En las últimas semanas uno de los temas centrales ha sido qué tipo de medida económica podía tomar el gobierno para “incentivar a los productores a que vendan su cosecha de soja”. En estos exactos términos se definió la cuestión en varios matutinos. Para quienes escriben en dichos medios, no hay nada raro en eso. En el mundo de la antropología, se llama “proceso de extrañamiento” a la desnaturalización de lo naturalizado. Es decir, que quien investiga adopte una perspectiva nueva.
Incentivar a que un vendedor venda no es lo usual en el sistema en el que vivimos. ¿Alguien puede imaginar a un panadero que se levante a las 4 de la mañana a hornear y luego se niegue a vender su pan? ¿O a un heladero que esté en pleno verano negándose a servir un cucurucho? En el mundo capitalista los vendedores quieren vender, y a quienes realmente hay que incentivar es a quienes compran, de ahí toda la industria de la publicidad. Pero claro, acá entra a jugar otra enorme variable que es la especulación.
Entonces resulta que a los grandes productores del agro el Estado los tiene que auxiliar si hay sequía, les tiene que dar créditos amorosos para que compren sus semillas, y luego tiene que convencerlos de que vendan. Se trata del sector social que más usualmente se queja de los “planeros” y cosas por el estilo. Pero tal vez lo más denunciable sea el nivel de unilateralidad que caracteriza el vínculo Estado-dueños de campos, porque no hay reciprocidad. Los empresarios agrícolas exigen pero nada dan a cambio, lo mínimo que deberían garantizar es tener a todos sus trabajadores en blanco, cobrando buenos sueldos. Sin embargo en algunos territorios del país y en algunos tipos de producción en particular, alrededor del 90% de quienes trabajan la tierra no están registrados. Es decir, venden en el siglo XXI pero pagan en el siglo XVI.
Álvaro Ruiz es abogado laboralista, entre 2007 y 2015 fue subsecretario de Relaciones Laborales del Ministerio de Trabajo. Ante la pregunta acerca de por qué estos trabajadores permiten semejantes niveles de explotación, él dijo algo sustancial: “Se naturalizan las condiciones de sumisión”. Y agregó que esto tiene orígenes muy remotos, incluso vinculados al mundo colonial y a lo que fue la “mita” en su momento, un sistema de trabajo forzado que aplicó la Corona española a los indígenas del área andina, que consistía en la realización obligatoria por parte de estos de determinadas tareas vinculadas a la actividad productiva. El tema es que los trabajadores y las trabajadoras rurales han estado siempre por fuera del mundo del trabajo como se lo piensa desde las ciudades. Baste decir, a modo de ejemplo, que durante la segunda presidencia de Yrigoyen la ley 11.544 implantó la jornada de 8 horas, pero con la expresa exclusión de los trabajos agrícolas, ganaderos y del servicio doméstico. O para decir algo actual, el propio Álvaro Ruiz señalaba que es usual que en determinados índices ligados al empleo el trabajo rural no esté incluido. Esta separación profunda lo pone como en un lugar lejano, física y conceptualmente. Probablemente si se le preguntara a cientos de personas qué cosas debería mejorar un gobierno, sería muy bajo el porcentaje que mencionaría las condiciones laborales de las personas que trabajan la tierra. En algún punto, el grueso de la población ni siquiera hace propia esta demanda. Quizá este sea uno de los motivos que torna tan difícil cambiar el paradigma.
Otro problema grande es la cuestión de la costumbre, de la que se hace un uso político. Los grandes terratenientes apuestan a la vanguardia cuando les sirve y a la tradición cuando les conviene. Ruiz recordaba que cuando en 2008 se logró en el marco de la disputa por las condiciones laborales reducir la jornada a 8 horas, un señor de campo le dijo que las vacas paren a cualquier hora y que por ello en el campo se trabaja de sol a sol. Que siempre ha sido así. Las mujeres también parimos a cualquier hora y por eso los obstetras hacen turnos. No hay una naturaleza del trabajo que justifique trabajadores sin derechos, y aquí Álvaro hacía alusión con contundencia a que las herramientas del Estado para mejorar las condiciones están pero que falta vigor sindical, falta poder gremial para dar vuelta la taba.
El lado más oscuro son los casos de trabajo infantil y trata de personas. Pero sin ir tan lejos, hay realidades usuales como el registro de trabajadores donde las horas laborales que se declaran no son las reales, o lo mismo con los honorarios. Justamente en estos días, a través de un operativo realizado por el Ministerio de Trabajo de la Nación y la AFIP, se detectó que el 37% de los stands en la exposición anual de la Sociedad Rural tenía trabajadores sin registrar. Si así se manejan en pleno Palermo, qué se puede esperar para los sitios recónditos donde a veces los trabajadores no tienen señal telefónica para denunciar.
