Los orígenes
En 1958, George Rosen (1910-1977) publicó Una historia de la salud pública, un texto clásico en el que describe el origen de la cuarentena a partir de la peste bubónica, una de las pandemias más graves de la historia, que ocasionó más de 100 millones de muertes en el siglo XIV. En esa época, las causas de las enfermedades se creían producto de la ira divina, por lo tanto, la esperanza de cura se limitaba a la oración y a la penitencia. Pero en las epidemias, el pánico empujaba a las personas a huir y las ciudades encontraron la forma de protegerse: prohibir el ingreso de extraños. Durante la peste, los nuevos enfermos se notificaban a las autoridades, se los aislaba en sus hogares mientras tuvieran síntomas y, si morían, sus casas eran fumigadas. A partir de 1348, en Venecia se implementó la “cuarentena”, que hacía referencia a un aislamiento de 40 días. El número 40 tenía significados especiales tanto en la alquimia como en los textos bíblicos (el diluvio duró 40 días). Existía la creencia de que el cuadragésimo día dividía a las enfermedades agudas de las crónicas. La cuarentena se transformó así en una práctica de salud pública que llegó hasta nuestros días.
Sus efectos en la salud de las personas
La cuarentena fue la respuesta necesaria y oportuna frente a la pandemia de Covid-19, pero como toda acción generó efectos no deseados, que repercutieron en el proceso salud-enfermedad-atención de las personas, de diferentes maneras, según el lugar de residencia, la cobertura de salud y la fortaleza del sistema público —nacional, provincial y municipal—, expresión de las muchas Argentinas que hay.
Después de nueve semanas de cuarentena se pueden observar, por ejemplo, dificultades en quienes padecen de autismo y no pudieron realizar actividades recreativas terapéuticas; personas con discapacidad que no consiguieron cumplir con su laborterapia; familias que dependían de un acompañante terapéutico para el cuidado de uno de sus integrantes y dejaron de compartirla, para tener que asumirla solos, con lo que ello conlleva para la salud del cuidador; violencias hacia niños y adultos mayores en sus propios hogares; incremento de la depresión por el aislamiento; femicidios en quienes volvieron a convivir con sus victimarios.
A lo anterior, se suman los relatos de los trabajadores de la salud de distintos puntos del país que dan testimonio de un incremento de los suicidios y de los intentos de suicidio; agravamiento de pacientes con bulimia o anorexia; pacientes crónicos de salud mental que sufren dificultades para el seguimiento y/o interrupción del tratamiento; problemas en el acceso a la medicación por falta de recetas; aumento de las barreras para la atención en los servicios de emergencia; pacientes con enfermedades crónicas que vieron agravadas sus situaciones por falta de controles (hipertensos, diabéticos, enfermedades endocrinológicas y reumatológicas); deterioro cognitivo por aislamiento y por falta de movilización en pacientes con Parkinson y en adultos mayores institucionalizados; embarazadas y recién nacidos que dejaron de hacerse controles; pacientes con cáncer que no consiguen operarse; tratamientos oncológicos en curso, o por iniciarse, que terminaron en adaptaciones pragmáticas de los protocolos; suspensión de los controles de remisión en cánceres; infartos de miocardio y accidentes cerebro-vasculares que no consiguen internarse.
Cuidado y atención de las enfermedades
En sus comienzos, la pandemia puso en alerta al sistema de salud ante la posibilidad de un “pico en la curva de infectados” que llevaría al colapso las capacidades de internación. Ese escenario llevó a que la agenda Covid-19 desplace a la agenda común de esas instituciones y provoque cambios en la organización de los servicios. No solo se paró la economía, sino que se postergó el cuidado y la atención de lo que era crónico, y entonces se agudizó. La preparación para enfrentar a la Covid-19 obligó a postergar cirugías programadas; cerrar consultorios; remodelaciones físicas en guardias para mantener distancias y separar tipos de consultas; cambios de horarios del personal; y tiempo dedicado a capacitaciones para la Covid-19 que se quitó de otras actividades. Además, para la protección de la salud de los trabajadores de la salud se dispusieron –aunque no siempre– turnos rotatorios que, sumados a las licencias especiales, redundaron en una disminución del personal disponible para la atención.
