La Banelco recargada

La verdadera corrupción es la que impulsa a votar leyes contrarias a los intereses de las mayorías

 

“Para los senadores tengo la Banelco” es una frase que se transformó en el epítome de la corrupción. Fue pronunciada en enero del 2000 por Alberto Flamarique –ministro de Trabajo del gobierno de la Alianza– durante una reunión con dirigentes gremiales, en referencia al proyecto de reforma laboral que el oficialismo enviaría al Congreso. Pese a ser alguien cercano al Vicepresidente Chacho Álvarez, Flamarique se transformó rápidamente en un alfil del Presidente Fernando De la Rúa. Por aquel entonces, varios funcionarios de primera línea insistían en la necesidad de impulsar dicha reforma, presentándola –con encomiable honestidad– como una exigencia del Fondo Monetario Internacional (FMI). De paso, también querían demostrar que un gobierno no peronista e incluso progresista podía domar a los sindicatos.

Es bueno recordar que aquella era una época dorada, de absoluta hegemonía neoliberal. Daba igual quién llegara a la Casa Rosada, el modelo era aceptado como única opción tanto por el gobierno como por la oposición con mayor intención de voto. De hecho, el pilar de la campaña de Fernando de la Rúa fue el mantra que repitió hasta el cansancio: “Conmigo: un peso, un dólar”.

 

 

Para lograr diferenciarse del gobierno de Carlos Menem, cuya desastrosa política económica prometían a grandes rasgos continuar, los socios de la Alianza –el FREPASO y la UCR– centraron la campaña en las denuncias de corrupción. Colocaban de esa forma en primer plano el componente instrumental del modelo –es decir, el aceite necesario para destrabar los engranajes institucionales– y no el modelo en sí. Según ese candoroso diagnóstico, el aumento de la pobreza, la caída del poder adquisitivo de los sueldos, el cierre de pymes, el endeudamiento exponencial o el desempleo de dos cifras se debían al desenfreno menemista y no a “la distribución tribal de la riqueza”, para retomar una gran definición del escritor chileno Rafael Gumucio.

El problema de la Argentina era la Ferrari de Carlos Menem, el Tango 01 (que De la Rúa prometió vender), la pista de Anillaco o las noches lujuriosas de pizza y champagne en la residencia de Olivos. Con eliminar esos excesos, nuestro país se convertiría en un destino confiable para la tan esperada lluvia de inversiones y coso. No era un tema político o económico, sino moral. Otro de los tópicos de la campaña de la Alianza consistió en retomar la burla que recibía De la Rúa por ser aburrido y transformarla en virtud: al ser aburrido, no caería en la desmesura menemista.

Apenas fue sancionada la ley de reforma laboral, en mayo del 2000, Hugo Moyano –líder camionero enfrentado a la conducción de la CGT que había convalidado dicho proyecto– denunció el episodio de la Banelco y mencionó a Flamarique con nombre y apellido. Su acusación generó no sólo una crisis política en el oficialismo sino también una denuncia judicial. Chacho Álvarez, quien había defendido con pasión la reforma laboral entre los reticentes diputados del FREPASO, exigió una investigación a fondo, mientras el cuestionado ministro recibía el apoyo sin fisuras de De la Rúa. La crisis se saldó con la renuncia del Vicepresidente, quien advirtió: “Estamos ante una crisis terminal de la relación entre el poder político y el poder económico, y del vínculo entre la política y la gente”.

 

 

En diciembre de 2015, quince años después de los supuestos hechos, la Cámara Federal de Casación confirmó la absolución del ex Presidente Fernando de la Rúa y del resto de los acusados. Mucho antes, en 2004, durante la presidencia de Néstor Kirchner, el Congreso derogó la llamada Ley Banelco y reestableció los derechos de los trabajadores con una nueva ley.

Hace unos días, el senador Edgardo Kueider fue detenido en Ciudad del Este cuando intentaba junto a su secretaria ingresar al Paraguay con más de 200.000 dólares no declarados. En el país vecino se presentó como senador oficialista, lo que no es falso, ya que pese a ser nominalmente opositor ha acompañado al gobierno en votaciones clave como la de la Ley Pasta Base o la del financiamiento universitario. Esa pirueta generó la suspicacia de algunos de sus ex compañeros de bancada, quienes lo acusaron de haber recibido una coima. Con su detención por contrabando agravado, al llevar una mochila con centenares de miles de dólares cuya procedencia no pudo explicar, Kueider tuvo la cortesía de despejar cualquier duda al respecto.

El Presidente de los Pies de Ninfa sostuvo que el senador viajero “es un tema del kirchnerismo”, olvidando que desde 2022 ya no forma parte de esa bancada. Por su parte, la Vicepresidente Victoria Villarruel afirmó: “Somos respetuosos de las leyes y del orden institucional, la justicia dirimirá responsabilidades”, lo que prueba que no considera que el senador sea kirchnerista, ya que en ese caso lo trataría de corrupto sin miramientos y reclamaría su expulsión de la Cámara, como sí la exigió la bancada de Unión por la Patria. En todo caso, es una buena noticia que el oficialismo y los medios serios descubran la inocencia presunta, una garantía constitucional que suelen olvidar.

La diputada Margarita Stolbizer y los diputados de la Coalición Cívica se escandalizaron al unísono por la detención de Kueider y la sospecha de soborno. Todos votaron como el senador viajero –a favor de la escandalosa Ley Bases, que según el abogado Andrés Gil Domínguez constituye junto al DNU 70/23 una reforma constitucional de queruza– pero lo hicieron de forma gratuita. Al parecer, esa sería la sutil diferencia entre el vicio y la virtud. Probablemente sin recordarlo, repitieron el mismo gesto de Chacho Álvarez, que se indignó por la posibilidad de una coima y no por el contenido de una ley no sólo contraria a los intereses de las mayorías sino también a sus propios principios.

Tal vez allí resida la moraleja de esta historia. La verdadera corrupción es la que impulsa a diputados y senadores a votar leyes contrarias a los intereses de las mayorías y a sus propios principios; eso genera, además, el descreimiento en la política o, dicho en palabras de Chacho Álvarez, “la crisis terminal del vínculo entre la política y la gente”. Que esos legisladores lo hagan por algún incentivo material y no ad honorem sólo agrega un componente penal al hecho político en sí. Por eso de nada sirve la proliferación de ONGs y fundaciones ciudadanas, de nombre luminoso y financiamiento opaco, que proponen combatir la corrupción con engendros como Ficha Limpia, que atenta contra la inocencia presunta.

Para evitar la necesidad de comprar votos, tal vez el sistema más eficaz consista en que el oficialismo desista de enviar al Congreso leyes horrendas que castigan a las mayorías, como la Ley Banelco del 2000 o la Ley Pasta Base del 2024.

Que ambas hayan sido aplaudidas por el FMI debe ser una casualidad.

 

 

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