La causa palestina

Historia y contexto

 

El ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023, la respuesta israelí y las escenas que se suceden desde ese momento le han recordado al mundo que nada se ha avanzado en una solución a la tragedia de Asia occidental o región central de Afro Eurasia —lo que desde la perspectiva europea se denomina Medio Oriente, cercano Oriente u Oriente próximo—; región de gran importancia no sólo geoestratégica, sino también histórica y religiosa en la que el drama palestino tiene una centralidad difícil de exagerar.

A partir de su híper-subordinación a las estrategias de Estados Unidos en momentos en los que se dirime un nuevo ordenamiento mundial, el Presidente Javier Milei ha involucrado activamente a la Argentina en distintos conflictos derivados de esta disputa. Ante un cuadro internacional inestable e incierto, en el que se hace indispensable la intervención del Estado nacional para proteger a la mayoría social de las repercusiones económicas, el gobierno no sólo lo reconfigura a la medida de los poderosos, sino que pone a argentinas y argentinos a tiro de represalias: el apoyo incondicional de Milei al Estado de Israel implica una decisión de consecuencias imprevisibles, pero nunca beneficiosas, como se desprende de lo informado el 6 de agosto por el jefe de Gabinete Guillermo Francos, quien afirmó que “Israel ha tenido la deferencia de avisar a la OTAN y a la Argentina” de un posible “ataque muy fuerte de Irán hacia objetivos amigos de Israel”. Sobran motivos para tratar de discernir la dinámica de un tablero geográficamente lejano pero —ahora— políticamente cercano.

En prevención de tergiversaciones típicas, conviene explicitar las premisas que recorren esta nota: a) sionismo no es lo mismo que judaísmo; b) las principales políticas del Estado de Israel tienen su fundamento en la versión sionista de la historia de los judíos; c) trata el conflicto entre el Estado de Israel y el pueblo palestino, es decir que no luchan entre sí dos Estados ni dos pueblos, dos partes equiparables. Lo que tenemos es un Estado con un aparato militar poderoso que conquista un territorio perteneciente a otro pueblo, destruye y saquea sus pertenencias, lo humilla sistemáticamente, lo recluye en guetos y/o lo elimina y expulsa de su tierra; este pueblo se defiende con piedras, misiles para nada sofisticados y suicidas que van a matar: la lucha del pueblo palestino no es sólo por su liberación nacional, primero es por su supervivencia.

Estos son aspectos fundamentales para entender lo que viene aconteciendo en el extremo oriental del Mediterráneo y explican por qué no es posible la neutralidad en el análisis, lo que no me impide considerar repudiables las sangrientas acciones contra la población civil judía. A propósito, llama la atención tanto el comportamiento de gobiernos occidentales, que reservan el calificativo de terroristas para los actos de violencia indiscriminada realizados por personas que no actúan encuadradas en una organización estatal —en más de un caso apadrinados o alentados por esos mismos gobiernos—, pero se niegan a reconocer la existencia del terrorismo de Estado, particularmente cuando lo practica el Estado israelí; como el de sectores que se ven a sí mismos progresistas —admiten que la Franja de Gaza es un campo de concentración a cielo abierto y que los palestinos sufren condiciones de apartheid y colonialismo—, pero creen que el problema se soluciona con la “ayuda humanitaria” de algunas ONG occidentales: es hora de que la llamada “comunidad internacional” y el mismo Israel se pregunten cuáles son las razones que explican que haya cada vez más palestinos dispuestos a inmolarse por su pueblo.

La trama de factores intervinientes y la conmoción que nos sacude cada día dificultan la comprensión. Para facilitarla es indispensable situar históricamente los hechos sin omisiones: así como para los sectores dominantes y sus epígonos en nuestros pagos, la violencia política empieza en los ‘70 y es la causa de la tragedia que siguió —no existieron el bombardeo a Plaza de Mayo en 1955 ni los 18 años de proscripción del peronismo—, parece que para Israel la violencia apareció repentinamente el 7 de octubre del año pasado y es la causa de la masacre en desarrollo.

