo hábitat cotidiano, precario, no la ayuda a mostrar sus grandes condiciones, que las tiene y que le vienen de fábrica. La suya es una familia digna, luchadora y constituida, pero llena de limitaciones. El papá es cartonero y su mamá, y también ella, colaboran en la tarea. Cursa la primaria en una escuela pública de La Matanza, en la que el maestro suplente de su grado, Francisco Cardozo, ve en ella, antes que nadie, sus brillantes condiciones de superdotada. En un momento de la película, ella acompaña a su papá al centro de reciclado y lo ayuda a controlar si el pago que le están realizando es el correcto. Se corre la voz y muy pronto, los otros cartoneros hacen cola para que ella les eche el ojo a sus respectivas liquidaciones. Conclusión: el capo del establecimiento le avisa que con él “todo bien” pero que “no vuelva a venir con la nena”, temeroso de que algún chanchullo salga a la luz.

¿Qué ocurre entonces? Por un lado, el sistema educativo oficial no ofrece soluciones o alternativas para que alumnos con coeficientes por encima del promedio progresen y se sientan bien. Sofía tiene la suerte de cruzarse con un maestro joven, ocupado y preocupado por su comunidad, como es Francisco. Tampoco es que el docente se la lleva de arriba en su objetivo: va rebotando, tanto en áreas públicas como en ámbitos privados. En esos contactos recibe dudas, incomprensión, temores y estigmatización. Y por supuesto, el consejo de que no siga adelante con su cruzada porque no va a lograr lo que busca. En el final de la película —un logrado ensayo sobre las ventajas y desventajas de la precocidad o la pelea por poder avanzar entre los escombros—, se consigna un dato muy interesante: entre dos y tres niños de cada cien tienen en nuestro país altas capacidades, pero igualmente de elevadas serán sus posibilidades de no recibir una contención adecuada.

En la currícula de las escuelas de la Tupac Amaru, en Jujuy, había una materia llamada Autoestima. Su sola mención es conmovedora, a la par de lo que los jujeños poderosos, empezando por el gobernador, la denostaron. En homenaje a las muchas Sofías que se ven impedidas de alcanzar sus sueños, también la escolaridad formal e informal tendría que prepararnos para poder descubrir flores a veces disimuladas por el barro. Vale apuntar, y sin revelar nada a quienes quieran verla, que Una flor en el barro termina bien. En ese almácigo de oportunidades que es la vida, ella crece como si fuera uno más de los brotes soñados.

 

Sofía (Lola Carelli) y el maestro Francisco (Nicolás Francella).

 

La película me trajo a la cabeza la extraordinaria labor formadora de las orquestas infantiles y juveniles, las de la ciudad, las de Nación y otras que funcionan en distintos espacios educativos. Y también en la tarea modeladora de los clubes de barrio. El programa orquestas y coros juveniles e infantiles de la ciudad cumple, en 2023, 25 años de su puesta en marcha. Los maestros Claudio Spector y Beatriz Fuchs arrancaron con la iniciativa en 1998 en el barrio de Villa Lugano. Años antes, el maestro Abreu en Venezuela les había inspirado un camino. Desde entonces aprendieron y afinaron más de 20.000 discípulos, muchos de los cuales crecieron y hoy son músicos, compositores y coreutas excelentemente formados. Spector es un pianista de prestigiosa trayectoria con maestros en el país y en Moscú. Dejó su puesto en el 2016, agobiado por la indiferencia con que el área educativa de la ciudad trataba a las orquestas, una clásica forma de desinterés que desde la política se manifiesta con desfinanciación y otras barreras como la dificultad para renovar los instrumentos. Spector siempre cuestionó, por mal intencionada y discriminadora, la idea de que la enseñanza musical o el aprendizaje de un instrumento alejaba a los niños y jóvenes de la vulnerabilidad o de la delincuencia. “Es mucho más. Es encontrar un lugar de realización y de apertura de cabeza”, explicó. El sábado 28 de octubre, en el estadio Mary Terán de Weiss, del Parque Roca, todas las orquestas de la ciudad (unos 2.000 intérpretes) ofrecieron un recital. Actualmente al frente del proyecto, el maestro Oscar Albrieu Roca dijo: “Estas enseñanzas van más allá de lo musical y son directamente aplicables a sus vidas como ciudadanos”.

 En el área nacional, la tarea —que funciona en provincias, municipios, universidades y distintas organizaciones civiles y comunitarias— se inició en 2005. El pasado 23 de septiembre, en la explanada de la entrada a Tecnópolis, la gran orquesta federal infantil y juvenil, integrada por 2.500 pibes y pibas de niveles primario y secundario, interpretó con León Gieco el tema La cultura es la sonrisa. Ahí tuvieron su lugar la Sinfónica Juvenil Nacional José de San Martín y la orquesta de las becas Marta Argerich interpretando temas de Luis Profili, María Elena Walsh y los Carabajal. Sin dudas, un grandioso espectáculo cultural.

 

A fines de septiembre, en Tecnópolis, tocó la orquesta más grande del mundo.

 

En la ciudad de Buenos Aires hay registrados 215 clubes, ubicados en 48 barrios y hay miles más en todo el país. Impulsores de nociones educativas formales y no formales, desde deportes y actividades recreativas no federadas y no profesionales, los clubes de barrio son, históricamente, herramientas de inclusión e integración. Pero casi siempre están en situaciones de emergencia, sometidos a la tentación de grupos privatizadores cuya principal preocupación es hacer negocios muy rentables. El ex secretario de Deportes de la Nación, jugador de fútbol mandato cumplido y actual legislador porteño Claudio Morresi sigue de cerca los padecimientos de estas entidades por deficiencias presupuestarias, inicialmente agravadas por los efectos de la pandemia y posteriormente, hasta hoy, por la fuertísima suba de tarifas de servicios y alquileres. En esos lugares dan sus pasos iniciales de aprendizaje y socialización futuros grandes deportistas. Y personas.

La posibilidad de sacar lo mejor de chicas y chicos (ya sea en escuelas, orquestas infanto-juveniles, clubes de barrio) tendrá relación con el empuje asistencial necesario, generoso, de un Estado muy presente. Estamos rodeados de chicas y chicos cuyo talento natural los instalan al principio de la fila. Pueden destacarse, como la Sofía de la película, en matemáticas o en la observación de la naturaleza, pero también en grafiti callejero, en percusión, en patinaje artístico, en hip hop o en futsal. En todos los casos necesitarán de políticas públicas comprometidas, solidarias y que les ofrezcan claras salidas de desarrollo y realización. Es eso o, lucecitas de colores y, purpurina mediante, presentarse en Got Talent.

 

* Una flor en el barro seguirá en exhibición en distintos Espacios Incaa y en noviembre se estrenará en la plataforma Star+.

 

 

 

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