LA BUENA LECHE

 

Tenía un camisón nuevo que había llevado, pero no me entraba de lo enormes que tenía las tetas. Así, como dos sandías parecían, era una cosa impresionante.

Ya cuando tuve a mi primera hija había tenido muchísima leche, así que cuando fui a tener al segundo bebé las enfermeras se acordaban y en seguida me vinieron a hablar. En aquel tiempo era muy común. Se compartía la buena leche. En el hospital había un banco pero a veces no daba abasto, y como yo tenía de sobra, me vinieron a pedir.

Primero para unas bebés mellizas, que habían nacido prematuras. Eran muy chiquititas, aunque estaban bien formaditas, lindas, ya no se parecían a un feto. La familia tenía otras hijas más grandes y esperaban algún varón. En aquella época no se podía saber nada del sexo del bebé mientras estabas embarazada, así que cuando nacieron recién se enteraron. El padre salió a las puteadas al ver que eran dos nenas más. A la mujer entonces le dio tal disgusto que se le cortó la leche y no las pudo amamantar. Yo les di.

Después me vinieron a pedir para otro bebé que tenía muchos problemas de salud. No sé cuantas cosas tenía, un pobre chico con muchísimas dificultades, esto y aquello me dijo la enfermera y yo le di y le seguí dando durante mucho tiempo. No lo conocí a ese bebé, pero lo que sí me acuerdo es que era hijo de un militar. Yo me sacaba la leche que me explotaba de las tetas y la ponía en unas botellitas de vidrio que tenía ahí, siempre esterilizadas, y las guardaba en el refrigerador. Todos los días a las 8 de la mañana las pasaba a buscar un oficial del ejército. Un muchacho joven, que venía con un camioncito verde hasta la puerta de mi casa para llevarse las botellitas.

¡Tanto tiempo pasado! Ya está… o ya fue, como se dice ahora. Aunque a veces me pregunto qué habrá sido de esos chicos. Pasaron tantos años, anda a saber qué serán, ¿verdad? Una siempre quiere pensar cosas buenas, ¿no?, que de un acto solidario de amor nada puede salir mal.

Pero es curioso, porque el día que leí en el diario lo del enfrentamiento tuve esa sensación tan extraña. Dicen que los mamíferos pueden reconocer a la madre por el olor de la leche, pero yo en cambio reconocí a mi hija. No la nombraban en ninguna parte pero yo supe al instante que los milicos lo habían hecho, y que ella no estaba más. 25 años después de haberla parido, volví a sentir ese olor inconfundible y profundo de la propia leche emanando del cuerpo. Volví a ver el camioncito del ejército parado en la puerta de casa. La sonrisa del oficial.

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