Un cincuentón con una chica de 16 simularon ser pareja, redujeron al conserje del hotel alojamiento y dieron la señal para que ingresara un camión de gaseosas cargado con guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) que habían tomado el vehículo al mediodía de ese 23 de diciembre de 1975. En el telo retuvieron a los amantes y se hicieron de una docena de autos con los que habrían de salir en caravana.
Al volante del camión iba Jorge H. Moura –hermano de los futuros músicos de Virus–, tildado de “servicio” en la facultad por ser bombero de policía. Los militantes del ERP se reían de esas fantasías: Moura sería el primero en entrar al cuartel.
Transformaron el Camino General Belgrano en el equivalente al Muro de Berlín. La batalla Este-Oeste tendría a la derecha (visto el mapa desde Capital Federal) al Ejército occidental y cristiano. Desde oriente, la izquierda que cruzó la grieta a su modo.
A las 18.48, con un brusco giro, Moura chocó el portón que cerraba el conscripto Jorge Bufalari, quien salió despedido y quedó con conmoción cerebral. Detrás, nueve vehículos con 56 combatientes se abrieron en abanico hasta zanjas y montículos a veinte metros de la Guardia Central, desde donde fueron ametrallados. Enseguida cayeron un par de jefes del ERP, un montonero, un uruguayo y Hugo Boca, quien estaba a un mes de cumplir 18 años.
Los esperaban desde una torre el coronel Eduardo Abud y el mayor Roberto Barczuk. El jefe, general Omar Gallino, había preferido ausentarse. Otros oficiales corrían a esconderse. Dejaron en la primera línea de tiro a los suboficiales Ramón Saravia, Roque Cisterna y a los soldados.
El conscripto Manuel Ruffolo, desde un pozo de zorro, disparaba a quien se cruzara. Fue muerto por Osvaldo Busetto, quien corrió hacia la Guardia Central, al igual que el soldado Horacio Botto, pronto alcanzado por un tiro en la axila que lo dejó tendido con el brazo inmovilizado, lleno de miedo mientras escupía sangre.
También perdieron la vida los colimbas Enrique Grimaldi y Raúl Sessa; uno –creyó ver el soldado Oscar Torregino– fue muerto por los oficiales escondidos en el Casino.
Con una ametralladora MAG, Cisterna los mantenía a raya, por lo que dos guerrilleras se arrastraron a arrojarle granadas. Malherido, mató a una tercera, Mónica Lafuente.
Otros guerrilleros encontraron a Botto. Uno gritó: “Matalo”. El que lo apuntaba contestó: “¡No! Es un colimba”.
En el Puesto de Verificación (al norte) los conscriptos Torregino y Daniel Benítez subieron al techo a esconderse. En la Guardia, otro colimba saltó sobre un guerrillero que apretó el gatillo y alcanzó en el pecho al soldado Roberto Caballero.
Los combatientes alcanzaron la pared de la Compañía. Tiraron una granada que hirió al soldado Roberto Fontana e hicieron cesar la resistencia.
Dos bandos, a uno y otro lado de la pared, aguardaron tensos.
Entonces apareció una avioneta a tirotear los techos de chapa.
Por detrás
Por el fondo del cuartel que da a la avenida Donato Alvarez, 17 guerrilleros tomaron a los soldados Miguel Falcón y Germán Kasen. “¿Dónde está el galpón 30?”, preguntaron. Los dejaron, sin rasguños. Un subgrupo llegó hasta el alambrado del Galpón donde suponían que estaban las armas que buscaban para seguir la revolución cuando apareció una tanqueta que los persiguió a tiros.
En todos los focos de combate, los del ERP gritaban a los soldados:
–¡No tiren! ¡La cosa no es con ustedes! ¡Larguen los fusiles y rajen!
En otro punto, Víctor Bruschtein se acercó a un colimba herido que lloraba.
–Quedate boca abajo, sin moverte, así no te duele tanto.
Cuando oyó más tiros el soldado quiso meterse dentro de una rejilla.
El sargento “Tomás-Panchú” Juan Benítez empezó a hablarle:
–Calmate, flaco. Está todo bien. No te vamos a hacer nada.