Así se redujo significativamente la oferta de servicios y prestaciones que no fueran Covid-19 y, como consecuencia, disminuyó la atención por consultas programadas o espontáneas en las distintas especialidades. Con el paso de los días se puso en agenda la discusión de cómo volver a abrir la atención para no agravar la situación de aquellos pacientes no Covid-19.
Las instituciones sanitarias, al enfocarse en las personas con Covid-19, redujeron el trabajo que hacían cotidianamente. Pero a medida que los días transcurrían, identificaron que en los hospitales bajaba significativamente el número de pacientes internados –situación similar a la observada durante la epidemia de la gripe A (H1N1)– a tal punto que las instituciones públicas, privadas y de la seguridad social tengan ocupaciones entre el 50% y el 30% de sus capacidades. La gente dejó de ir a las instituciones de salud por miedo a contagiarse y comenzaron a identificarse complicaciones de otros problemas de salud, a la vez que se volvía evidente que el número de camas no Covid-19, para internación, era insuficiente y resultaba difícil derivar a los pacientes.
Las autoridades de salud no tienen certeza de cuándo llegará ese número de enfermos que se proyectó, y si los insumos de bioseguridad –ya escasos– no debieran reservarse para esa situación esperada. El desafío que se enfrenta ya no es solo la Covid-19, sino pensar cómo hacer para que no se agrave la situación de salud de quienes requieren atención por sus dolencias mientras se trata de evitar la diseminación del virus y el aumento de casos.
Ante esos escenarios las preguntas que surgen son:
- ¿será posible habilitar espacios no Covid-19 para atender los problemas señalados?
- ¿cómo continuar atendiendo a las personas que consultan, o requieren internación?
- ¿qué hacer?
- ¿se pueden dividir las instituciones para que algunas se dediquen solo a Covid-19 y otras no?
- ¿pueden los subsistemas público, privado y de la seguridad social alcanzar esas formas organizativas?
- ¿o se requiere otra forma de integración entre ellos?
Los prestadores de servicios de salud padecen la incertidumbre de no saber si van a volver a una cuarentena tan estricta como la que estamos dejando, o volverán a la “normalidad” de un sistema de salud fragmentado y desigual.
Muchas veces el debate sobre la cuarentena se presenta de una manera tan simple que no hace más que señalar los dominios del pensamiento dominante sobre las formas de analizar la realidad. Las preguntas de cuándo y cómo se sale de la cuarentena se repiten, buscando una respuesta imposible, ya que no hay un cuándo, ni un cómo, a lo sumo habrá muchos cómo y muchos cuándo, dependiendo del lugar y del propio devenir de la pandemia. Los interrogantes anteriores señalan los límites de la racionalidad del proyecto de la modernidad. La pandemia – en tanto proceso social complejo— nos introdujo en las encrucijadas de un laberinto, que se niega y se pretende ocultar bajo soluciones lineales que ignoran la complejidad de los sujetos, de lo social y de la pandemia.
Es sabido que no siempre lo que se enuncia como un problema es fácil de solucionar. No lo estamos enunciando porque sea fácil de solucionar, sino porque resulta necesario problematizarlo para pensar y actuar. Entre análisis contrafácticos, proyecciones basadas en big data y regresiones multiniveles, se pretende racionalizar la relación entre un virus –del cual desconocemos casi todo–, y los millones de subjetividades atravesadas por pasiones, miedos y angustias y, como si todo eso fuese poco, la severa crisis económica nacional e internacional.
Ante tantas incertidumbres no es desaconsejable recordar a Leopoldo Marechal, quien en su libro Laberinto de amor (1936), dedicado a su compañera, escribió: “De todo laberinto se sale por arriba”. El desafío que enfrentamos nos obliga a pensar cada territorio y cada región para dar cuenta de las demandas postergadas y los nuevos desafíos que la Covid-19 plantea, sin certidumbres, aceptando que el futuro es incierto, pero apostando con acciones –no con discursos— a que podremos salir “por arriba” de las encrucijadas de este laberinto.
Director del Instituto de Salud Colectiva
Universidad Nacional de Lanús
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