Para la escritora Liliana Bodoc, la muerte era apenas otra forma de emprender el regreso
Voy a poner hechos recientes en orden, apostando a que la sucesión lineal me ayude a construir sentido. (Aunque no estoy seguro. El tiempo es raro. Nosotros lo simplificamos para que no sea un problema y se vuelva convención, un elemento funcional: si dije a las cinco era a las cinco, si ocurrió antes no puede haber ocurrido después. Pero el tiempo es una criatura más compleja. Una quimera —el animal mitológico, mezcla de león, cabra y dragón— a la que tratamos como a un perrito faldero. A veces creo que es como la cuerda de un instrumento: puedo tañirla a la altura de la caja, del mástil o cerca del clavijero, pero la toque donde la toque, aunque suene diferente, vibrará siempre toda, del principio al fin.)
El 14 de enero me escribe Mariana Caviglia, co-directora de la revista Maiz de la Universidad de Periodismo de La Plata. Planea un número dedicado a los pueblos indígenas y pregunta si quiero escribir, a partir de los textos del escritor Equis. Le digo que Equis no me entusiasma y propongo trabajar en cambio sobre La saga de los confines de Liliana Bodoc. La respuesta es positiva. Mariana dice, además, que la trilogía de Bodoc "es la lectura de verano del colegio de mi hijo".
El 22 de enero muere la escritora Ursula K. Le Guin. Releyendo sus textos, me intereso por vez primera en las cuestiones del Tao y del anarco-pacifismo. (Kropotkin, ante todo.)
El 3 de febrero celebro mi cumpleaños, cuatro días después de la fecha oficial. Julieta Obedman, mi editora en Alfaguara, me regala la reedición argentina de un librito español de 1931: La anarquía explicada a los niños. No le pregunto por qué, descuento que ha chusmeado el artículo sobre Ursula que escribí para El Cohete A La Luna. Pero aprovecho para pedirle la trilogía de Bodoc, que alguna vez tuve pero perdí durante una mudanza.
El 6 de febrero —ya es martes, dice el almanaque— le agradezco por mail que haya venido a la reunión y le recuerdo el pedido. Poco después, en plena comunicación telefónica con mi amiga Miriam, la charla sobre dolores personales se interrumpe para que me diga: Murió Bodoc. Miriam es de Mendoza, donde Bodoc vivió buena parte de su vida. Por eso sus co-provincianos la abrumaban con mensajes desde allí, refiriendo todos la misma noticia.
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ANARQUÍA, queridos niños, es la doctrina que no conformándose con la organización que se ha impreso a la humanidad, desde los tiempos en que empezaron a crear la Sociedad, intenta dar una constitución a la vida basada en los principios sacrosantos del amor universal y de la solidaridad humana.
Su misión es hacer cesar la desigualdad reinante entre los seres que los divide en pobres y ricos, explotados y explotadores, esclavos y dominadores. Que la Vida sea tal cual debe ser: la libre manifestación de las facultades, la espontaneidad de los actos, la liberación final destruyendo las causas que se oponen a que la sociedad se base en la más plena libertad y en la más absoluta independencia.
(La anarquía explicada a los niños, José Antonio Emmanuel, 1931.)
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La noche del 6, durante mi programa de radio, hablo con el escritor y músico Antonio Santa Ana, que editó el primer volumen de La saga de los confines cuando todas las demás editoriales lo habían rechazado. Recuerda que Bodoc le dejó una copia defectuosa del original, le faltaban las cuatro o cinco líneas finales de cada página. Empezó a llamarla y mandarle mensajes porque le interesaba el libro, pero también —imagino— a causa de la intriga que le producía la frustración. ¿Qué clase de escritor, o de aspirante a escritor, presenta a la editorial un original incompleto?
Al día siguiente leo a Antonio en Twitter. Dice que no suele revisar las entrevistas que da, pero que escuchó la grabación de la noche anterior y percibió que seguía hablando de Liliana en tiempo presente.