–¡No me maten!
–No, quedate tranquilo que no te vamos a matar.
Acarició la cabeza del soldado. El guerrillero tenía ocho tiros encima.
Contenciones
Para retrasar la llegada de las Fuerzas Armadas y de seguridad, el ERP había dispuesto barricadas en los puentes que unían la Capital Federal con el Conurbano sur.
En una el agente Armando Almirón ametralló al que pudo y recibió un escopetazo. Intentaba cambiar el cargador cuando explotó una granada que levantó su patrullero hacia atrás y a la derecha. Herido, sin el ojo izquierdo, continuó con su pistola hasta perder el conocimiento.
En puente La Noria, detrás de un auto, Hugo Colautti tiroteó a los que llegaban: granaderos, Gendarmería, Policía Militar, Federal, Bonaerense... En soledad los enfrentó más de dos horas y, herido en un pie, huyó hasta ser socorrido por los villeros. Al otro día sería desaparecido.
En Avellaneda, un patrullero en persecución mordió el cordón y chocó contra una pared, con lo que su chofer Jorge Ortiz salió despedido. Rubén Sedano fue herido en el pómulo. Al agente Rubén Walratti le explotó en la panza una granada de gas que pretendía lanzar.
Perseguían la camioneta anaranjada conducida por Luis Menéndez (27 años, delegado en Rigolleau), quien fue baleado en la nuca. En la caja, con un tiro en la cabeza, “Carmen” disparó hasta agotar municiones y morir 16 balazos después. Su esposo, Francisco Blanco (25), agotó la escopeta y acabó con 26 impactos. Vicente Lasorba (25), tras 28 tiros, terminó de cara al cielo con los ojos abiertos. Víctor Mosqueira (19) colgaba de la ventanilla con los brazos extendidos y la mirada perdida.
Tras 7 kilómetros de persecución hasta Villa Domínico, los 400 impactos en la camioneta contrastaban con los 12 en los patrulleros desde donde habían disparado el sargento Emilio Martini, los cabos Buch, Roldán y el agente Héctor Martín. Se llevaron a Roberto Cejas (22) y su compañera “Piojo” Lezcano, embarazada de tres meses, desplomados ante el estallido de dos granadas de gas. Los arrojaron al Riachuelo.
Frente al cuartel, sobre el camión de gasesosas, Silvia Gatto fue despedazada por una carga de mortero. Una granada le explotó en la mano a Pascual Bulit, responsable de Propaganda del ERP. Lo desfiguró e hirió a Zulma Ataydes, quien continuó a tiros de escopeta hasta caer baleada en un seno. Curada por vecinos que le dieron ropa, burlaría las pinzas y llegaría hasta Once para huir en micro a su Córdoba natal.
Bulit fue llevado a la Regional policial de Lanús y dejado en el patio para que se desangrara por la mano que le faltaba. Como no se moría lo tiraron al Riachuelo. Cuando intentó nadar, lo remataron a tiros.
Policías heridos fueron Nicanor Peledo, José Santillán, Carlos Escobar, Rómulo Ferranti y Carlos Nelson Recanatini, quien hacía “seguridad” en la revista El Caudillo.
Detrás llegó el Ejército con los RI 1 y 3 del mayor Felipe Alespeiti y el teniente coronel Federico Minicucci. A las 20.10, el RI3 de La Tablada que venía de sobrepasar siete emboscadas llegó por el sur hasta al puente donde un camión con acoplado formaba una V incendiada. El teniente Guilermo Ezcurra recibió allí dos escopetazos y cayó con fractura expuesta de húmero. El teniente 1º José Spinassi, ametrallado por una mujer, no sobreviviría. Ezcurra se recuperó, apretó un torniquete con los dientes y continuó.
A las 20.30 el RI 1 que venía del norte pasó junto a una contención hacia la de Camino y Cadorna, donde la Bonaerense hirió a la embarazada Norma “Gringa” Finocchiaro.
Desde un blindado M113, el teniente Chenlo ordenó perforar las casitas del vecindario con proyectiles antitanques.
