La cachetada
Las reconciliaciones son gestos vacíos, solo cuentan si van acompañadas de un cambio definitivo
A unas pocas cuadras de la Escuela de Música de la Universidad existía un café con enormes ventanales que se llamaba El Buen Gusto. Hacia el fondo, en el vientre de ese café, había una mesa que parecía un conjunto escultórico. A diferencia de todas las demás, llenas de charlas y movimiento, esta mesa apartada era un fogón de seres inmóviles alrededor de un fuego ficticio. Todo era silencio hasta que un jugador movía el peón equivocado y allí estallaba la desaprobación o el aplauso.
En ese Tucumán de fines de los '80, donde la enorme mayoría de mis maestros y vecinos había votado a Bussi como gobernador, esa mesa era un rincón mágico al que yo, con mis 18 o 19 años, me escapaba en las horas muertas que quedaban entre las materias del conservatorio.
Todos eran mucho mayores que yo. Sin embargo, tras un prolongado tiempo pagando derecho de piso como ‘observador’, lentamente y con mucho esfuerzo me fui convirtiendo en un pésimo jugador, como todos los demás, y así me gané la entrada a ese circo.
Valió la pena. En ese extraño lugar encontré a una de las personas más interesantes que conocí en mi vida. Lamentablemente lo conocí cuando yo era demasiado chico, un adolescente desesperado por dejar para siempre esa ciudad. El diminuto hombre, contorsionado por la parálisis espástica, estaba condenado a una silla de ruedas de por vida. Cuando veía una mala jugada se enloquecía como tratando de zafar de un chaleco de fuerza y yo, en la ebriedad de mi inmadurez, creía que su familia lo dejaba en el bar sólo para que se entretuviera.
Luego de algunas semanas comencé a descifrar su lenguaje de ruidos, ese idioma agónico que todos en la mesa parecían comprender perfectamente.
Mi estupidez recibió un baldazo cuando lo vi demoler en el tablero a muchos, incluso a los más temidos. Quizás debido al enorme esfuerzo que le requería hablar, usaba siempre las palabras precisas, como balas. Al final de cada frase quedaba tan agotado que daban ganas de abrazarlo. Cuando empezamos a comunicarnos me di cuenta de que yo había sido mucho más tonto de lo que pensaba. Pancho Galíndez era simplemente brillante.
Todos tomábamos turnos para sostenerle el café con leche que él tomaba con una bombilla y hasta los viejos más amargos le limpiaban con afecto las migas que caían sobre la barba frondosa.
Ese hombre, que se autodefinía como una “ikebana humana”, todas las noches se convertía en un dios. Tomaba firmemente con su mano izquierda el índice de su mano derecha y con una determinación de acero tipeaba en una vieja Olivetti.
Así escribió y publico poesía, crítica de cine y teatro, cuentos y una novela que no llegó a terminar. La primera vez que vi a Pancho en este tormentoso proceso me emocioné. No creo que pudiese ‘embocar’ más de dos o tres letras por minuto. También así, dictándome las movidas a duras penas, me destrozó al ajedrez cada vez que quiso.
Pancho Galíndez estaba en El Buen Gusto desde las diez de la mañana hasta que atardecía. Tenía ojos felices, expresivos y hablaba con un amor enorme de su padre, de quien había heredado la pasión por la literatura. Muchas veces lo encontré con la mirada fuera del tablero, observando a los jugadores y a los espectadores que esperaban su turno. Era un hombre de una dulzura incomparable y a la vez dueño de una lengua filosa, ácida e inteligente.
Conocer a Pancho fue ganar la lotería. Con el ajedrez de fondo, nos divertíamos conversando sobre la vida mientras esperábamos nuestro turno para jugar.
Obviamente, el combustible que mantenía vivo aquel fogón era la rivalidad. Un ecosistema de pequeñas tensiones y deseos de revancha que eran fundamentales ya que de allí surgía el afán de jugar mejor y ganar. Pero más allá de las pequeñas vendettas se vivía un clima ruidoso, amigable, donde los desarreglos se parchaban con bromas o puteadas inofensivas. La Argentina en una molécula.
Las reglas estaban siempre ahí, todos las conocíamos, pero a la vez la conveniencia y el amiguismo —aquella tóxica herencia de nuestra cultura católica de creer que la ley es una sugerencia— creaba enojos, discusiones y crujidos. Desencuentros temporales y otros no tanto. A la distancia creo que la única regla que se cumplía a rajatabla era violar la ley…
Cuando la cosa se desmadraba demasiado, todos reclamaban orden: “Los de afuera son de palo”, “Pieza tocada, pieza movida”, “las señas y los guiños a los jugadores están prohibidos” y a la media hora todos estaban dando consejos, opinando y los que jugaban cambiaban decisiones que habían tomado hace medio segundo. En medio de un berrinche uno se excusaba porque que el otro había hecho lo mismo la semana pasada, y ese otro alegaba que fue víctima de la misma excepción jugando con un tercero en el verano del '74. Los mozos los retaban enojados porque las risotadas y los gritos espantaban la clientela. Todos ponían cara de 'sí mamá" y a la media hora, puntualmente, volvía el cabaret.