Y digo Israel —sin más— porque se observa que la crisis institucional y política que atraviesa ese país está determinada por disputas relativas al respeto o no de determinadas reglas establecidas por la democracia que profesa el Estado; en cambio, hay un amplio consenso respecto de continuar con la limpieza étnica y el apartheid de los indígenas palestinos. Eliminar niños palestinos, como reflexionaba Yossi Kein Halevi —escritor norteamericano radicado en Jerusalén—, produce un hermanamiento de la sociedad colona, y este pilar ideológico común otorga una robustez adicional al aparato israelí: demócratas supremacistas frente a autócratas supremacistas, pero con los nativos en sus correspondientes guetos.

 

 

La Biblia, la historia y la política

Desde tiempos remotos, la Palestina bíblica, conformada por las tierras que se extienden alrededor del lago Tiberíades —Galilea—, del valle del Jordán y del mar Muerto, ha sido escenario de cruentas disputas: 1000 años a.C. Saúl fundó su reino que después se dividió en dos; 720 años a.C. el reino de Israel fue derrotado por los asirios; en el 600 a.C. el reino de Judá fue abatido por los babilonios, que arrasaron el templo de Salomón y en 70 d.C. los romanos destruyeron el Segundo Templo de Jerusalén. Estos relatos corresponden a la Biblia, biblioteca teológica respecto de cuyos volúmenes nadie sabe cuándo se escribieron: hay que recordar que la “verdad” bíblica no fue una narrativa universal sobre la historia humana, sino el relato de un pueblo sagrado al que una lectura secularizada convirtió en la primera nación de todos los tiempos. Para el historiador Shlomo Sand, profesor en la Universidad de Tel Aviv, las ideas de “pueblo judío” y “Tierra de Israel” son mitos de creación reciente [1]. Pero Israel pretende que en ellos se fundamentan sus títulos de propiedad sobre toda Palestina: la teología se confunde deliberadamente con la historia.

Si ampliamos el mapa y nos acercamos en el tiempo, la historia nos dice que las violencias en la zona del Mediterráneo balcánico, otomano y árabe —encrucijada de rutas de valor estratégico y asiento de importantes recursos naturales— han sido consecuencia de enfrentamientos entre las potencias europeas: basta señalar que en los últimos 150 años esas costas han sufrido las derivaciones de la decadencia y caída del imperio otomano; dos guerras inter-imperialistas y el exterminio de 6.000.000 de judíos; del mandato británico, que terminó con la declaración unilateral de independencia de Israel y la primera guerra árabe-israelí en 1948, a la que siguieron otras tres: 1956, 1967 y 1973 y una guerra civil en el Líbano; de la primera Intifada —reacción popular palestina frente a las fuerzas de ocupación israelíes 1987/88—; y de una segunda Intifada iniciada en 2000. Detengámonos brevemente en este siglo y medio.

A mediados del siglo XIX, el cristianismo evangélico de Occidente convirtió la idea del “retorno de los judíos” en un imperativo religioso milenarista y abogó por el establecimiento de un Estado judío en Palestina, como parte de los pasos que llevarían a la resurrección de los muertos, el regreso del Mesías y el fin de los tiempos: la teología pasó a determinar la política hacia fines del siglo XIX y en los años previos a la Primera Guerra Mundial. Esto fue por dos razones: 1) favoreció a quienes en Gran Bretaña querían desmantelar el Imperio otomano e incorporar algunas de sus partes al Imperio británico; 2) tuvo eco dentro de la aristocracia británica —tanto judíos como cristianos— seducida por la idea del sionismo para superar el problema del antisemitismo en Europa central y oriental, que había producido una ola no deseada de inmigración judía a Gran Bretaña.

