Es mediodía de enero en Puerto Rico. Vuelvo de la playa caminando por veredas descaradamente soleadas y arrasadas de luz. Me paro a decidir si cruzo la autovía que me separa de casa por el puente peatonal y tomo el camino de Villa Palmera o si sigo por McLeary Avenue, costeando los hotelitos coquetos donde se albergan los gringos que huyen del frío de Michigan y subo por la engolada avenida San Jorge, mientras oigo que, ante mi sombrero a lo gringa loca, me preguntan desde un auto: Are you lost?
Villa Palmera... McLeary Avenue... No es casual mi dilema, sino más bien una ventana abierta al alma puertorriqueña, bombón de corazón afrolatino recubierta en gruesa capa de chocolate anglosajón desde que la isla fue invadida por los Estados Unidos de Norteamérica en 1898.
No me chocaré con nadie que venga calle abajo porque nadie camina en Puerto Rico más que hasta la puerta del auto, si se exceptúa el aguatero de la playa que remonta la arena con su caja frigorífica, el vendedor de pastelitos de jueye —un cangrejo con destino inexcusable de relleno fritado— que embutido en blanquísimo uniforme de cocinero, desplaza bajo el sol su estampa de remedos coloniales y el que tiene que viajar en guagua porque su status económico no le permite tener un carro para cada miembro de la familia. Desde cualquier tapial un lagartijo pequeñito me mira fijo y no puedo resistir la tentación de estirar un dedo para tocarlo, sabiendo que saltará como un resorte hasta que, hastiado del juego, desaparecerá en alguna mata de las que pueblan esas veredas que nadie pisa.
Así es esta tierra que los indígenas taínos llamaban Borikén, porque abundaban los burukenas, esos cangrejos de río cuyo recuerdo persiste hoy en los adjetivos que apelan al nacionalismo boricua.
Iniciado el proceso de expansión capitalista del siglo XIX, Estados Unidos puso sus ojos en el Caribe y continuó viejos intentos de comprar territorios a la España decadente, que hacía esfuerzos para mantener sus últimas colonias. En ese marco, un acorazado de la marina estadounidense, el Maine, entró en la bahía de La Habana, un enero de 1898 con el propósito de salvaguardar la vida de los habitantes estadounidenses en una Cuba un tanto convulsionada. La noche del 15 de febrero voló por el aire y todavía hoy se discute la causa de la explosión, aunque queden pocas dudas de que fue el pretexto que Estados Unidos necesitaba para acusar del estropicio a alguna mano isleña, atacar a Cuba e iniciar la Guerra Hispanoamericana. La prensa amarilla comandada por William Hearst se ocupó de convencer a la opinión pública norteamericana de que era necesario intervenir en esas tierras de señorones, economías monopólicas y gentes analfabetas. La guerra terminó pronto: la armada estadounidense destruyó las flotas españolas, Puerto Rico fue dominada en tres semanas y en octubre se firmó el tratado de París por el cual España aceptó la independencia de Cuba y cedió Puerto Rico, la isla de Guam y las Filipinas.
En la primera mitad del siglo XX Puerto Rico era un pueblo abandonado, una base para mantener ojo avizor sobre la construcción del canal de Panamá y sobre todo el Mar Caribe. El único espejito de colores fue la ley de 1917 que concedió la ciudadanía estadounidense a los puertorriqueños, para que pudieran migrar al continente sin restricciones y pelear como americanos en las guerras gringas.
Cuatro grandes corporaciones latifundistas manejaban el cultivo de la caña de azúcar y el tabaco. Fue un tiempo de miseria, de huelgas reivindicativas, del lamento borincano del jibarito –el campesino puertorriqueño– que alegre va, cantando así, diciendo así por el camino y que regresa, parafraseando el cantar de Rafael Hernández, frustrado y triste porque no ha logrado vender nada en el mercado. Fue un tiempo de acciones y muertes violentas sobre las que campea la figura trágica de Pedro Albizu Campos, el luchador por la independencia que pasó muchos años en la cárcel, expuesto a pruebas radiactivas como forma de maltrato, que quemaron su piel y su salud, aunque no su alma.
En Río Piedras, en los confines del área metropolitana, un ambiente relajado de residencias de estudiantes y tertulias académicas rodea los buildings modernistas de la Universidad de Puerto Rico, la UPR, la iu-pi-ar o simplemente la Iupi como la llaman los que la frecuentan en su lengua mixturada. Allí la posmodernidad estudia la identidad puertorriqueña, su pasado hispano, sus raíces africanas y sus resabios indígenas, anyway, cuídate, que mi bróder me llame pa’trás (call me back). En una de esas tertulias, intelectuales boricuas se empeñan o se desgarran en la lucha identitaria. Pero la acuciante realidad es que la economía boricua está sujeta a intereses extraisleños —dicen—, que el paso de la economía agraria a una economía industrial se encaró con proyectos atados a caprichos de la legislación de Estados Unidos y no hubo lugar para un desarrollo propio, porque los puertorriqueños se contentaron con la condición de estado libre y asociado, verdadera figura colonial; aunque elijan sus autoridades y tengan una Constitución propia, el único Delegado Residente en el Congreso de los Estados Unidos solo puede hablar, pero no votar.
Llega la noche con el canto de los coquí, los sapitos que identifican a la isla, el souvenir irrenunciable que puebla toda valija que va de salida como muñequito de felpa, jarrito o colgante de plata.
Y ahí la pequeña isla va, como bogando trabajosamente el Mar Caribe, aunque parezca quieta. En su pequeño Capitolio, el Partido Popular Democrático, heredero demócrata de las ambivalencias de Muñoz Marín, propone mantener la condición de estado libre y asociado, en constante alternancia en el poder con el Partido Nuevo Progresista, derecha republicana que propugna la estatidad definitiva. El Partido Independentista, que alcanza menos del 5 % en las elecciones generales, brega por lograr para Puerto Rico lo que nunca pudo ser en la memoria de su historia escrita: un país independiente. Entre los estropicios del huracán María que desgarran hasta hoy la infraestructura y el alma de las gentes, los montos de las ayudas embarradas en la corrupción, un endeudamiento exorbitante de casi 80.000 millones de dólares que derivó en ajustes fiscales y alzas de impuestos propias de la aburrida creatividad del neoliberalismo, mis bróders boricuas miran con la ñata contra el vidrio como va llegando el tiempo de las elecciones de noviembre. Piensan que al menos, al no tener derecho a votar Presidente, no se verán en la denigrante disyuntiva de tener que elegir entre el Biden de la mosca globalista y el Trump del white power y la lavandina, lo que no es poco.
Eso ejh así se dice en boricua para concluir, como lo dijo Raúl Juliá y seguramente lo dirán Riki Martín, Jennifer López o el Residente de Calle 13… cuando hablan castellano.
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