Desde los años ‘30 a esta parte, fueron elaborados numerosos modelos y teorías económicas que tenían por finalidad impulsar políticas que hicieran frente a las crisis económicas que periódicamente asolaban a las economías capitalistas contemporáneas. La crisis de los años '30 fue paradigmática en este sentido: en los Estados Unidos el presidente Roosevelt aplicó, en el marco del denominado New Deal, un extenso plan de obras públicas e inversiones en numerosos sectores de la economía que tuvo relativo éxito en hacer frente a aspectos críticos de la crisis que aquejaba a ese país. Lo hizo pese a que prevalecía en los medios económicos la noción de que tales medidas no tenían asidero, porque no enfrentaban los déficits fiscales que presumiblemente habían generado la crisis global. O sea que tales políticas iban en contra de los preceptos más preclaros de la teoría económica ortodoxa que era la hegemónica en esa época.
Por otra parte, tanto Keynes como Kalecki y otros economistas —incluyendo muchos del Tercer Mundo (véase Prebisch y los pensadores que señalaban la dependencia externa de las economías latinoamericanas)— notaban las inconsistencias y falacias de la teoría económica clásica tradicional y demostraban cómo las medidas que esta proponía eran incapaces para hacer frente a las crisis que se expandían exponencialmente tanto hacia los “países desarrollados”, como en los denominados países “subdesarrollados”. De más está decir que se hacía hincapié en que se trataba de políticas incapaces de hacer frente a las crisis, y al subyacente deterioro de las condiciones de vida de vastos sectores sociales, tanto en el Primer Mundo como en el Tercero.
Desde entonces se puso énfasis en los elementos esenciales de una macroeconomía “heterodoxa”, diferente de la neoliberal tradicional, tendiente a hacer frente sí o sí a las crisis económicas. Este modelo se extendió en los años de la posguerra, período en el cual se pudo mantener en muchos casos un cierto auge del denominado “desarrollo económico” en países centrales –Europa y EE.UU.– como del Tercer Mundo y, fundamentalmente, en los países latinoamericanos. En estos últimos casos fueron políticas enmarcadas en las denominadas “políticas de industrialización por sustitución de importaciones”.
Las políticas heterodoxas se proponían, entre otros objetivos: 1) Lograr altas tasas de crecimiento global para las economías nacionales; 2) Que estas políticas fuesen acompañadas por mejoras en la distribución de los ingresos (la participación de los salarios en el producto global debía aumentar); y 3) Que se lograran reducciones en los márgenes de pobreza. Podría agregarse a estas proposiciones: 4) Mejoras en la cuestión ambiental, aunque ésta constituye una problemática que solo logra cierta vigencia en períodos más recientes.
Estos programas de “desarrollo económico” impulsados sobre un nuevo tipo de intervencionismo estatal, contribuyeron en términos generales —y en determinados períodos históricos— a mejorar las condiciones de vida de vastos sectores sociales. En Latinoamérica, y en particular en nuestro país, fueron impulsadas sobre la base de las denominadas políticas de industrialización sustitutiva de importaciones, generándose aumentos en los procesos de industrialización y mejoras en las condiciones de vida para amplios sectores de la población. Se pensaba que estos objetivos podrían ser logrados mediante cambios importantes en las políticas económicas globales que tendieran a orientarse hacia objetivos diferentes de los tradicionales que impulsaba el neoliberalismo económico. Sin embargo, se trataba de políticas que cada tanto sufrían los embates de la ortodoxia económica.
En la Argentina, bajo el neoliberalismo, en particular los gobiernos de Menem y De la Rúa y ahora, en forma plena, con Macri, fueron impulsadas políticas que en lo esencial significaron un drástico empeoramiento de las condiciones de vida de vastos sectores sociales. Si bien se hace referencia a la necesidad de impulsar reformas de todo tipo, estas –pese al relato oficial y a diferencia de lo que significaban las “reformas estructurales” de antaño– difícilmente podrían visualizarse como tendientes a lograr mejoras en las condiciones de vida de la población.
A diferencia de los programas “populistas” o heterodoxos de desarrollo económico anteriores, la actual política económica involucra una serie de medidas que, en lo esencial, no se proponen hacer frente a ese conjunto de tendencias a que hacemos referencia más arriba. Tampoco se remite a enfrentar las crisis. Todo lo contrario: impulsa medidas que las generan y profundizan. Esto se ve claramente con los “ajustes” involucrados en esta política: son generadoras de crisis dado que reducen el empleo y los salarios, las jubilaciones y la industria nacional, entre otros factores, afectando a una diversidad de sectores sociales.