En las tardes de lluvia la mesa del fondo se convertía en un pequeño coliseo: dos jugadores en el tablero y tres o cuatro pegados a la mesa esperando su turno para reemplazar al perdedor. Este núcleo apretado estaba rodeado de comentadores, opinadores y comediantes —algunos parados— que desde sus balcones tiraban bolitas de migas de pan al que se demoraba demasiado. Los muros del mini estadio estaban formados por un círculo de sillas con bolsos, sacos y sobretodos.
Muchos eran comerciantes que trabajaban o tenían negocios cerca del café. Algunos años más tarde me di cuenta que no conocía el nombre de ninguno de ellos, solo los apellidos o sus apodos: Safarsi (cuyo principal problema, decía, era estar “enfermo de lucidez”), Vivas, “el doctor”, “el ingeniero”…
A mí me hacía reír un tipo muy gordo que relataba las partidas que él mismo jugaba como si fueran un partido de futbol. Otras veces las relataba como un match de boxeo, o como una carrera de caballos, pero el fin era siempre el mismo: hacía reír tanto al oponente que lo desconcentraba y entonces venía la paliza.
La mayoría estaba ahí hasta que alguien llamaba al café para que vuelvan a la inmobiliaria o al consultorio porque había llegado un paciente. Eran quizás sobrevivientes de un Tucumán antiguo, más provinciano aun, de una época donde el mundo giraba a una velocidad menos enloquecida.
Una tarde entré al café, creo que hacía frío porque recuerdo la gran rueda de camperas y sacos sobre las sillas que rodeaban el scrum. El pequeño coliseo estaba lleno, ruidoso y en la mesa, ganando todas las manos, estaba Spadafora en una tarde magistral. Por alguna razón inexplicable, hasta el más mediocre de los jugadores solía tener a veces una tarde mágica, donde todo funcionaba. Escuché que llevaba horas sin que nadie lo destrone de su silla. Pedí mi café y me senté en las antípodas de Pancho para poder intercambiar algún guiño cómplice cuando descubríamos alguna movida envenenada.
Cuando le llegó el turno de jugar al arquitecto Pelli —no al famoso sino su a sobrino— el tipo se acomodó en la silla todavía tibia que había dejado la última víctima de Spadafora. Pelli era un hombre alto, elegante y bonachón. Trompetista aficionado al jazz.
Los que rodeaban la mesa parecían chicos eléctricos, gritando algún aliento para Pelli, frotándose las manos, deseando que finalmente alguien saque a este rey que parecía remachado a la silla.
Con las primeras movidas toda la excitación se convirtió en un profundo silencio y una docena de búhos quedaron petrificados, esperando mudos desde sus respectivas ramas que se abriera el telón de este nuevo drama.
Así empezó la pulseada. Pasaron la apertura y el medio juego, pero cuando la partida llegaba a su punto de máxima tensión, Spadafora movió la pieza equivocada. En una fracción de segundo descubrió el error y con la velocidad de un relámpago volvió la pieza y movió otra.
Pelli tuvo una actitud amigable, restó importancia a la infracción y con un gesto de “siga siga” respondió la jugada. Spadafora retomó el control, y con una seguidilla de movidas brillantes comenzó a demoler a Pelli. No sólo lo demolió rotundamente, sino que, mientras lo hacía, se reía socarronamente de su adversario, aquel que le había perdonado la jugada ilegal. En el medio de la risa burlona, el gigantón Pelli se puso de pie, dijo: “Usted es un atrevido” (o “un irrespetuoso”, no recuerdo bien, pero me llamó la atención que usó la palabra “Usted”) y en la cara de Spadafora sonó la cachetada más fuerte que escuché en mi vida. Lo levantó de la silla, pero no de la forma que todos esperaban.
Spadafora desorientado intentó saltarle encima y la montonera que trató de separarlos, creó más lío aún. En el tumulto volaron las piezas del tablero, las sillas, los pocillos y las cucharitas.
Pancho quedó atrapado en el medio del caos y el café se convirtió en una opereta de puteadas. Creo recordar a Spadafora dirigiéndose hacia la puerta, amenazando a los gritos con llamar a su abogado. Pelli salió poco después, enojado también por no tener un claro apoyo. En el medio otros se insultaron un poco, recriminándose cuentas pendientes de partidas prehistóricas.