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El tiempo es raro. Esto es obvio. A menudo creo que ocurre todo junto, lo cual no tiene nada de obvio y es todavía más raro. La persona que se vanagloria de vivir sólo en el presente me da un poco de pena, como la que entra al cine con la película empezada o la que toma coca light: se pierde lo mejor. Yo creo que el tiempo funciona como la sintonía de una radio. Al común de la gente le gusta elegir una estación, a la que pretende nítida y sin interferencias. Pero eso no significa que uno no pueda mezclar dos o más estaciones: no implica que la sincronía sea imposible. Hasta no hace mucho se consideraba imposible que cupiese un universo entre dos átomos, y cabe. ¿Por qué desechar la idea de que en la radio del tiempo pueda oírse en simultáneo la historia de la humanidad?
(Kamchatka, Marcelo Figueras, 2003.)
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¿Por qué me conmueve tanto la muerte de Bodoc? La primera explicación que me doy es obvia: era demasiado joven, 59 años, tres más que los que acabo de cumplir. Me parece que se fue temprano, antes de tiempo. Además me jode que se haya ido en este momento de mierda, tan desangelado, desde el que todavía no se vislumbra lo que ha de venir. Si algo caracteriza a este régimen es su voluntad de proscribir el futuro, de clausurarlo, de abolirlo mediante un MegaDNU.
La explicación no alcanza. Pruebo suerte con la importancia que le atribuyo a la saga, que en su momento valoré ante todo (lo admito, esa cosa de los pueblos originarios como protagonistas me dejaba frío) por animarse al género épico en este país por primera vez desde la derrota de los '70. La saga de los confines es una trilogía publicada entre 2000 y 2004 —o sea, durante un período negro de nuestra historia reciente—, que narra la defensa de un territorio que por supuesto no es sólo físico, también supone una cultura, un estilo de vida. (¿Un estado de ánimo? ¿Un tiempo, el tiempo?)
El asunto sigue sin cerrar. Apelo a las contadas veces que me crucé con ella, porque me desarmó desde el principio: una mujer cálida, franca, campechana, que cruzaba las barreras antes de que uno tuviese tiempo de bajarlas. No había en ella la menor pretensión. Hablaba como quien sabe pero no con sabiduría de biblioteca o de academia, el suyo era un saber al alcance de todos.
La tarde del 6, enterado de que sacaré a Santa Ana por la radio, Damián Blas Vives me envía un link de YouTube. A Damián lo conozco desde 2015, cuando me invitó a abrir el Segundo Encuentro Internacional de Literatura Fantástica en la Biblioteca Nacional. "El año anterior a tu apertura —me dice—, el Encuentro lo abrió Lili".
El video es del 9 de mayo de 2014. Allí Liliana Bodoc habla de la muerte.
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El miércoles 8 abro por primera vez La anarquía explicada a los niños, imaginando que me deparará un deleite nostálgico. Me sorprende, en cambio, la vigencia de su texto, la forma en que identifica y define a su adversario: el Militarismo (o sea, la violencia), el Clericalismo (o sea, el llamado a someterse a un orden inalterable) y el Capitalismo. ("Quiere que su 'ley' sea acatada y obedecida por todos", dice. "Cuenta para ello con los sicarios y escribas para hacerla cumplir".)
Le atribuyo la resonancia a la circunstancia en que el libro se publicó. Su autor, José Antonio Emmanuel, creó la Biblioteca Anarquista Internacional en Barcelona; le tocó vivir un tiempo de rebeldías y esperanzas, hasta que Franco lo arruinó todo.
A nosotros nos toca un tiempo arruinado por otro Franco, aquel que concibió a Maurizio.
Me cuestiono cuánto tiempo llevamos —lo que va de nuestros antepasados a nosotros— peleando exactamente la misma batalla.
