Inmediatez y virtualización

Las nuevas tecnologías y una educación que no está en riesgo ahora, sino desde hace años

 

La Argentina vive en cierta forma de relación con los fenómenos externos (tal vez por su condición de lejanía geográfica; tal vez por un impulso dependiente). Para esta, algunos intelectuales han utilizado la metáfora espacial de la “periferia”. Ser periféricos implica una relación con el mundo determinada por la apropiación  de los fenómenos, ideas y acontecimientos que surgieron en el centro. Pero también, esta periferia, este estar descentrados, invitaría a la posibilidad de mirar el futuro desde cierta lógica délfica: un acontecimiento en la centralidad planetaria prefigura lo que ocurrirá aquí, de alguna u otra manera. La forma en que se desarrolló el coronavirus en China y Europa, principalmente, nos invita en materia de salud pública a adelantarnos al crecimiento exponencial de la enfermedad que, de no tomarse las medidas precautorias necesarias, nos sumergiría en una situación dantesca, como la que viven Italia y España.

Pero como de periferia se trata, también el desarrollo en materia tecnológica nos muestra de qué manera las modernas tecnologías pueden ser para nosotros un futuro al que inexorablemente tendremos que ir (así como ya es transitado hace tiempo por los países “centrales”). En este sentido, la virtualidad en la educación no escapa a esta aventura futurística.

El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) acaba de publicar el 16 de marzo un artículo (“Las escuelas y el coronavirus, tres desafíos urgentes y una transformación necesaria”) en el que llama la atención sobre el hecho de que la pandemia demuestra que “la educación no aprovecha el potencial transformador de la tecnología”. Por un lado, por la falta de acceso equitativo a las plataformas y, por otro lado, por “la baja adopción de herramientas digitales por las escuelas y maestros”. En estas semanas, la discusión en el colectivo docente sobre el uso de plataformas estuvo en el centro de las preocupaciones, a partir de algunas intervenciones por parte del Ministerio de Educación Nacional y de otras jurisdicciones.

De esta discusión se podrían poner en consideración, por lo menos, tres factores a tener en cuenta: la experiencia docente y estudiantil para este tipo de actividad; la capacitación por parte de los diferentes estamentos estatales, en los lugares de trabajo y durante las horas de trabajo; y por último el equipamiento y asesoramiento que implica este tipo de modalidad educativa.

Con respecto a este último punto, el sostenimiento técnico y pedagógico debe realizarse para que la docencia tenga la posibilidad de contar con un asesoramiento constante, que requiere de una observación minuciosa sobre lo que el docente intenta construir en sus clases. Un editor, por ejemplo, debe encargarse de definir, en función de la situación pedagógica en la que se inscribe la clase (nivel de enseñanza, tipo de estudiante, materia), cuán extensa puede ser una parte expositiva; en qué momento sería adecuado la inclusión de videos, gráficos; entre otras consideraciones.

Con respecto al primer aspecto, la virtualización de las clases comprende un aprendizaje por parte de los dos polos de la experiencia educativa: docentes y estudiantes. Las prácticas discursivas discurren insertas en un marco contextual determinado, donde la finalidad del proceso comunicativo debe considerarse en función de las relaciones sociales en las que están insertos los actores del proceso. No hay manera de crear un discurso aprehensible si no hay ciertos presupuestos que se compartan.

No es real en un país castigado económica y socialmente como la Argentina que los docentes, de manera homogénea, formen parte de un círculo social que esté inserto en las nuevas tendencias pedagógicas que surgen constantemente. Los consumos culturales, entendidos como derechos a apropiarse de recursos simbólicos, no están de ninguna manera democratizados: qué consume culturalmente un docente depende de sus condiciones materiales, y estas no dependen sólo de una retribución económica (bastante magra en el contexto de una Argentina castigada por cuatro años de gobierno liberal), sino que al mismo tiempo debe considerarse qué posibilidades de acceso por su pertenencia geográfica tiene el docente para esos consumos que, indefectiblemente, alimentan sus conocimientos y ponen en crisis su relación con el mundo (no se puede entender la docencia más que como una forma de crítica al sentido común).

En el otro polo, se encuentra un actor aún más heterogéneo que el docente. Los estudiantes que llegan al nivel superior de estudios fueron producto de doce largos años de formación educativa previa; y esa formación no puede pensarse de ninguna manera como uniforme. Esto no sólo por las condiciones en que se desarrolló la relación enseñanza-aprendizaje en el aula, sino porque los mismos estudiantes forman parte de relaciones sociales que se definen por el acceso desigual a los bienes materiales y simbólicos.

Todo esto no significa una imposibilidad per se con respecto al uso de herramientas virtuales, ya que la misma heterogeneidad se comprueba en las clases presenciales, pero sí sabemos por estudios realizados que la virtualización de la enseñanza necesita de actores con cierta capacidad de trabajo autónomo; y este tipo de actividad no implica sólo “saber estudiar”, sino tener la capacidad material de tener ese tiempo y espacio para el aprendizaje (un estudio titulado “Riesgos de deserción en las universidades virtuales de Colombia, frente a las estrategias de retención”, llama la atención sobre tres tipos de causas de deserción en las experiencias a distancia: internas, personales y externas. En esta clasificación se incluyen fenómenos como los señalados, además de otros: falta de experiencia docente, relaciones interpersonales, problemas laborales, entre otros).