"Spadafora no tuvo tiempo de sacar la espada", gritó el gordo mientras se iba riéndose. Las señoras que tomaban el té cerca de los ventanales se fueron también y la fiesta se acabó. Yo llevé a Pancho a una mesa más apartada mientras los mozos enojados, levantaban los platos rotos y limpiaban el piso. Nos miramos con una sonrisa de incredulidad ante la locura que se había desatado. Ambos sorprendidos, y un poco tristes quizás, al ver que aquel grupo de amigos de café que siempre bromeaban se convirtió en una masa agresiva e impredecible en un instante.
Para mí la cosa era muy clara, y creía que para Pancho también: Spadafora se la buscó. Hizo una movida ilegal, Pelli se la perdonó, le dejó corregir el error y Spadafora festejó la inmerecida victoria haciéndole burla frente a todos, esa fue la raíz del lio. Pero para Pancho yo estaba equivocado. “La culpa es de todos”, dijo. En palabras que no recuerdo, me señaló que todos violamos las reglas, las arreglamos a nuestra conveniencia, se las dejamos pasar a nuestros amigos y nos ponemos inflexibles con los que tenemos pica. Y de esa sopa de grises surgió la violencia.
Poco después, apenas pude, me fui de Tucumán. A comienzo de los '90 una empresa de electrodomésticos demolió El Buen Gusto para construir uno de los negocios más horribles de la ciudad. Alguien me contó una vez que sus jugadores quedaron dispersos en otros bares “como hormigas a las que les habían pateado el hormiguero”, que se los veía pasar por el frente del demolido café mirando a los escombros como “huerfanitos abandonados”.
Aunque no volvía a Tucumán muy seguido, siempre que lo hacía visitaba a Pancho. Nuestro cariño seguía intacto y verlo era darse un chapuzón de felicidad. Nos intercambiábamos algún libro y nos reíamos como si nos hubiésemos visto dos días atrás. Una vez me regaló su último libro y al abrirlo en el ómnibus de vuelta a Córdoba descubrí una poesía dedicada a mí y a mi padre. En el hospital donde mi padre trabajó hasta la noche en que lo secuestraron jamás hubo un recordatorio.
La comunicación a la distancia era imposible, pero Pancho estaba siempre presente de alguna forma, en un recuerdo o en el deseo de compartir un café. Una noche de febrero del 2003, mientras escribía la pagina 211 de su primera novela, Pancho se recostó a descansar y nunca más despertó.
Nunca supe si Spadafora y Pelli se reconciliaron. En términos prácticos no hubiese tenido importancia alguna ya que las ‘reconciliaciones’ son gestos vacíos. Expresiones de deseo que solamente cuentan si van acompañadas de un cambio definitivo en las causas del problema.
Creer que el futuro del país radica en unirnos con ‘reconciliaciones’ es igualmente un deseo infantil, resaca quizás de un pasado donde el señor policía, el juez o el cura tenían un aura de honestidad similar a los personajes de Disney y la sociedad aspiraba a ser una canción de Palito Ortega.
La democracia y la política, como todo enfrentamiento de fuerzas, necesitan reglas claras de las que todos, sin excepciones, seamos sus esclavos para poder competir sin destruirnos.
Tristemente, la realidad es que aun acarreamos esta enfermedad, esta mala educación que nos hace ver la ley como una plastilina a la que moldeamos a imagen y semejanza de nuestras conveniencias. Flexible con los propios, tirana con los adversarios. De esa inmadurez social surge esta realidad tóxica que todos odiamos y a la vez fomentamos.
Mientras tanto, un amplio sector de la justicia se ha convertido en una banda de mercenarios, extorsionadores y servicios disfrazados de periodistas dispuestos a todo. Son hijos de esa educación, una asociación donde los escrúpulos se compran y venden al mejor postor.
El movimiento pendular de la política, que nunca va a detenerse, se alimenta de discordias y consensos. Pero si en esta disputa se aceptan excepciones y arbitrariedades al estado de derecho crearemos un polvorín con consecuencias potencialmente catastróficas para todos, ya que de las excepciones a la ley surgen las tragedias.
Esta justicia engangrenada es también la condena de nuestro futuro ya que nadie —excepto piratas y saqueadores, o idiotas— invierte en un país con reglas de juguete o mafiosas.
Así como las mujeres de nuestro país confrontaron la dictadura y hoy enfrentan con valor estructuras y creencias medievales en las calles y en todos los ámbitos posibles, así también, la sociedad argentina en su conjunto debería seguir el ejemplo y poner entre sus reclamos más urgentes un profundo cambio estructural en la justicia y el respeto por la ley.
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