Mientras despegaban de la base de Punta Indio cinco aviones con misiles, llegaron hasta 15 helicópteros. Dos resultarían averiados por apenas unos FAL y un Máuser, pero Eduardo Delfino cayó bajo el fuego de uno de esos aparatos. El Comando de Aviación perderá al capitán Luis M. Petruzzi.
“Bajas colaterales”
Los vecinos de la IAPI debieron tirarse al piso, como Hilda Banegas y su hija de 8 años a quienes las balas les pasaron cerca de la cabeza. En la calle había quedado una familia en un coche que un vecino ayudó a meter cuando fueron tiroteados desde tres helicópteros. Así murió Adelina de Hiller mientras cosía para su bebé en Formosa 2582, Quilmes. Otra mujer que llevaba a su criatura en brazos quedó tendida en Yapeyú y Burelas, Lanús. Un chico de 11 años que corría fue acribillado. El verdulero José María Franco vio a una nena de 4 años morir bajo la metralla de un helicóptero.
Víctimas de balas perdidas murieron en un camión Ricardo Ragone (20 años) y Luis Garbozo (18). En un auto, Horacio Colacelli (57) quedó con la cabeza sobre el volante. A dos kilómetros, en Calchaquí y Rocha, cayó la mucama Elida María Sopeña.
El carnicero Enrique Lima, de Wilde, iba en taxi cuando recibió un balazo; debió bajar, correr y saltar alambradas hasta una clínica en la que fue apresado por “presunto extremista”. Otros eran atendidos en el hospital de Quilmes como Santiago Briguini o Elsa Barros, herida en la mandíbula mientras esperaba el colectivo.
Los carriers voltearon ranchitos y pisaron cabezas. Los gendarmes habrían de vanagloriarse de haber violado mujeres ante sus maridos y de haber matado a cualquiera para tirarlo dentro del cuartel.
Combates adentro
Inés Marabotto, la chica que fingió ir en pareja cuando tomó el telo, murió bajo un techo incendiado, calcinada, a los 16 años. Alcanzado por ráfagas de un carrier, Ismael Monzón se desplomó al grito de “¡Viva la revolución!”. Otro trepado a un alambrado, enfocado desde un helicóptero, fue ametrallado y quedó colgado cabeza abajo.
El grupo de “Darío”, agazapado con 11 heridos sobre 19, se guareció en un cuarto de calderas. “No podemos sacarlos a todos, o ninguno saldrá vivo”, decidió un teniente del ERP. Salieron 15. Se arrastraron hacia el alambrado perimetral cuando escucharon que, detrás, los cuatro malheridos cantaban:
–Por las sendas argentinas / va marchando el e-erre-pé…
En el silencio oscuro, a cien metros, los soldados oyeron:
–… Van marchando al combate / en pos de la revolución…
El himno llegó hasta otros militares, que comentaron:
–Esos están drogados.
No soportó dejarlos Nelly Enatarriaga. Regresó Horacio Stanley a buscarla. Fueron descubiertos. Él, atado delante de un carrier y estrellado contra una pared, con las piernas fracturadas, debió ser rematado a tiros. Ella fue abierta a bayonetazos por “El Gitano”, con tres cortes en canal de 25 centímetros sobre el pecho, y perforada en los glúteos.
El sargento Saravia se animó a gritarles a los heridos:
–¡Ríndanse! ¡Están rodeados acá y por la Policía afuera!
Le contestó Panchú, el de las ocho heridas que había acariciado al soldado:
–¡Mirá como tiemblo!
Sonrieron los guerrilleros que iban a morir. Y dispararon lo que pudieron.
Cuando cesaron, los militares abrieron despacio las puertas del sitio donde estaban. Con linternas, vieron a los cuatro; dos, inconscientes. Un M113 les disparó con metralla antiaérea hasta despedazarlos: un cerebro que saltó, pedazos de carne y piel quedaron pegados a la caldera, roja en sangre.
En retirada
Sólo 16 militantes del ERP cayeron en combate dentro del cuartel. Los demás, salvo dos, se replegaron. Veinte cruzaron las alambradas.