El camino de la legislación
El Estatuto del Peón Rural fue sancionado el 17 de octubre de 1944. Exactamente un año después el pueblo ocupaba las calles de una forma sin precedentes. Valorar este hito en la historia de lo popular excede a peronistas o no peronistas, fue un hecho crucial para la construcción política. Fueron medidas de este calibre las que cambiaron el curso en la autopercepción de los trabajadores y los habilitaron a salir a demandar aquello que les correspondía. De hecho el Estatuto tenía la limitación de que sólo se refería a los trabajadores permanentes y esto fue subsanado tres años después, en 1947, con la Ley de Cosecheros que venía a complementar el régimen ya existente. El 11 de septiembre de 1974 se sancionó la Ley de Contrato de Trabajo que impulsaba la armonización de los derechos consolidados en esa legislación general con los estatutos especiales, entre ellos el del Peón.
Álvaro Ruiz señala cómo en 1976, a menos de un mes de haber comenzado la dictadura cívico-militar, la reciente Ley de Contrato de Trabajo fue ya reformada y una de las modificaciones fue la exclusión expresa de su aplicación a los trabajadores rurales. Luego en 1980 se dictó el Régimen Nacional de Trabajo Agrario, dado que el Estatuto del Peón y la Ley de Cosecheros habían sido derogados. Esta normativa dictatorial directamente le prohibía a los trabajadores hacer huelga, que en la Argentina es un derecho constitucional. Además, definía que el descanso entre jornada y jornada podía ser de 10 horas (en lugar de 12) y no ponía límite a la cantidad de horas laborales máximas ni diarias ni semanales. Con este esquema un trabajador podía llegar a trabajar 60 horas en una semana. Es trascendente visualizarlo porque siempre sigue prevaleciendo la idea de que el objetivo del gobierno de facto fue eminentemente ideológico, cuando los motivos económicos y el disciplinamiento de los trabajadores fueron tan importantes como combatir determinadas posturas políticas. Para los trabajadores rurales, la dictadura implicó un retroceso feroz en sus derechos.
El 3 de diciembre de 2008 la Comisión Nacional de Trabajo Agrario, justamente presidida en ese entonces por Alvaro Ruiz, fijó las 8 horas máximas, entendiendo que esto estaba incluido en las condiciones laborales que eran materia de la Comisión. Fue un avance estructural, inédito. El límite de las 48 horas semanales vino acompañado de otras medidas como el pago de horas extras y el fin de la semana los días sábado a las 13. Otro suceso importante del año 2008 es que Ruiz participó, como delegado argentino, de la conferencia anual de la OIT en la cual por primera vez después de 20 años, se organizaba una comisión sobre trabajo rural, lo cual da cuenta de que las complejidades para abordar las labores propias del agro como cualquier otro trabajo no son exclusivas de la Argentina. Estos dos antecedentes, la resolución de las 8 horas y la participación en la OIT, motivaron a Ruiz a plantearle al entonces ministro Carlos Tomada la posibilidad de hacer una reforma profunda y volver al Estatuto del Peón, renovándolo.
Esta es la génesis de la actual ley 26.727, sancionada en 2011. Aquello que la Comisión había logrado como resolución tomó cuerpo de ley, y a su vez la semana laboral del campo se redujo a 44 horas. Otro cambio sustancial fue que a los trabajadores permanentes y temporarios se agregó una tercera categoría: los “permanentes de prestación discontinua”, estos eran aquellos que un mismo empleador contrataba en dos ciclos consecutivos. Esto implicó el derecho a ser convocados nuevamente en el siguiente ciclo, es decir, en palabras de Ruiz, “esto les daba estabilidad y derechos indemnizatorios”. Por otro lado, uno de los avances de la legislación y que fue llamativamente uno de los puntos más rechazados por los empresarios, fue que los trabajadores tenían derecho a hacer una o dos llamadas diarias, lo cual no solo les daba la oportunidad del contacto con sus familias sino también la herramienta para comunicarle al Estado si las condiciones no estaban siendo de dignidad. Vale aclarar que ha habido casos en los que ni el agua estaba garantizada para los trabajadores.
Es mucho lo que se ha avanzado. Tal vez si la ética empresarial fuera real, no sería necesario legislar cosas tan básicas como que un trabajador puede tomar agua e ir al baño. Pero hay que saber con qué bueyes se ara para hacer política en serio. La ley 26.727 prevé las herramientas para modificar las estadísticas en la Argentina. No puede normalizarse que el 62% de los trabajadores rurales estén sin registrar. No en este siglo. No al valor que cotizan los commodities.
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