Fusionados los intereses de ambas partes, impulsaron al gobierno británico a emitir la fatídica Declaración Balfour en 1917. Los pensadores y activistas judíos que redefinieron el judaísmo como un tipo de nacionalismo supusieron que esta concepción iba a proteger a las comunidades judías del peligro existencial que afrontaban en Europa ubicándose en Palestina, el espacio deseado para el “renacimiento de la nación judía”. Durante el proceso, el proyecto cultural e intelectual sionista se transformó en un proyecto colonial de exclusión —no pocos académicos lo denominan con el eufemismo “colonialismo de asentamientos”—, que apuntaba a judaizar la Palestina histórica, sin tener en cuenta que estaba habitada por una población nativa.

A su vez, la sociedad palestina, en su fase inicial de modernización y construcción de una identidad nacional, generó su propio movimiento anticolonial. La primera acción significativa contra el proyecto de colonización sionista se produjo con el levantamiento de Al Buraq en 1929, y no ha cesado desde entonces.

Otro acontecimiento relevante para comprender la crisis actual es la limpieza étnica de Palestina de 1948, que incluyó el desplazamiento forzoso de palestinos hacia la Franja de Gaza desde pueblos sobre cuyas ruinas se habían construido algunos asentamientos israelíes atacados el pasado 7 de octubre. Estos desarraigados formaban parte de los 750.000 que perdieron sus hogares y se convirtieron en refugiados. El mundo tomó nota de estos hechos, pero no los condenó; como consecuencia, Israel los convirtió en rutina para asegurarse el control total de la Palestina histórica y la permanencia del menor número posible de palestinos: produjo la expulsión de 300.000 durante y después de la guerra de 1967, y más de 600.000 de Cisjordania, Jerusalén y la Franja de Gaza desde entonces.

Durante los últimos 50 años las fuerzas de ocupación han infligido un castigo colectivo persistente al pueblo palestino en esos territorios, exponiéndolo a todo tipo de violencias; cuadro que se agravó desde la asunción en 2022 del actual gobierno fundamentalista y mesiánico en Israel. Gaza, donde los niños constituyen más del 50% de la población, sufre desde hace 16 años un asedio implacable en respuesta a las elecciones democráticas ganadas por Hamás —declarada “organización terrorista internacional” por el gobierno argentino el 12 de julio de 2024—. En 2018, la ONU advirtió que en 2020 la Franja de Gaza se convertiría en un lugar no apto para los humanos.

 

 

Colonización y narrativas

Los colonos israelíes practican la lógica de los movimientos coloniales de exclusión europeos: para crear una comunidad de colonos “exitosa” fuera de Europa, hay que eliminar a los nativos del país que se ha colonizado. Como escribí más arriba, esto significa que la resistencia indígena es una lucha contra la eliminación, no sólo por la liberación. Esto es importante al analizar el funcionamiento de Hamás y otras operaciones de resistencia palestinas desde 1948. “La colonización sionista de Palestina difiere en un aspecto básico de la colonización de otros países: mientras que en otros países los colonos establecieron su economía en la explotación del trabajo de los habitantes indígenas, la colonización de Palestina se llevó a cabo a través de la sustitución y expulsión de la población indígena” [2].

“Otros países” eran aquellos en los que se desarrollaban las principales luchas por la liberación: Argelia, que unos años antes había ganado su independencia de Francia —entonces patrocinador de Israel—, y Sudáfrica —cuyo régimen de apartheid era un estrecho aliado de Israel—. Pero Palestina no es una excepción, la historia señala otros lugares donde la población indígena ha sido desplazada o eliminada y, por lo tanto, excluida de la economía política de los colonos, en lugar de ser explotada e integrada como población sometida pero indispensable: América del Norte —antecedente de la simbiosis Estados Unidos-Israel—, Australia y nuestras islas Malvinas, por mencionar algunos.

