LA BELLE ÉPOQUE DE AQUELLA HIGH CLASS
El investigador Leandro Losada retrata la clase dominante en el 1900
“Usaba un cuello como el de los sacerdotes, prendido detrás, ajustado por una estrecha barra de oro, y la corbata ‘plastrón’ de raso negro iluminada por una turquesa rodeada de diamantes. Vestía levita con solapas de seda, pantalón con pequeños cuadros blancos y negros, el chaleco color borra de vino, cruzado por una gruesa cadena de oro con sonoros dijes colgantes. Las manos pulcras, de afilados dedos, cargados de anillos con zafiros y brillantes. La manera de tomar el monóculo, con aro de carey, que colocaba con naturalidad en su ojo inquisidor bajo las cejas hirsutas y levantiscas; las pulseras de oro y el bastón de malaca con iniciales cinceladas en el puño; los botines de estrecha punta y lustroso charol negro, constituían un conjunto original que provocaba mi admiración”.
Tremenda descripción de Lucio V. Mansilla (Buenos Aires, 1831-Paris, 1913) apenas después de Excursión a los indios ranqueles (1870), cuando figuraba con el título honorífico de ser uno de los cinco dandies porteños (los otros fueron Manuel Quintana, Fabián Gómez y Anchorena, Bernardo de Irigoyen y Benigno Ocampo). Como podrá apreciarse, lo que se dice familias de alcurnia, forrados en guita, ligados al poder político, en fin, clase dominante. Encuadrados tradicionalmente dentro de la aristocracia, tal vez ateniéndose al término griego como “gobierno de los mejores”, resulta harto cuestionable. Tal vez cabría la nacional y popular noción de oligarquía, en la misma etimología: degeneración de la anterior, aunque asimismo término dudoso en sentido estricto. Por el momento caracterizar “alta sociedad” resulta una aproximación superficial aunque entendible para circunscribir a esa clase cuyo esplendor se desarrolló en el medio siglo transcurrido entre el último tercio del siglo XIX y el primero del XX.
Usos, costumbres, filiación, personajes, estilos, glorias y caídas de ese sector social tan mentado como poco recorrido, son las que el historiador Leandro Losada (Buenos Aires, 1976) investiga al detalle en su tesis de doctorado vertida al lenguaje accesible sin perder un ápice de profundidad. La alta sociedad en la Buenos Aires de la belle époque, reeditado por la Universidad de Quilmes con un prólogo dedicado a extensiones y ajustes epistemológicos, describe a lo largo de casi 370 páginas las marcas de identidad que la high society porteña supo, quiso o pudo —vaya a saber— proyectar hacia la nación toda y cuyas estribaciones, dispersas, mutantes, salpican hasta el presente. Autorrepresentada como una elite directriz de conductas familiares, religiosas y políticas, esgrimió su peculiar construcción de distinción social como ariete de penetración cultural, modelo a seguir, regidor de principios. High society y belle époque aparecen en forma recurrente como marco de referencia significante al aludir los respectivos faros idiomáticos, Londres y París, de donde esta suerte de nobleza sudamericana —un oxímoron— capturaba su reflejo. A tal fin, recién a mediados del siglo XIX, cuando la aldea del puerto comenzó a alzarse ciudad de remedo metropolitano, debió despojarse de aquella rusticidad criolla, provinciana, propia de su situación periférica respecto a las metrópolis europeas. A medida que transcurría esa renegación, incorporaba los atributos de sofisticación —materiales y simbólicos— que le permitían los tiempos de vacas gordas, muy gordas.
Una economía agroexportadora permitió a un puñado de familias bonaerenses convertirse en poderosas terratenientes, a veces propietarias de más de cien mil hectáreas. Con sus consiguientes fortunas en pesos fuertes, que les consentían extensos viajes a Europa. Antes de embarcarse, regalaban o remataban muebles y ajuares ya que al regreso traerían los últimos gritos de la moda y el confort. “Tirar manteca al techo” distaba de ser una metáfora de despilfarro, entre la multitud de escenas paradigmáticas relatadas por Losada que agilizan e ilustran la investigación. El autor retrata al detalle una comunidad cerrada sobre sí misma, dispendiosa, estirada, con no pocos desajustes respecto a sus modelos transatlánticos. Tampoco en vano los primeros ricachones llegados del proceloso Plata a los imperios recibieron el mote de rastacueros, por la materia prima que engrosaba sus arcas. Condición manifestada en desajustes ominosos respecto a la nobleza que procuraban replicar. Grasadas, bah: “Era un tanto chocante advertir que asistían a misa de Jueves Santo ataviadas con vestidos de noche”. Asimismo, atentados a las maneras de mesa: “Son ultra bohemios. Se leen periódicos, unos a otros se gritan vehementemente; estiran sus extremidades debajo y a través de la mesa; engullen sus cuchillos hasta la mitad; (…) gesticulan y se inclinan a través de la mesa en el calor de una discusión”. Algo parecido en términos educativos, donde “entre las niñas y las damas se percibía que les falta emulación para adornar su inteligencia, no se ocupan de adquirir ese barniz literario y artístico al que tan aficionadas son las mujeres de las sociedades europeas”. El choque cultural incluía sincretismos, al menos gastronómicos: “Denominar con palabras extranjeras los platos tradicionales (huevos de tero a la Ritz con croûtons)”.
