No es esta una nota hagiográfica, de aquéllas que abundan cuando alguien se despide de su existencia física. Es ante todo —y sin ninguna pretensión chestertoniana— un homenaje al hombre común, al hombre sencillo que sin dudas fue Damián Mendoza. Su amigo Miguel Ragone, el ex gobernador salteño secuestrado y asesinado días antes del inicio de la última y más sangrienta de las dictaduras, también lo fue. La amistad entre ambos se cimentó sobre una identidad plebeya compartida, que con la emergencia del peronismo alcanzó su expresión política más acabada.
Damián fue una persona que, en un determinado momento de su vida, vivió circunstancias extraordinarias. Circunstancias que, por disposición de su carácter, algunas personas deciden vivirlas no ya como espectadores sino como sujetos activos. Son precisamente esas las situaciones en las que personas comunes como Damián hacen cosas excepcionales; cuando deciden actuar, aún cuando las circunstancias sean trágicas y en ello se les vaya la vida. Personas que, parafraseando al Martín Fierro de José Hernández, no se hacen a un “lao de la güeya, aunque vengan degollando”.
Fue un tipo que “se hizo de abajo”. Nació en 1930 en la capital de Salta y vivió su niñez y buena parte de su adolescencia en General Güemes, emblemático pueblo ferroviario del norte argentino. Se crío en el seno de un hogar muy humilde. Su madre falleció por tuberculosis (enfermedad emblemática de la pobreza si las hay) cuando Damián tenía diez años. Su padre, hijo de un técnico de origen español, trabajó en el Ingenio San Isidro y por circunstancias poco claras tuvo que huir de su hogar, dejando a Damián y a sus cinco hermanos a cargo de su abuela. Padeció la enfermedad del tifus a los trece años y, según recordaba, la persona que lo ayudó a curarse con especial solicitud y calidez humana fue Carlos Xamena, enfermero y sindicalista, quien ocuparía durante el primer peronismo el cargo de gobernador de Salta.
Por aquellos años Miguel Ragone, nacido en la Tucumán de principios de la década del ’20, tenía ya unos diez años. Era hijo de un matrimonio italiano que llegó a Argentina con las manos dispuestas al trabajo, habiendo conocido los estragos de la Primera Guerra Mundial. Se encontrarían por la vida los amigos allá por los años ‘50, llegado Miguel de la Universidad de Buenos Aires hacia fines de los ’40; con su título de médico, la enseñanza de su proximidad como secretario privado de Ramón Carrillo y la esperanzadora euforia que el Primer Peronismo y el modelo del Estado de Bienestar “a la criolla” les despertó a él y a millones de jóvenes en la Argentina.
Fue en ese entonces cuando Damián regresó a la capital salteña. Trabajó como ferroviario y estudió de noche para ser perito mercantil. Su ductilidad para el trabajo contable le permitió prestar servicios particulares a distintas firmas, pudiendo incorporarse al hoy extinto Banco de Préstamos y Asistencia Social de Salta donde trabajaría hasta febrero de 1955. En ese momento fue convocado por el dirigente peronista y entonces senador nacional José Armando Caro para formar parte del equipo de la Intervención Federal de la provincia de Santiago del Estero. Allí recibirían la asonada cívico-militar que derrocaría al General en septiembre de 1955 y fueron literalmente deportados de la provincia por las autoridades de facto.
Podría decirse que Damián fue una suerte de peronista “silvestre”; nunca fue lo que se dice un dirigente político en sentido estricto o moderno, de los que se preparan para ejercer cargos públicos. Era de los que repartían folletos, hacían pintadas y salían a denunciar la proscripción del peronismo. Además de los mencionados Xamena y Caro, Damián participó de algunas actividades “resistentes” junto a dirigentes del peronismo salteño como Samuel Caprini, Lucas Malcó, Julio Argentino San Millán (padre) y su amigo Miguel Ragone. “Todos mayores que yo, con pensamientos revolucionarios y universalistas por excelencia, fieles a los principios de la justicia social. De ellos aprendí a respetar lo que se dice a la gente, a saber que cuando uno da su palabra es más que un documento firmado, a que cuando uno da un apretón de manos se adquiere un compromiso. No como hoy, que se besa mucho pero se traiciona a todos”, relata el propio Damián en sus memorias (aún sin editar).
La década del ’60 lo encontraría casado, con un hijo e iniciando su actividad como comerciante de insumos industriales, maquinarias y neumáticos, entre otros rubros. En muy poco tiempo llegó a formar parte del directorio salteño de la Caja de Crédito Cooperativo y de la Cámara de Empresarios de Neumáticos de Salta, entidad integrada a la Confederación General Económica (CGE) conducida entonces por José Ber Gelbard.