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La Anarquía aspira a suprimir todas estas causas que sumen a la humanidad en el letargo del opio. No quiere Estados que, por el solo hecho de existir, lleven en sí desigualdades irritantes e injusticias cruentas. Al dinero opone el libre intercambio de productos; al trabajo remunerador para los privilegiados, opone el trabajo distribuído a cada cual según sus fuerzas; al egoísmo insano de los poderosos, opone que las necesidades de cada uno sean cubiertas con arreglo a las necesidades de todos. A la ley opresora, opone la ley del amor. Al egoísmo, opone la tesis de que la tierra pertenece al que la trabaja y produce.
Esto es la Anarquía, amados niños.
(La anarquía explicada a los niños, José Antonio Emmanuel, 1931.)
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A veces pasan cosas —o no ocurren y eso también importa— que demandan explicación. Nos preguntamos por qué. Y siempre hay respuesta a mano. El repertorio depende de la personalidad del explicante: hay quien busca por el lado de la psicología amateur ('Si mi madre me hubiese tratado de otro modo...'), hay quien se pone fatalista ('Estaba cantado, tenía que pasar'), hay quien apela a las interpretaciones religiosas ('Si esa fue la voluntad de Dios...'). Lo que nunca pero nunca hacemos, es involucrar al tiempo en el asunto. Apelamos a todas las racionalidades posibles, menos a la temporal. Nunca decimos, por ejemplo: entre otras razones también válidas, hice esto, o no hice esto, porque aunque no lo había advertido hasta entonces, era el momento; porque había llegado la hora.
Achacarle al tiempo nuestros actos u omisiones suena determinista, lo sé: una forma de eludir la responsabilidad personal. Pero el tiempo no es Dios ni el destino. Es una entidad maleable, a la cual moldeamos mientras nos moldea, aún sin darnos cuenta. Todo lo que hacemos o dejamos de hacer tiene un cuándo, de modo inescapable. Y sin embargo, lo ignoramos de plano. Nunca integramos el factor tiempo a la ecuación de nuestras causalidades, a pesar de que ese olvido inclina el resultado hacia el error.
Cuando uno escribe un artículo informativo responde a lo que se llama el Hexaedro de Quintiliano (me enteré hace un par de años, leyendo a Horacio Verbitsky): quién, cómo, dónde, por qué medio, por qué, cuándo. Por más que el artículo esté primoroso, si uno se saltea la temporalidad, el edificio de la información se vendrá abajo. No es lo mismo si ocurrió ayer que si tuvo lugar hace sesenta años. Y sin embargo, en nuestra vida personal seguimos minimizando el valor temporal de la oportunidad.
Lo que pasa en nuestra vida —o lo que no ocurre, y eso también importa— nos lo explicamos de mil maneras, pero también tendríamos que hacerlo en función del tiempo: entre otras razones, eso pasó —o no pasó— porque hasta entonces no era posible y entonces, finalmente, sí.
Nunca ocurre nada ni un segundo antes, ni un segundo después, de que pueda ocurrir.
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Einstein sostenía que este tiempo físico, provisto de forma como un ánfora o un piano, se transforma constantemente. Más que transcurrir, ocurre. Y todo a la vez, sin que se pueda dirimir dónde empieza o termina. ¿Acaso el piano no conforma una sola pieza? El teclado suelto no es piano, la pedalera sola no es piano. El presente a secas no puede ser llamado tiempo, el tiempo es todo —pasado, presente y futuro, coexistiendo en simultáneo.
La idea suena insensata, porque estamos cableados para percibir el tiempo de manera lineal. Pero la carretera (como toda carretera, por más que su flecha indique un único sentido) conecta de ida y vuelta. El pasado moldea el presente, el futuro moldea el presente, el presente moldea el pasado, el pasado moldea el futuro. Es como una familia grande. Todo el mundo desquicia a todo el mundo, por el simple hecho de existir.