Sistemática de por sí, la investigación de Losada delimita para la clase dominante tres fuentes originarias: las familias coloniales pudientes de ancestros españoles, dedicados al comercio y a la política ciudadana; los ciudadanos inmigrantes tempranos, residuales de la apertura comercial, profesionales liberales o especializados en exportación e importación; finalmente las familias provenientes del interior del país, atraídas al puerto no menos por la política que por los negocios, a partir de 1880. Un poderosa endogamia social se produjo entre estos sectores, momento en que, con el camuflaje de los apellidos compuestos de la nobleza europea, se sumaron los patronímicos maternos luego de los paternos, como Álzaga Unzué, Anchorena Castellanos, Blanco Villegas, Pereyra Iraola y tantos otros: los dobles apellidos, sello lacrado de distinción. Como los muebles, adornos y ajuares traídos de Europa, los linajes superpuestos constituían un techo, material y simbólico respectivamente, a la vez remitentes a un status y a una estirpe; barrera infranqueable para recién llegados, oportunistas y advenedizos. Aldeas patricias enclaustradas en sus propios cobertizos, los clubes Del Progreso, Círculo de Armas, y el Jockey, por supuesto hasta hoy, sectario y excluyente, machirulo.
Por aquello de los protocolos académicos y su consonancia con los raros peinados nuevos en las confortables decisiones editoriales, las conclusiones de investigaciones y ensayos se instalan en forma mecánica al concluir los textos. Nada indica que siempre ha de suceder de tal modo, mas, como en La alta sociedad…, el libro, donde el autor se despacha a sus anchas con ideas y conceptos de alto voltaje y notable proyección. Acaso incluir este capítulo al principio ahorre al lector ambigüedades o consideraciones equívocas, puesto que recién en ese colofón terminan de abrocharse conceptos cruciales que en nada cambian y en mucho aclaran, instalados al inicio. Como la discusión acerca de las características diferenciales entre clase dominante, patriciado, aristocracia y oligarquía, nada menos. Leandro Losada logra enhebrar un trabajo exhaustivo del que, dicho sea de paso, difícil es dejar de equiparar. Vale sí contrastarlo con una amplia bibliografía al respecto (Viñas, Jitrik, hasta Jauretche), la propia literatura de la época (Mansilla, Cambaceres, Cané, Payró, del Campo, etc.), ensayos de sociología literaria, tal el de Adolfo Prieto que reseñáramos en estas páginas la semana pasada y que cubre el mismo período, dedicado al surgimiento de la cultura popular, en la antípoda.
En pocas líneas, durante las conclusiones (más bien alusiones dignas de prologar), Losada rescata el valor del estudio de la belle époque como un epítome de los cambios, el resumen de toda una época donde se manifiestan los efectos de la evolución capitalista a escala mundial y su reflejo rioplatense, incluyendo sus difusiones culturales. Incorpora la variable económica, articulándola a la específica estratificación social porteña, distinguiéndola de otras tradiciones como el de las aristocracias estadounidense, chilena o brasileña. Al mismo tiempo, señala cómo la pretensión aristocrática “fue la forma en que las élites tradicionales pretendieron resguardar su status ante la movilidad social y la aparición de los nuevos sectores sociales surgidos con el avance de la modernización capitalista”. Para el caso porteño, carente de linajes prestigiosos del período virreinal o títulos nobiliarios, la clase dominante construyó —acaso a su pesar— una matriz republicana e igualitaria “sobre consumos y comportamientos, y sobre las formas de llevar adelante la vida social; en suma, sobre un estilo de vida”. Un estilo y sólo uno, agreguemos: el propio, “más allá de de las innegables motivaciones egoístas o hedonistas que hay detrás de acciones semejantes, fueron también, lo quisieran o no, lo pensaran o no sus artífices, una manera de marcar un lugar en la sociedad”.
Efectos colaterales, vaya la paradoja, en que “la high society porteña del cambio de siglo era un conjunto de gente elegante en sus maneras de proceder; un poco afectada, pero con una diferencia notoria si se la comparaba con el paisaje rastacuero que la recubría hasta el último tercio del siglo XIX. En alguna medida, el hecho de que la la alta sociedad fuera juzgada desde los parámetros que ella misma se fijó (…) es un signo de su éxito”. Corrobora este hecho, agrega el autor, que los amenazantes advenedizos, chupamedias y oportunistas, es decir una muy pequeña burguesía alineada y alienada en esa clase, “no hubieran existido si quienes alcanzaban fortuna y riqueza gracias a la prosperidad de la época hubieran entendido que las exigencias de la élite eran infundadas e irrelevantes (…) todo lo cual es, por lo demás, una evidencia de cómo los aspectos simbólicos inciden en prácticas y conductas”. Dicho de otra manera, se produce en los valores sociales aquellos efectos paralelos de la producción en serie capitalista: “La mitigación de las diferencias entre lo genuino y la copia”. Al clausurarse el ciclo de la belle époque junto con la Primera Guerra Mundial, el voto universal, masculino y obligatorio y la creciente conflictividad social, el liberalismo modernizador fue reemplazado por un conservadurismo recalcitrante y represivo. El control social se les fue de las manos. La conversión oligárquica de la clase dominante es “un síntoma de la aparición de la sociedad de masas”, del aislamiento de las familias tradicionales “en aras de conservar su exclusividad, cuando la sociedad de Buenos Aires iba adquiriendo ese carácter masivo”; descomposición efecto de su propia rigidez. Las ideas en su lugar, en la historia y en el libro, al menos para el lector conviene colocarlas al principio.
FICHA TÉCNICA
La alta sociedad en la Buenos Aires de la belle époque
Leandro Losada
Bernal, 2021
378 páginas
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