Damián intensificaría su afición por una actividad non sancta: la riña de gallos, un ritual tradicional del norte y centro del país. Compartiría esta afición durante muchos años con su amigo, el doctor Miguel Ragone. En sus escritos Damián rememora: “Casi todos los sábados por la tarde nos juntábamos en un lugar afuera de la ciudad para ver a nuestros gallos. Allí mateábamos, hablábamos de todo y algunas veces recibíamos visitas de dirigentes políticos que querían hablar con él”. Miguel y Damián, terminarían comprobando tiempo después que compartieron la misma afición por los gallos con muchos de sus enemigos. Tal fue el caso del sacerdote Escobar Saravia, representante de la lo más recalcitrante y conservador de la Iglesia salteña. Fue capellán del ejército durante la última dictadura militar. Según consta en sus declaraciones por la investigación sobre el asesinato de Ragone, cuando la dictadura militar estuvo a punto de ir a la guerra con el Chile de Pinochet a fines de 1978, el sacerdote brindó su bendición a los soldados salteños viéndolos “morir por la patria” con regocijo celestial.
Miguel Ragone ya era conocido como el “Médico del Pueblo” y su figura estaba en franco ascenso. Su activismo durante la “Resistencia Peronista”, denunciando la persecución y represión de militantes y organizando visitas médicas para verificar el estado de salud de los presos políticos de Salta, le valió el apoyo de un importante sector del peronismo. Ese sector formaría parte de la célebre “Lista Verde” junto a dirigentes como Ernesto Bavio, Ricardo Falú, Abraham Rallé, Mario Villada, Hortensia Rodríguez de Porcel, entre otros. La fórmula Miguel Ragone-Olivio Ríos (este último, dirigente del gremio telefónico) como producto del acuerdo entre la Lista Verde y el bloque conocido como Coalición del Interior/Agrupación Reconquista/62 Organizaciones, se impondría en las elecciones internas de 1972 del Partido Justicialista frente al sector conocido como “Lista Azul y Blanca” liderado por Horacio Bravo Herrera (posteriormente un feroz opositor al gobierno de Ragone). Al año siguiente, el 11 de marzo de 1973, la fórmula Ragone-Ríos se impondría por casi el 60% de los votos durante las elecciones nacionales que consagraron a Héctor Cámpora como presidente de los argentinos.
El gobierno de Ragone duraría tan sólo 17 meses y 22 días. Los desencuentros, las divisiones internas del peronismo, la represión paraestatal, las operaciones de inteligencia de las Fuerzas Armadas y sus colaboradores locales, conformaron un escenario propicio para que los sectores más conservadores y reaccionarios de la provincia de Salta volvieran a tomar las riendas del poder. Ragone fue blanco de las acusaciones más insólitas y las operaciones políticas más arteras. Con la muerte de Perón, las cosas se agravaron. El “Médico del Pueblo” no era de la simpatía de Isabel Martínez de Perón y mucho menos del oscuro José López Rega. Salta fue intervenida a fines de 1974, dando inicio a una cacería feroz que se cobraría muchas víctimas, aún entre los sectores del peronismo enfrentados a Ragone. Una intervención que además fue exigida por muchos peronistas que habían apoyado al gobernador. “A Ragone lo dejaron solo los propios peronistas, lo cercaron, por eso pudieron matarlo”, sentenció Gregorio Caro Figueroa (secretario privado del ex mandatario en los primeros meses de su gestión) durante su declaración como testigo en el juicio oral por el secuestro y desaparición del ex gobernador.
La noche del 10 de marzo de 1976 Damián trató de advertirle a su amigo Miguel que había partido un comando desde Córdoba con dirección a Salta. El aviso, transmitido a Damián por un militar amigo, no fue considerado: Miguel se sentía todavía con el respaldo de quienes lo llevaron a la gobernación. Muchos como él no lograban dimensionar la magnitud de la masacre que se avecinaba. Lo secuestraron y desaparecieron efectivamente muy temprano a la mañana siguiente. Ironías del destino, justo al frente de la casa de Damián, que vivía a pocas cuadras. Meses después, Damián sería secuestrado por un grupo de tareas, circunstancia que logró sortear sólo por el hecho de que podía ofrecerles dinero. Lo extorsionaron sistemáticamente y tuvo que irse del país. Así terminó, en medio de la tragedia, el primer capítulo de esa amistad.
El segundo finalizó hace pocos días con la partida de Damián, quien durante años luchó por mantener viva la memoria de Miguel Ragone. Era de los pocos “locos” que asistían a los homenajes celebrados por el “justicialismo” salteño de la era neoliberal para gritar que el mejor homenaje que se le podía rendir era exigir justicia por su secuestro y desaparición. Sistemáticamente se comprometió a contar lo que sabía para que pudiera esclarecerse el destino de su amigo. Y se hizo. En noviembre de 2011 un tribunal dictaminó cómo habían sido los hechos y sentenció en parte a los culpables. Su testimonio fue crucial para probar que la desaparición de su amigo Miguel se trató de una acción coordinada entre las fuerzas de seguridad, las Fuerzas Armadas y el poder político salteño más reaccionario.
Descansen en paz los amigos Damián y Miguel.
* Los autores son hijo de Damián Mendoza y nieto de Miguel Ragone respectivamente.
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