La idea de que podía eliminarse por la fuerza a los habitantes originarios de un territorio ya era rechazada en los siglos XVI, XVII y XVIII, aun cuando iba acompañada de un importante respaldo al imperialismo y al colonialismo. Hay concepciones y políticas comunes a todo proceso de colonización, como la deshumanización de los colonizados; pero también hay singularidades: cada Estado colono tiene una narrativa que orienta sus políticas. Hace 75 años que Israel simula que los palestinos no son palestinos, son jordanos, egipcios, sirios o libaneses que dicen ser palestinos y pretenden volver a las tierras de las que se fueron voluntariamente en 1948, o “no tan voluntariamente” —Rodolfo Walsh dixit— durante las guerras posteriores a ese año. Como no pueden volver, se convierten en terroristas, son terroristas árabes.

Rodolfo Walsh también afirmó que “es inútil que en el Medio Oriente estos argumentos hayan sido desmantelados, reducidos a su última inconsecuencia. Israel es Occidente y en Occidente la mentira circula como verdad hasta el día en que se vuelve militarmente insostenible”.

Así, lo singular de la colonización de Palestina es que se produjo a mediados del siglo XX y en un lugar con una población nativa relativamente numerosa, con una bien establecida propiedad privada de la tierra, producción y renta del suelo, un Estado y estructuras militares; es decir, en condiciones insostenibles para una operación de este tipo, razón por la cual el sionismo estuvo tratando de ocultarla por más de 75 años, presentando sus acciones como represalias a ataques palestinos. Sin embargo, hoy en Gaza Israel está eliminando a la población nativa delante de nuestros ojos y no se preocupa por “justificar” el proceso. Cambio que remite a mutaciones experimentadas por el sionismo, que no desarrollaré aquí.

 

 

Un clásico: negar los hechos

El 24 de octubre de 2023, una declaración del Secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres, provocó una fuerte reacción de Israel. En su discurso ante el Consejo de Seguridad de la ONU, el máximo responsable de esa organización dijo que, si bien condenaba en los términos más enérgicos la masacre cometida por Hamás el 7 de octubre, deseaba recordar al mundo que no se produjo en el vacío. Explicó que la tragedia que se desencadenó ese día no puede disociarse de 56 años de ocupación.

El gobierno israelí rechazó inmediatamente la declaración y exigió la renuncia de Guterres alegando que apoyaba a Hamás y que justificaba la masacre que había consumado. Medios de comunicación israelíes, como The Jerusalem Post, se sumaron a la protesta afirmando, entre otras cosas, que el jefe de la ONU “ha demostrado un asombroso grado de bancarrota moral”.

Semejante reacción anticipaba que, si antes del 7 de octubre de 2023 Israel había presionado para que se ampliara la definición de antisemitismo con el propósito de incluir la crítica al Estado israelí, a partir de aquel momento sería antisemita todo el que osara contextualizar e historiar el conflicto con los palestinos. La deshistorización no es un déficit, es una estrategia para justificar el genocidio del pueblo palestino: desde el ataque del 7 de octubre han muerto más de 38.000 palestinos, la mayoría mujeres y niños.

Asimismo, ese ataque es utilizado por Estados Unidos para reafirmar su control de la región —y por países europeos para violar libertades democráticas en nombre de una nueva “guerra contra el terrorismo”—: no es verosímil que Israel haya llevado a cabo los asesinatos de los jefes de Hamás, Ismail Haniyeh, en Teherán —donde había asistido a la asunción del nuevo Presidente iraní, Masoud Pezeshkian— y Samer al Hajj, en el sur del Líbano —a lo que siguió la correspondiente respuesta de Hezbollah—, sin la anuencia de Estados Unidos. Entre tanto, hace ocho días, Israel mató a 100 personas en el ataque a una escuela en Gaza, donde había mujeres y niños.

No obstante, para el Presidente Javier Milei, “Israel no está cometiendo ni un solo exceso”.

 

 

 

 

[1] La invención del pueblo judío, Ed. Akal, 2008; La invención de la Tierra de Israel, Ed. Akal, 2012.
[2] The Palestine problem and the Israeli-Arab dispute, Declaración de la Organización Socialista Israelí (Matzpen), 18 de mayo de 1967.

 

 

 

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