Si tomamos en cuenta la cuestión de la capacitación, durante los cuatro años de gobierno de Mauricio Macri se desmanteló el Instituto de Formación Docente (INFOD). Según la Unión de Trabajadores de la Educación (UTE), desde el año 2015 al 2019 el presupuesto del INFOD se redujo en un 60%, lo que equivale a una destrucción efectiva de ese organismo: existió en los papeles, pero en los hechos abandonó a los Institutos de Formación Docente a su suerte, que fue la suerte del desbande liberal. Esta brusca caída del presupuesto trajo como consecuencia, entre otras, la desaparición de postítulos, muchos de ellos relacionados con la capacitación en entornos virtuales. Lo mismo ocurrió, durante los últimos cuatro años, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en la Provincia de Buenos Aires. Es importante comprobar una contradicción flagrante entre el discurso tecnocrático de la educación enunciado por el bloque cambiemita y las acciones objetivas.

Quedan algunas cosas más a considerar, además de las rápidamente esbozadas. Por un lado, con respecto a la dimensión pedagógica y didáctica, ¿es posible un formato a distancia para la enseñanza en nivel superior? ¿Se puede virtualizar todo? Ya sabemos que el pizarrón es un instrumento técnico, un dispositivo pedagógico, pero no por eso la clase presencial se desarrolla solo con el uso de este dispositivo. Tampoco el manual o cualquier texto impreso o digital obliga a que toda la clase se sostenga en el uso de estos exclusivamente.

Por otro lado, ¿qué pasa con aquellos estudiantes que necesitan para su desarrollo cognitivo de la relación con otros? En este sentido, podría pensarse que hay dos formas de concebir la dialéctica enseñanza-aprendizaje: la técnica y la ética. Entender a la relación pedagógica como una técnica es brindar un método de aplicación de ciertos estándares exigidos. La ética es una relación entre seres humanos; requiere no la enseñanza de un método de aplicación sino de una relación dialéctica entre los conocimientos del estudiante y el saber del docente; entre los condicionamientos de los que parte primero y la habilidad del segundo para desafiarlos y guiar al estudiante en la construcción de nuevos conocimientos.

La virtualización de las tareas de enseñanza y aprendizaje no puede hacerse sostenida en el voluntarismo de  los actores implicados; debe realizarse de una manera organizada, armónica, planificada, y sin perder de vista la importancia del encuentro humano. Las relaciones sociales deben construirse en la cercanía. Los medios tecnológicos no son más que eso: formas mediatizadas de acceso a la información y a ciertas lógicas de la producción de conocimiento, pero de ninguna forma nos acercan a eso tan apreciado por algunos de los pensadores occidentales del período de entreguerras del siglo pasado: la experiencia.

Con esto no se quiere afirmar que el uso de las plataformas virtuales no sea un mecanismo válido para el desarrollo de la producción de conocimiento; no hay dispositivo tecnológico que no haya ayudado a la producción de saber en la historia humana. Ahora, el hacer “como si”, desde las condiciones educativas actuales (partir del hecho poco probable de que docentes y estudiantes están inmersos en ese primer mundo digital, y que ya existe una estructura sustentable para el desarrollo de este tipo de enseñanza) es, por lo menos, ingenuo. Pero peor aún: posibilita borrar de un plumazo la crítica certera al desfinanciamiento, que la docencia sostuvo durante los cuatro años de ignominia macrista. De esta forma, las voces que durante la resistencia liberal sostuvieron una escuela agonizante se transforman en un grito ahogado por la pretenciosidad tecnocrática.

Se puede sostener la importancia de la virtualización en momentos críticos como este, pero las tareas de la docencia (y como tarea central me refiero a la necesaria intervención de este colectivo en mecanismos de discusión y decisión en los organismos ministeriales estatales pero también en las instituciones de formación docente) deben tener en su horizonte una temporalidad distinta a la que propone el liberalismo. Para este, el tiempo se define en la posibilidad de efectuar una aplicación mecánica de cualquier proceso productivo, incluido el de los saberes pedagógicos: si no hay aplicabilidad inmediata, el producto de ese proceso no sirve. Por el contrario, desde una óptica que intenta construir un proceso emancipatorio y crítico, la temporalidad se debe definir en una instancia de suspensión de la aplicabilidad: suspender para entrar en el tiempo de la crítica, el debate, la búsqueda, la experimentación. No olvidemos que en una crisis sanitaria como en la que estamos inmersos lo único que no puede quedar en suspensión son las búsquedas de medidas que impidan el sufrimiento de millones. La educación no está en riesgo ahora, en todo caso lo está hace años.

 

 

 

 Licenciado y Profesor en Letras (UBA); Diplomado Superior en Educación (FLACSO);
 Maestrando en Análisis del Discurso (UBA). Dicta clases en nivel medio y superior 
en la Ciudad y en la provincia de Buenos Aires.
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