El programa del gobierno actual tiene una característica muy especial. En primera instancia, es difícil suponer que impulsa una política tendiente a lograr un cierto crecimiento económico, con “justicia social” y la eliminación de los márgenes de pobreza como fue pregonado durante la campaña electoral. Hasta ahora no se perfilan mejoras en la distribución de los ingresos ni reducciones en el nivel de pobreza, habiendo sido la “pobreza cero” uno de los elementos más impactantes del relato oficial. No sólo no crece el producto global, hay un empeoramiento en la distribución de los ingresos en el nivel nacional y un aumento sustancial de los márgenes de pobreza. Asimismo, se trata de políticas que no consideran para nada la cuestión ambiental. De allí el auge de movimientos anti “extractivistas” que impulsan numerosos movimientos sociales.
No existen razones para suponer que con estas políticas se van a revertir las actuales tendencias, sea en dos, cinco o veinte años. Existen sólo referencias muy difusas al respecto ya que tales políticas no impulsan inversiones productivas, ni mejoras en las condiciones de vida de los sectores más vulnerables de la sociedad. De ninguna manera puede suponerse que van a mejorar los salarios directos o indirectos, que la población va a tener acceso a una mejor salud, educación, alimentación, recreación, etc.
Una de las proposiciones oficiales sobre la que se basa la política actual es que la inflación, y el estancamiento de la economía en su globalidad, son productos del déficit fiscal. No cabe duda de que el déficit fiscal (la relación entre gasto público e ingresos fiscales que es producto en gran medida de la relación entre importaciones y exportaciones), constituye una constante de las economías latinoamericanas e incluso europeas, y ni que hablar de la economía de los Estados Unidos.
Muchos economistas de nuestro país, entre otros Julio H. G. Olivera y Aldo Ferrer, se propusieron demostrar que no existe necesariamente una relación causal entre déficit fiscal e inflación. Sin embargo es una proposición que indefectiblemente se sigue pregonando. Como consecuencia se postula la reducción de los salarios en general y, en particular, los del sector público, aparte de reducciones en jubilaciones, apoyo a la salud, educación, investigación científica, etc.
Se trata de premisas falsas, que en los años '30 pregonaba a más no poder la ortodoxia económica. Keynes, entre otros, demostró la falsedad sobre la que se basaban. Entre otros factores consideraban que la reducción del salario, del empleo o demás ajustes, significaba una reducción de la demanda global, y por ende el “aumento” del déficit fiscal. Aparte de significar el estancamiento económico y la caída del producto global ante el cierre de fábricas por la falta de demanda, también significan un drástico incremento del déficit fiscal. El gobierno presume equivocadamente que con los acuerdos con el FMI podrá resolverse “eventualmente”. Asimismo, la liberalización de las importaciones induce el ingreso masivo de los bienes competitivos con la industria nacional reduciéndose drásticamente el empleo en el sector privado. Todos estos son elementos que profundizan mecanismos recesivos que sustentan la política económica neoliberal, sin que con ello se logre “controlar” el proceso inflacionario.
Las falacias de las políticas de saqueo extremo que caracterizan a las actuales políticas económicas podrán tener fines políticos evidentes, como el traslado masivo de ingresos y riqueza a sectores de altos ingresos en detrimento de los sectores populares y gran parte de la clase media. Pero no puede decirse que estén basadas sobre políticas económicas “serias”; o sea en aquellas que sustenten cierto “equilibrio social” en el funcionamiento de la economía y en el marco de un funcionamiento imperfecto pero más o menos normal de mecanismos democráticos. Más bien lo que visualizamos respecto de estos ajustes es que generan las grandes crisis económicas y no que tiendan a hacerles frente.
No obstante, también éstas son conceptualizaciones que involucran la colonialidad del poder, tal como es destacada por muchos autores. Tomemos por ejemplo las posiciones de Norma Giarraca, que consideran el desarrollo como un “concepto colonial que porta la idea de que somos subdesarrollados, atrasados, incompletos y que iríamos hacia un lugar donde se habilita el desarrollo pero al que nunca llegamos (…) Se trata de un concepto colonial o de la colonialidad del poder, que involucra las ideas eurocéntricas de raza, racismo, progreso, desarrollo, democracia que se convierten en el principio organizador de las múltiples jerarquías del sistema mundial”.
- Este artículo fue publicado originalmente en Realidad Económica, la página del IADE (Instituto Argentino para el Desarrollo Económico).
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