Un equilibrio inestable que nunca deja de ser equilibrio. Cada tirón de una hebra del tiempo altera el tejido en su conjunto. ¡No puedo romper una tecla o quitar un pedal sin modificar el piano entero!
Parece un disparate y sin embargo no lo es. El deseo de obtener algo en el futuro (un tiempo que experimentamos como irreal) condiciona mis actos en el presente. Cada cosa que hago se convierte en un atajo hacia un hecho que ya existe, en la porción del tiempo que está más allá de mi percepción. El hecho futuro, esa masa, está esperando que yo abra la compuerta entre dos momentos complementarios: no existiría el uno sin el otro ni el otro sin el uno. Pero el futuro no espera de brazos cruzados: me llama, me seduce —me atrae con su «gravedad».
(Aquarium, Marcelo Figueras, 2009.)
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Más vueltas le doy a La saga de los confines, más me asombra. Ya no pienso tanto en el género épico, como en el hecho de que los protagonistas sean pueblos originarios. (A esta altura, Santiago Maldonado mediante, el tema ya no me deja frío. Más bien me tiene caliente, bien caliente.) Y me maravilla el hecho de que Liliana haya reinventado un género que, hasta hace poco, era patrimonio de escritores masculinos. El fenómeno Ni Una Menos es de este siglo y Bodoc dejó su primer libro en manos de Santa Ana durante 1999. Acá el cuándo importa y a la vez —así suele ocurrir, siempre que el tiempo mete la cola— es desconcertante. ¿Cómo explicar que haya escrito durante el siglo pasado un libro que parece hecho a medida para hoy, puntada a puntada?
La cuestión temporal parece haber pesado sobre Bodoc. Es el único elemento común a todos los títulos de la saga: Los días del venado, Los días de la sombra, Los días del fuego.
¿Qué título le vendría bien a nuestros días?
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—El Tiempo que conocimos y amamos se ha ido sin remedio. No estamos para llorarlo, sino para pelear por el que vendrá—, dijo Dulkancellin antes del combate.
(Los días del venado, Liliana Bodoc, 2000.)
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El tiempo también es anarquista. Como Kropotkin, como Emmanuel, como Le Guin. No respeta autoridad alguna por encima de su propia libertad para hacer lo que se le canta, y como se le canta. El tiempo se lo permite todo.
Pero la especie lo trata como si fuese una verdad revelada, y por lo tanto monolítica, olvidando que a lo largo de la Historia las culturas crearon modos distintos de insertarse en él. Aun hoy, cuando todos convenimos en respetar una hora mundial, nos relacionamos con su plasticidad de forma también creativa. Hay culturas a las que se las llama monocrónicas, donde se hace de a una cosa por vez y se privilegia la eficiencia: en los países de habla inglesa, por ejemplo, así como en Suiza, Alemania y Japón. Otras culturas somos policrónicas: tendemos a hacer mil cosas a la vez y nos relacionamos con el tiempo de manera más laxa. El tiempo no es un tirano, para nosotros. Más bien es un colega, que a veces nos hace la gamba y a veces nos caga.
Para el budismo, tanto el tiempo como la vida funcionan en un ciclo inagotable: no lineal sino circular y retroalimentable. Los dramas del existir se desdramatizan, desde que es lógico que un gobierno suceda a otro, que a un tiempo agradable le siga un monzón, que la noche reemplace al día. Esa alternancia es lo esperable, lo predecible: no hay tensión entre los movimientos, sino complementariedad. Por eso, para explicar la actitud de los orientales respecto del tiempo, suele decirse que lo consideran como una enorme piscina. Caminan y caminan, rodeándola, hasta que consideran llegado el momento de zambullirse. En vez de tirarse de una, a nuestro estilo, la circunvalan hasta que cae de maduro que llegó el momento.