Los que huyeron hacia al arroyo Santo Domingo, con medio cuerpo en el agua, vieron helicópteros a 18 cuadras del cuartel ametrallar las casitas.
“Noni” Bruschtein nadó en un intento por llegar adonde vivía con su bebé de dos meses y con Adrián Saidón, participante de la incursión. Fue guarecida por los vecinos.
Una pareja con un revólver 22 rescató a Carlos Oroño en un Citroën al que subió un vecino para guiarlos por la villa. Otro de los que salió se topó con mujeres a las que un tal Rosendo hizo callar. Lo invitó a descansar, le ofreció ropa, no aceptó dinero, le guardó el arma y le ayudó a salir.
Moura y su compañero recibieron una boina para tapar una herida y alpargatas por parte de los pobres que rechazaban el dinero, que otro guerrillero debió dejar en el árbol de Navidad. Se ofendían ante el pedido de que no los delataran.
En un pozo ciego se escondió Roberto Olano, dueño de la casa en Berazategui donde Santucho había arengado: “Será la acción revolucionaria más grande de la historia de Latinoamérica; más grande por su envergadura que el asalto de Fidel a la Moncada”.
Varios robaron vehículos y huyeron por caminos de tierra.
Ante una pinza, Osvaldo Busetto dijo ser militar y pasaron:
–Esos canas se dieron cuenta de que mentíamos. Deben estar muy cagados.
Bruschtein, con llagas en el hombro en que había cargado a “Margarita”, se empecinaba:
–Vamos a seguir. ¡Tenemos que seguir!... Por nuestros compañeros.
La recuperación
Los blindados que ingresaban mataron a un guerrillero de 18 años y a la teniente Mariana de una perdigonada que le sacó los intestinos. A un tercer herido, que había baleado al colimba Julio Britos, lo remataron. Pasaron sobre Roberto Stegmayer, las piernas de “Martín” y las cabezas de otros dos con vida.
Minutos después llegaron hasta el sargento Cisterna, que moriría en el traslado, y al abastecedor de su MAG que, como le había sido prometido, fue dejado con vida.
Tirado, el conscripto Botto debió gritar con la fuerza que le quedaba a un carrier que se acercó con un sargento que lo tomó como pudo:
–No veníamos porque pensábamos que eras un extremista.
Desde las 23.40 todo estuvo a cargo el general Adolfo Sigwald, que ordenó rastrillajes.
En tanto, la “Petisa” Silvia N. halló unos arbolitos con el tronco delgado y una copa como de sauce que llovía y dejaba un hueco. Ahí se aferró a las ramitas, con las piernas acurrucadas. Lo que oyó la acurrucó más.
Una patrulla disparó contra el cuerpo de “Alberto”, a un ojo de “Luis”, quien iba a cumplir 18, y a “Lucho”, a quien le abrieron un orificio de 5 centímetros entre un ojo y la nariz.
El soldado Torregino vio a hombres con bolsitos de ir a trabajar, pibes y embarazadas llevados a la tortura, en la que abrieron a bayonetazos a Abel Santa Cruz Melgarejo. En esa razzia, el único del ERP al que hallaron fue Oscar Alberto González.
Al alba
Los colimbas fueron enviados a ver si había más guerrilleros. La Petisa que permanecía en el arbolito se tensó más cuando oyó perros y una orden que señalaba su lugar. Un conscripto metió su FAL en cada copa hasta que llegó a la de ella. La vio, de enormes ojos negros, acurrucada, toda picada y con olor a pis. No la delató.
Esos pibes fueron encargados de poner los cadáveres uno junto al otro con los de los vecinos y los de las contenciones. Los militares llevaron a un colimba y dos mujeres secuestradas desde antes, las desnudaron junto a la “Gringa” embarazada y herida, para que recorriesen los rostros tendidos. A las mujeres les pisaban los senos, por lo que Norma se indignó y forcejeó. Le rompieron la cabeza a culatazos.
Al colimba Juan Belluz y a María del Valle Santucho (sobrina) los mataron a tiros. A Juana Insaurralde, viva, le aplastaron la cabeza con un tanque. Mientras torturaban aterrizó Jorge Videla, quien recorrió las cuatro hileras de cadáveres. En la Plaza de Armas, ante los M113 y los helicópteros formados, alguien pidió tres hurras para el Ejército. Cuando su jefe se iba sonó el tiro de remate a una mujer.