En cambio el Tao cree en el tiempo como un mar que no tiene principio y tampoco conoce fin, donde el Todo y la Nada son interdependientes y, en más de un sentido, la misma cosa. Por eso se lleva tan bien con la física moderna. Para ambos el tiempo es una noción paradojal, dentro de la cual se verifican todas las variables de los universos potenciales. No hay dialéctica, no hay oposición, sino unidad y permanencia dentro de lo que es percibido como una transformación constante.
Por eso la muerte no sería lo opuesto a la vida. Apenas la cara oculta de esa luna.
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Vuelvo a escuchar lo que dice Bodoc en el video de YouTube. Especialmente aquella parte donde se refiere a "la potencia consoladora de lo fantástico. Que nos acerca soluciones nuevas. ¿Irracionales? Ponganlé. Pero que simbolizan la posibilidad".
Me gusta cuando habla de sus padres muertos y dice que no puede persuadirse de que están en alguna parte, pero que "tampoco tengo manera de creer que no están en ninguna parte. Y no tengo por qué imponerme creer que no están en ninguna parte. No me siento menos inteligente cuando elijo creer que están en alguna parte".
"En el vacío de la nada —dice—, la fantasía instala el símbolo de la posibilidad del reencuentro. Y eso lo hicieron nuestros pueblo originarios, cuando hablaron de la muerte como un regreso".
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El tiempo es raro. A veces pienso que es como un libro. Está todo contenido ahí entre tapa y contratapa, la historia entera, de pe a pa, uno podría reunir a varias personas y entregarles copias de la misma edición y pedirles que abran en cualquier página y lean lo que ven y voilá, la historia estaría ocurriendo toda al mismo tiempo en voces simultáneas, como si oyésemos varias estaciones de radio a la vez. Claro que sería difícil entender lo que dicen, de la misma forma en que es difícil abrir un libro cualquiera por el medio, leer un párrafo y entender a fondo lo que significa, uno supone que entendería mejor si hubiese leído todo lo que venía antes, pero no siempre es tan así, a veces uno agarra la Biblia o el I Ching o Shakespeare y los abre en cualquier parte y le parece que el párrafo sobre el que cae dice lo que ansiaba saber, lo que necesitaba, lo esencial. Puede fallar, lo acepto. Imaginen que cualquiera me oye cuando estoy hablando del sapo, va a pensar que soy biólogo o que estoy contando un cuento infantil, es cierto. Pero también puede darse que me oiga en este preciso instante, por ejemplo, cuando yo digo: amen con locura, a aquellos que los conocen pero sobre todo a los que los necesitan, porque el amor es lo único real, el faro, el resto es sombras, y a lo mejor el tipo entiende todo sin necesidad de haberme oído desde el principio, sin que necesite cuestionar mi autoridad moral, sin que le haga falta saber por qué digo eso, sin que tenga que saber lo que perdí, lo que todos perdimos.
(Kamchatka, Marcelo Figueras, 2003.)
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Entre las cosas de Liliana que me caen encima como alud, encuentro un poema que le escribió a Santiago Maldonado. Al final dice así:
Donde sea, en la vida o en la muerte, / Santiago está esperando.
Qué tentación de reemplazar un nombre por otro.
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Santa Ana me contó que hace ya unos cuantos años, recién separado de su pareja de entonces, se zambulló en la edición de uno de los libros de Bodoc. Imagino que lo hizo con fervor de zelote, abrazándose a aquella tarea que, en pleno naufragio, lo ayudaba a no hundirse. En ese estado del alma hizo una observación respecto del texto. Y en vez de responderla directamente —en vez de lanzarse a la piscina—, Bodoc la rodeó para preguntarle: "¿Quién es el que me habla? ¿Sos vos, o es tu tristeza?"
Este que habla es mi tristeza. Esta es la orilla a la que hoy me asomo, no tengo resto para arrimarme a otra — hoy no doy más.
Mañana, claro, será otro día.
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