La victoria militar les sirvió para emplazar al sistema político, al que derrocarían justo tres meses después.
La Petisa del árbol esperó a que otra vez se hiciese de noche. Sin haber comido, cuando quiso bajar se cayó. Con piernas temblorosas, reptó hasta la alambrada y trepó los tres metros. Saltó y se internó en la villa. Vivió para contarlo.
Paredón y después
Los heridos del Ejército eran 17 (sólo 1 oficial; 1 suboficial y 15 soldados); 9 de la Bonaerense; 8 de la Federal; contra 25 del ERP.
Los muertos: 7 del Ejército (2 oficiales, 1 suboficial y 5 soldados); 53 militantes del ERP (2 embarazadas, 23 atrapados con vida, varios rematados en el lugar; aunque había una chica de 16 años y uno de 17, el promedio de edad fue de 35); 6 NN en la morgue de Avellaneda; 3 militantes detenidos antes de la incursión; 3 en el Riachuelo; 6 civiles identificados; 42 sin identificar (entre ellos, dos niños de 11 y 4 años).
Esos 53 cadáveres fueron trasladados por orden del comisario mayor Carlos Cernadas, jefe de la Regional Lanús, a una fosa en Avellaneda. Allí, el corte de manos para identificarlos fue certificado por el principal Carlos Ortiz. Como la morgue se llenó, 43 cuerpos fueron dejados en el patio caluroso; los insectos molestaron a los vecinos de los contiguos monoblocks que cada vez que se asomaban eran tiroteados.
El viernes 26, los familiares de vecinos asesinados que insistieron en entrar al cementerio fueron detenidos y mencionados en la prensa como siete “terroristas”.
Beatriz Le Fur, del ERP, recorrió casas para avisar a las familias. No fue bien tratada. Otro fue tomado de la solapa por el padre de Ramos Berdaguer:
–¡¿Cómo pudieron envenenarle la cabeza así?!
El padre de Monzón, Eloy Antonio, reservista de la Armada, vio los cuerpos sin manos, agusanados, aplastados, con las cabelleras rapadas a soplete, a las desnudas chicas apartadas, a niños del barrio.
Las inhumaciones terminaron el domingo 28. Llegó a publicarse que eran 156 los muertos (sin incluir militares), “137 terroristas”, aunque la Policía habló de 165.
Un joven comisario de Avellaneda se arriesgó a darle datos a Laura Bonaparte, madre de los Bruschtein. El papá de Inés (16) carbonizada bajo el techo, era policía y fue torturado junto con otra hija.
El subjefe Regional de Policía, inspector Ubaldo Víctor Stella, fue el único no felicitado. Tras arriesgarse en la contención de Cadorna, había tratado de “loco” a un militar. Fue destinado en Pehuajó, a 350 kilómetros.
Según Montoneros, todo el campo popular se vería afectado por la derrota del ERP, que también tuvo sus internas. Santucho se acercó a una autocrítica pero el Buró Político sólo apuntó: 1) subestimación del enemigo y 2) déficit en la técnica militar.
Habían desestimado el aviso de que “la operación está cantada” y redujeron todo a la delación de “El Oso” Jesús Ranier, a quien mataron.
En el cuartel, el soldado Torregino habrá de evaluar:
–No iban a hallar armas en esos galpones. Lo único que hay es una gran cantera. ¡Si se afanan la tierra!
El libro de Gustavo Plis-Steremberg, Monte Chingolo, que editó Planeta, fue la principal fuente de este resumen, complementado con entrevistas al combatiente “Darío”, a un soldado y a varios testigos.
El año pasado el Ejército homenajeó a las víctimas de sus filas en aquel 23 de diciembre. Adelantaron el acto al 1º de noviembre, antes del recambio de gobierno. Junto al titular de la fuerza, Claudio Pasqualini, entregó medallas Claudio Avruj, secretario estatal de Derechos Humanos.
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